viernes, 18 de julio de 2014

PASAJES DE “LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS”(1)

Es mi deseo colgar en este blog, algunos pasajes de mi novela, a fin de que los lectores puedan hacerse una idea, al menos aproximada, de los sucesivos lugares donde se van desarrollando los hechos, conozcan la trama y sus personajes, así como de la sucesión de afanes e intereses que propician el desarrollo de la acción. Todo ello, con la sana y pícara intención de que en mis seguidores se despierte la curiosidad por conocer el texto completo y adquieran la novela.
Para comenzar, nada mejor que reproducir los primeros párrafos de las trepidantes aventuras de mi primo Jeremías.

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CAPÍTULO I
El Viaje


Bajo un cielo limpio y un sol empeñado en terminar de secar la mies que aún quedaba en pie, surgieron de repente ante mis cansados ojos las cúpulas de la catedral de Salamanca, convertidas por los juegos de luces mañaneras en una suerte de gigantes nacarados. Me vencía el sueño, que no había podido conciliar a lo largo de la madrugada pese al acompasado traqueteo del tren y al confortable tapizado del vagón de primera clase. El olor a hollín nos había acompañado todo el trayecto, invadiendo el reducido habitáculo del compartimiento y provocando en mi hermana Margarita unas náuseas terribles, mientras, mi hermano pequeño, Tinín, se tapaba con las manos los oídos, no fuera a sorprenderle de nuevo el estridente pitido de la locomotora. Mi padre, D. Álvaro González Hontañera, notario del Ilustre Colegio de Valladolid, cuyo semblante casi siempre era serio y autoritario, transmitía en esos momentos bondad y cercanía a raudales. Estaba sentado frente a mí, a contra marcha, moviendo nerviosamente los huesudos dedos de las manos sobre sus rodillas, y aunque no podía ver el despertar salmantino, al notar decrecer la velocidad, se levantó del asiento como impulsado por un resorte, miró por la ventanilla escudriñando el panorama, se atusó el bigote y, tras exhalar un profundo suspiro, repitió, como cada año, una frase que nos era familiar:
―¡Mirad niños! En esta ciudad estudió vuestro padre.
Y como si esa historia no la hubiéramos oído nunca, prosiguió:
―Gracias al esfuerzo de los abuelos, pude estudiar Derecho. Eran tiempos difíciles y eso que no me puedo quejar porque con gran aprovechamiento ―carraspeó como para hacer más énfasis en estas dos últimas palabras―, conseguí acabar la carrera antes de que estallara el Glorioso Alzamiento Nacional.
―Sí, papá ―respondimos, casi al unísono, Tinín y yo.
Margarita, revuelta como estaba, no se unió al dúo porque en esos instantes soltó un incontrolado eructo.
―Perdón papá ―dijo con gran arrepentimiento mientras salía precipitadamente hacia el servicio.
Mi padre la disculpó, haciendo un gesto con la mano, y lanzado como estaba, prosiguió:
―Cuántas gracias he de dar a Dios, que me mostró el camino correcto, y así, alistándome en el ejército, ejército Nacional, por supuesto ―aclaró, alcancé el grado de Alférez Provisional y me cupo el honor de colaborar, aún a riesgo de mi vida, en la eliminación de las hordas masónicas. ―Tras una breve pausa, se acarició la barbilla y, balanceando la cabeza, expresó el pensamiento final―: ¡Qué habría sido de nosotros sin el Generalísimo!

A mis doce años, no entendía muy bien el significado de «horda masónica», «Generalísimo» ni «Alférez Provisional», si bien lo de «Alzamiento Nacional» lo oí un día, yendo al Colegio San José, cuando un golpe de viento levantó las faldas de tres mujeres que caminaban delante de mí, las cuales, entre aspavientos, intentaban sin éxito controlar las improvisadas velas. De entre una cuadrilla de albañiles que trabajaban adecentando un portal de la calle Arribas, uno de ellos, al ver el espectáculo vociferó:
¡Esto sí que es el Alzamiento Nacional!
¡Cállate bocazas, que te pueden oír! replicó otro, ¿no has visto al chaval?
El chaval era yo y lo oí perfectamente, aunque estuviera embobado contemplando por primera vez, al natural, unos muslos de mujer, que por cierto, me parecieron descomunalmente grandes.

Otro pitido, esta vez más prolongado, y el chirriar de los frenos, nos anunciaron la proximidad de la estación.
―Tata Lola y yo cogeremos las maletas; vosotros, niños, ocuparos de los bultos más ligeros, y sobre todo no nos per­dáis de vista ―indicó mi padre, como si fuera fácil perderse en una estación semidesierta a las ocho de la mañana.
―Consuelo, hazte cargo de Margarita, que no la veo muy católica ―prosiguió mi padre, con evidente nerviosismo, mientras capitaneaba el grupo hacia el extremo del vagón.

Consuelo era mi madre, o Doña Consuelo, para amigos, vecindario y sobre todo para la tata Lola cuando se refería a ella. Si para la inmensa mayoría de los mortales, la madre es lo mejor del mundo, en mi caso era una realidad palpable. Mi madre era para mí una Virgen María con pecado original. Desde que mi padre la pidió en matrimonio, ella había pronunciado «fiat» y desde entonces su vida era «por» y «para» su marido. Por él nunca ejerció su licenciatura en Filosofía y Letras, y para no disgustarle, jamás le recriminó nada. Llevaba el mando de la casa, aunque supervisada por él, con quien obligatoriamente consultaba cualquier decisión, por pequeña que fuera, Hablaba muy poco, era afectuosa, rezaba con frecuencia y en más de una ocasión ejercía de pararrayos cuando la carga de trabajo en la notaría hacía que la irritación paterna se cebara con nosotros.
Me acuerdo cómo en cierta ocasión mi tía Gertru dijo, dirigiéndose a ella: «Consuelo, hija, ¡qué acertado estuvo el cura al ponerte el nombre!».
Y es que, en efecto, mi madre era, en los momentos difíciles, nuestro paño de lágrimas, pero sobre todo poseía una gran virtud: «escuchaba». A cada uno le dedicaba el tiempo necesario. Margarita ―¡la muy pesada!― estaba casi siempre pegada a ella; le cuchicheaba al oído mil y una confidencias, seguramente relacionadas con su estrenada pubertad, (digo esto, porque a veces, haciéndome el distraído, escuchaba: «…Margarita, no debes comportarte así, con tus catorce años, ya eres una señorita») y jamás, por muy cargante que estuviera, la apartaba de su lado. Con mi hermano Tinín jugaba cuanto fuera preciso, al tiempo que reía sus «gracias», mientras le cubría de besos. Y conmigo… bueno, me da un poco de vergüenza decirlo, pero se ganó mi confianza desde el momento que le confesé estar enamorado de Cristina, la amiga íntima de Margarita y al oír la noticia, no se rió de mí, al contrario, con gesto grave, se me acercó, susurrándome en tono confidencial: «Pórtate como un caballero; Cristina es una gran chica y tú debes ser digno de ella». Esta respuesta confirmaba, de manera inequívoca, lo que desde hacía algún tiempo venía observando al ducharme: equidistante de mis tetillas, sobre la piel blanca que cubría mi esternón, afloraba una incipiente pelambrera. Efectivamente, a pesar de mi voz un tanto aflautada, a mis doce años ya era un hombre «de pelo en pecho», apto para iniciarme en galanteos amorosos. Cristina encontraría en mí el hombre de sus sueños, del que se sentiría orgullosa cuando paseáramos nuestro amor en la plazuela Santa Cruz. ¡Qué importaba la edad! ¡Qué importaban unos cuantos centímetros de menos! El amor acabaría imponiéndose, aún a pesar de que ella coqueteara con Felipe, un grandullón de quinto de bachillerato que pasaba por ser el botín más codiciado entre las féminas de las Carmelitas. ¡Qué plastón de tío!
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