sábado, 16 de agosto de 2014

PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (2)

CAPÍTULO I
El Viaje
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Apenas se detuvo el tren, mi padre se apeó, saltando desde la escalerilla con gran ligereza. Ya en suelo firme, fue colocando sobre el andén las maletas y bultos que le suministraba la tata desde la plataforma; cogió al vuelo a mi hermano y ayudó caballerosamente a que las tres mujeres descendieran, dándoles la mano mientras éstas, por precaución, aseguraban el descenso, asiendo con firmeza el agarrador metálico del vagón. Para solventar la última dificultad, tuvo incluso que elevar una pierna hasta el primer escalón y suavizar así el aterrizaje de los noventa kilos de la tata. Yo bajé el último, porque mi misión era comprobar que se habían descargado los siete bultos, ¡siete!, que componían nuestro equipaje. La misión de Tinín, que actuaba de avanzadilla, era otra: por indicación de mi padre, debía lanzarse sobre el primer banco que encontrara vacío, tumbarse en señal de posesión y esperar a que llegáramos los demás. Actuó el crío diligentemente, escogiendo el más cercano a la salida, que por pura casualidad estaba situado debajo del reloj que, «cosas mías», sobresalía de la fachada como el ojo de un cíclope. En cuestión de segundos, la mitad del banco se revistió pulcramente con un mantel cuadriculado en tonos azules y pasó a hacer las veces de mesa-comedor; escenario más que digno para depositar la ingente comida y utensilios que salieron precipitadamente de una primorosa cesta de mimbre cerrada con dos tapas. De su interior afloraron, como por arte de magia, fiambreras, platos, cubiertos, servilletas, botellas, vasos de plástico plegables, pan y no sé cuantas pequeñeces más como palillero, salero y sacacorchos. En cuestión de comida, llevábamos la despensa a cuestas. «Más vale que sobre que no que falte», era el lema que imperaba en los desplazamientos; los olvidos, solían traer fuertes reprimendas, como le ocurrió a Margarita cuando, estando la familia merendando en La Fuente el Sol, se percató de que había olvidado en casa la mortadela. Aquella tarde mi padre no hizo bien la digestión porque según dictaminó: «La ocasión y el paraje están pidiendo al cuerpo mortadela». Y la niña se quedó dos días sin postre.
Una vez depositadas las viandas sobre el mantel y tras santiguarnos, comenzó el reparto: primero a mi padre, como estaba mandado, que tras probar el bocadillo objetó:
―Consuelo, creo que has puesto demasiados pimientos en la tortilla. ¡A ver si me van a hacer daño!
Era hablar por hablar porque siguió con su tarea, inmisericorde con los pimientos. Como no podía estarse quieto, iba destapando con la mano diestra plato tras plato, hasta dar con lo que buscaba: oculto bajo un papel de estraza parcialmente translúcido por la grasa, reposaban los filetes, amorosamente empanados y rebozados por mi madre la tarde anterior. Señalando con el índice la pitanza, indicó nuestro menú:
 ―Consuelo: a los niños hazles un buen bocadillo de filetes, que están en edad de crecer.
Y también nos obsequió con el manual de instrucciones:
―Comed despacio, masticando sin abrir la boca
Para terminar con la imprescindible moralina:
―No hagáis ostentación del bocadillo: «en estos tiempos, muy pocos pueden comer carne como vosotros».
Margarita apenas probaba bocado; medio mareada, se sentó junto a mi madre en un extremo del banco, apoyando su cabeza sobre el hombro materno, lo que no la impedía mirar con el ojo izquierdo, cómo, a pesar de la carga, mi madre continuaba afanándose para que todos estuviéramos bien atendidos. Era un continuo trasiego el que se traía «la jefa», colocando las viandas sobre el primoroso mantel a cuadros. A cada poco, tomaba porciones de queso blando, que acercaba a la boca de mi hermana, y sólo cuando ésta daba un mordisquito, ella comía el resto. Tomó la tortilla de patatas con intención de trocearla cuando, de repente…
―¡Agua! ―exclamó Tinín, lanzando al hablar una perdigonada de migas.
Tata Lola, temiendo que se atragantara, sujetándole por la nuca le dio a beber de lo que tenía más cerca: un botellín de gaseosa «Ojeda».
Las burbujas provocaron rápidamente un efecto cascada y un amasijo de algo parecido a sopas con tropezones, convenientemente babeados, nos salpicó a todos.
―¡Ay mi niño! ―exclamó mi madre―. Y tanto ella como tata Lola, provistas de servilletas a juego con los manteles, se afanaron en limpiar las improvisadas «condecoraciones» de nuestra ropa. y también las fauces de mi hermano, que entre lloro y lloro repetía:
―¡No era agua! ¡No era agua!
Afortunadamente para él, el incidente no afectó a mi padre que se encontraba un poco apartado, pero atento como siempre a la jugada, y que no pudo por menos que comentar:
―¿Agua? ¿Aguaaa…? ¡Qué poco sacrificados sois! Cómo se nota que no estáis faltos de nada. A vosotros os quería yo haber visto en la batalla del Ebro.
El crío terminó por callarse, y tras acabar el bocadillo, se animó, palillo en ristre, a zamparse unos cuantos pinchos de tortilla.
―Alvarito, pica tú también ―dijo tata Lola, mientras atacaba magro de cerdo en aceite.
―Estoy desganado ―dije, contemplando el mantel y las salpicaduras. Y luego para que no siguieran ofreciéndome más comida, pelé un plátano con la seguridad de que era de lo poquito que se había salvado del «asperges». Tan mal me sentó quedarme hambriento que cuando fui a tirar la cáscara del plátano en la papelera, me acerqué sigilosamente al pequeñajo, y acariciándole el cogote, le susurré al oído: ¡Marrano!
 Regresé al banco, bostezando de hambre y sueño, y encontré acomodo junto a tata Lola. Desde esta posición, observé la techumbre que cubría la estación, las puertas de entrada y salida, que parecían hechas para gigantes, el reloj, a juego con la grandiosidad de la estancia, el ir venir de los viajeros, el sol iluminando la mañana, y a una mujeruca abrigada con toquilla, que proclamaba a los cuatro vientos, a intervalos regulares de tiempo: «¡Hay churros! ¡Hay churros!» Dirigí la vista otra vez hacía el ojo ciclópeo, interesándome por la hora, y éste pareció entenderme; al menos, me hizo un guiño, dejando caer la temblona manecilla del minutero hasta atravesar el número cuatro. «Todavía las ocho y veinte», pensé, y acepté de buen grado el chicle de fresa que la tata me ofrecía.
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