miércoles, 17 de septiembre de 2014

PASAJES DE “CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS…”  (4)


CAPÍTULO I
La Ostentación

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 A partir de este encuentro, los paseos con la familia Echegáriz fueron casi rutinarios. No sé si de manera premeditada o no, el caso es que solíamos coincidir muchas tardes por el Paseo Marítimo. Nos emparejábamos de modo natural: los padres hablaban del Alzamiento Nacional y sus consecuencias, las madres comentaban el atuendo de las señoras con las que nos cruzábamos, mientras Nacho se embelesaba caminando junto a Margarita, y Tinín disfrutaba lo suyo, corriendo y jugueteando con Nerea. En cambio, yo no tenía ninguna posibilidad de escape. Arancha, torcía el cuello hacia donde yo me encontraba, aún a riego de tropezarse, contándome anécdotas e historias que me aburrían soberanamente.
―Me gusta pasear muy cerca del mar. Con el sol y la brisa marina, el cabello se me vuelve más rubio. Algunas de mis amigas me han dicho que tengo un pelo precioso ―decía la muy creída―. Aitor, un compañero de pandilla, que es un poco poeta, siempre utiliza mis cabellos como inspiración. Dice que mi cabeza es el Sol del que salen rayos dorados. Aitor, aunque no se me ha declarado, sé que está por mí, ¿sabes?
Yo, pensaba para mis adentros, que ella era una cursi y el desconocido Aitor, un gilipollas, pero callaba y escuchaba...
―A lo mejor a ti también se te aclara el pelo este verano, aunque eres muy moreno. Te lo digo porque me encantan los chicos de pelo claro. Tú eres la excepción.
Estos comentarios eran “puyitas” que me lanzaba Arancha con cualquier motivo, alcanzándome de lleno en mi línea de flotación. ¡Qué se había creído esta muchacha! ¿No se daba cuenta de que la acompañaba por pura cortesía? Y lo peor es que no se cortaba un pelo mirando por el rabillo del ojo a todos los chicos del paseo, que le parecían apropiados para ella, aunque en esos momentos me estuviera diciendo que “lo mismo que a mi padre, me gustaría emparentar con alguien que fuera de tierra adentro”.
En los días siguientes, cuando nos preparábamos para salir a pasear, trataba de inventarme todo tipo de excusas; prefería quedarme en casa a tener que aguantar la compañía de Arancha. Los dolores de barriga, las jaquecas y otras disculpas de última hora, fueron tan repetidas que pronto mi madre se dio cuenta de que eran inventadas y no tardó en llamarme al orden.
―Alvarito: entiendo que Arancha no sea de tu agrado, pero debes observar un comportamiento cristiano en el trato con tus semejantes. Lo que verdaderamente agrada al Señor es que amemos a los que nos disgustan u ofenden. Por otra parte, no debemos hacer un feo a los Echegáriz que tanta compañía nos proporcionan. Además, tienes que tener en cuenta que Margarita está muy ilusionada con Nacho. ¿Verdad, que lo harás por ella, cariño? ―dijo, achuchándome la cara.
Mi madre, tenía el poder de convicción tan desarrollado que no tuve más remedio, en los días posteriores, que seguir soportando todas las ocurrencias de mi escuálida acompañante, que parecía disfrutar contando historietas en la que ella era la protagonista y en las que no faltaba el autobombo:
―A mí siempre se me han dado muy bien los estudios, quizás porque tengo muy buena memoria. Desde pequeñita, las monjitas de la Caridad me llamaban “el angelito rubio” y me escogían como protagonista en todas las representaciones que hacíamos, porque jamás me equivocaba ni me ponía nerviosa como mis compañeras. Todavía conservo esa virtud, ¿sabes?
Estos comentarios, rematados con: “¿sabes?”, me resultaban tan repelentes que no sabía qué contestar como no fuera una ordinariez, por eso, sólo respondía con monosílabos, esperando que el reloj corriera rápidamente, para contemplar cuanto antes el anhelado declinar del sol. El esperado espectáculo me resultaba doblemente maravilloso: por su belleza en sí y porque podía borrar un día del calendario, aunque me angustiara pensar en la tarde siguiente, insufriblemente larga y aburrida.   

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