PASAJES DE “LAS
LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS” (5)
CAPÍTULO II
La bienvenida
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Ni el calor, ni el
polvo del camino, ni siquiera el molesto acompañamiento del Mecagüen, eran
capaces de borrar la risueña mirada del rostro de mi padre, al que estas
contrariedades, y más que hubiera, no hacían mella. Estaba en su pueblo y
disfrutaba viendo la mies extendida, los bieldos sobresaliendo de las cebadas
trilladas, las aventadoras y los trillos en perentoria quietud, esperando horas
de mayor calor, y el encanto que transmitía la soledad de las parvas a esa hora
de la mañana. Todo
el conjunto componía, según él, un cuadro de insuperable
belleza, imposible de encontrar en cualquier otra parte del planeta; esta
belleza le impulsaba a hacernos partícipes de su felicidad interior, haciendo
gala de su característica locuacidad didáctica:
―Éstas son «las eras
de abajo» ―dijo―; en la otra parte del pueblo, cerca de las escuelas, están
«las eras de arriba», más coquetas, pero de menor extensión, ocupadas casi en
su totalidad por nuestra familia durante años, antes de que el abuelo arrendase
las tierras. Allí, obreros y señoritos disfrutábamos de lo lindo haciendo el
verano ¡Qué tiempos aquellos! Trabajaban para nosotros sesenta segadores
gallegos y llegamos a tener hasta siete pares de mulas argentinas, trillando
desde junio a septiembre. Casi todos los años, nos sorprendían las ferias de
Salamanca sin que hubiéramos terminado la faena. ―Hizo una pausa para tomar
aliento, y continuó―: Sólo nos dábamos un respiro de algunos días sobre el
cuatro de agosto, para festejar a santo Domingo ¡Aquello sí que eran fiestas!
¡Qué manera de cantar y de bailar! ¿Te acuerdas, Lucía?
―Ya lo creo, primo
―respondió mi tía―. Entonces la juventud era más sana, no tenía tanta molicie
como ahora.
Pensé que no sería
tan sana cuando varios familiares habían muerto jóvenes de tuberculosis y otras
dolencias, pero me callé porque interrumpir a mi padre en esos momentos me
hubiera traído consecuencias. En esta ocasión la prudencia me evitó una colosal
metedura de pata.
Un poco antes de
atravesar el puente sobre el regato, mi padre se percató de un caminito que se
perdía entre zarzas y exclamó:
―¡Mirad! ¡Mirad! Por
aquí se va a la fuente «El Chagaril». No hay en todo el mundo, mejor agua que
esa ―aseveró―. Es buena sobre todo para las vías urinarias y para la piel.
¡Cuántos litros no habremos bebido de ella!
La pasión le cegaba. Yo sabía por boca
de mi madre, que el bisabuelo, años antes de morir, padeció fuertes dolores en
el riñón a consecuencia de una piedra que no conseguía expulsar, y que mi
abuelo, a raíz del fallecimiento de la abuela Macrina ,
tenía serias dificultades para orinar. «Próstata: tiene usted la próstata muy
grande, don Constantino ―dijo el especialista de Zamora―; veremos si el mal
remite; en caso contrario operación “habemus” en septiembre».
Jeremías, que estaba al tanto de lo que
se comentaba, debió oír «Chagaril», por lo que, al momento, interrumpió los
silbidos, sustituyéndolos por una cancioncilla que repetía como una salmodia:
«Agua del “Chagaril… il...il”, bebe mucho y harás pis…is…is». Tinín reía sin
parar, Margarita escondía la cara entre las manos y mi madre y tata Lola
disimulaban como podían, conteniendo la risa. Al tío Mariano, no le hizo tanta gracia la
ocurrencia, porque seguramente no era la primera vez que oía la misma
cantinela, y explotó:
―¡Cállate jodío crío, y estate a lo que estás!
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