martes, 14 de octubre de 2014

PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS..."  (7)

CAPÍTULO II
La amistad

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Descorrí las cortinas de mi habitación y observé el caminar apresurado de las gentes por la calle Duque de la Victoria. Desde esta ventana, situada en un extremo de la casa, se podía contemplar un panorama más atrayente que el de las demás habitaciones de la vivienda, cuyas vistas daban a la calle Regalado, por donde nuestro hogar tenía su entrada. Éste era el habitáculo que mis padres me habían asignado al comenzar el curso, para separar, acertadamente, mis sueños y mis vigilias de las de mi hermano Tinín. La mudanza se hizo con la sana intención de que, con el nuevo acomodo, tuviera la tranquilidad necesaria para estudiar y superar las asignaturas del bachillerato que me llevarían un día a la Facultad de Derecho y, posteriormente, a opositar a Notarías, para heredar en su momento el despacho paterno. Eso pensaban ellos... Pero la libertad y la soledad tienen sus riesgos, y yo en aquellos momentos no debía de ser tan responsable como se me suponía. Cada poco me levantaba de mi asiento y me asomaba con más frecuencia de la que debiera a ver el trasiego de los viandantes y su cambio obediente de acera, siguiendo las indicaciones del guardia urbano que dirigía la circulación en el cruce. Así pasaba buena parte de las tardes, mirando y dejando volar la imaginación, de forma tan continuada que a veces pasaba más tiempo soñando con la frente pegada al cristal de la ventana que en la cama.
Mi madre notaba el cambio de actitud por la que estaba atravesando mi frágil figura y me miraba sin decirme nada, como si quisiera que fuera yo mismo quien resolviera tal situación. A mí me faltaba valor para entablar el diálogo que en ocasiones anteriores había servido para que, problemas que suponía irresolubles, se diluyeran como un azucarillo en agua, cuando, solícita, me aconsejaba o me instruía; pero, de un tiempo a esta parte, sentía cierto reparo en comunicarle mis sentimientos y eso que los asuntos que me agobiaban eran conocidos por ella desde tiempo atrás. Sabía por boca de Margarita que desde hacía algún tiempo me sentía atraído por su amiga Cristina, y también conocía las nefastas consecuencias de mi frustrado enamoramiento; sin embargo, había dentro de mi yo más profundo un sentimiento de inseguridad no experimentado hasta entonces, que atenazaba mi garganta y me impedía dirigirme a ella para expresar lo que verdaderamente sentía. Varias veces estuve tentado de mantener una conversación con mi madre para que me explicase, de una vez por todas, qué mecanismos regían el cerebro de las mujeres en su relación con los hombres; como, por ejemplo, por qué Cristina no me hacía puñetero caso, ahora que la superaba en altura... Pero lo cierto era que cuando repensaba las preguntas, me ruborizaba al considerar que eran demasiado pueriles para un chico de mi edad. ¡Si fuera chica, otra sería la cuestión! Margarita no tenía ningún reparo en pasarse el día cuchicheando secretitos en la oreja de mi madre y si por casualidad pasaba cerca de ellas, me decía airada: “¡vete, pesado!, que mamá y yo estamos hablando de cosas de mujeres”. Esa era la gran diferencia: mi sexo. Este sexo que Dios me había dado y que por el momento no me servía para hablar de tú a tú con mi padre, del que sólo recibía consejos, directrices, avisos, y si las cosas no funcionaban como él quería: reprimendas. ¡No era justo!, el mundo no era justo conmigo, me repetía una y mil veces, y me sumía en la tristeza, tragándome un rosario de preguntas sin respuesta.


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