martes, 23 de septiembre de 2014

PASAJES DE “ CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS…"( 5 )


CAPÍTULO I
La Ostentación

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Soportando tan dolorosa situación, he de decir, sin embargo, que una cosa tengo que agradecer a Arancha: el despertar de mi vocación poética. Mientras me hablaba, con la mente totalmente alejada de lo que me decía, iba hilvanando versos que luego acababa de rimar por las mañanas. Estas composiciones nunca llegaron a oídos del objeto de mi inspiración ni a conocimiento de mis padres, hasta bastante tiempo después. Uno de los sonetos, compuesto con aires quevedescos, fue éste:

SONETO A ARANCHA
Dime si he de mirar tus tristes ojos
como bosques poblados de legañas,
sin dejar de agitarse mis entrañas
hasta llegar mi ser a ser despojo.
Dime si he de seguir siendo el antojo
donde recaen tus artes y artimañas,
pues si te gusto, veo que me engañas
cuando miras a otros de reojo.
Deja volar el gavilán que encierro,
deseoso de hallar otra paloma
que sacie mi apetito en el destierro.
No quieras cual rocín, darme la doma,
pues tengo el corazón forjado en hierro,
que no afectan palabras de carcoma.

Con Los Echegáriz como únicos acompañantes de nuestras tardes estivales, tuve ocasión de familiarizarme con las costumbres y formas de pensar de esta pudiente familia. Encontré bastante similitud entre mi madre y doña Camino; ambas muy sensatas y rezadoras. Lo mismo ocurría con mi padre y don Ignacio, vehementes y apasionados defensores de la causa del Generalísimo.
Una tarde, mientras tomábamos un refresco sentados en un chiringuito desde el que se divisaba el ratón de Guetaria, surgió la conversación acerca de Picasso y de su famoso “Guernica”.
―No me negara usted ―dijo mi padre, dirigiéndose a don Ignacio―, que para pintar esa mamarrachada, que podría haber hecho un muchacho de la edad de Tinín, se necesitaba ser un consumado pintor. ¡Y lo peor es que la gente no entiende de pintura y ahora el cuadro lo tienen expuesto en el Museo de Arte Moderno de Nueva York como si se tratara de una obra de arte!
―A mí también me parece ―sentenció, don Ignacio―, que para pintar caballos retorcidos, toros bizcos y mujeres esperpénticas, la fama que tiene el cuadro es inmerecida. ¡Pero, claro! todo es obra del contubernio judeo-masónico que intenta desprestigiar a nuestro Caudillo.
―Cuando la obra está expuesta en un museo tan importante, será porque tiene cierta calidad artística ―dijo, cautelosa, mi madre.
―¡Tú que sabrás de pintura! ―respondió enérgico mi padre―. Yo lo que veo mirando el cuadro es una flagrante ofensa contra el Generalísimo, y, si me apuras, contra nuestra fe católica. Con el toro, el caballo, la mujer y el niño, estoy seguro de que ese ilustrador comunista ha querido representar sacrílegamente el nacimiento de Cristo en el Portal de Belén.
―No creo que la imaginación de ese tal Picasso ―corroboró doña Camino― llegara a tanto. Él pintó lo que le dio la gana, riéndose a placer de esa troupe de pseudo-intelectuales republicanos que se lo encargaron, y además ¡buenos dineros les sacó! Y era dinero de todos los españoles.
―Así se escribe la historia ―concluyo mi padre, apurando la caña de cerveza―. Nos quieren dar gato por liebre. Para mí, un caballo en pintura es lo que plasmaba Velázquez, y para toros los de Goya. Lo demás son paparruchas.


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miércoles, 17 de septiembre de 2014

PASAJES DE “CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS…”  (4)


CAPÍTULO I
La Ostentación

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 A partir de este encuentro, los paseos con la familia Echegáriz fueron casi rutinarios. No sé si de manera premeditada o no, el caso es que solíamos coincidir muchas tardes por el Paseo Marítimo. Nos emparejábamos de modo natural: los padres hablaban del Alzamiento Nacional y sus consecuencias, las madres comentaban el atuendo de las señoras con las que nos cruzábamos, mientras Nacho se embelesaba caminando junto a Margarita, y Tinín disfrutaba lo suyo, corriendo y jugueteando con Nerea. En cambio, yo no tenía ninguna posibilidad de escape. Arancha, torcía el cuello hacia donde yo me encontraba, aún a riego de tropezarse, contándome anécdotas e historias que me aburrían soberanamente.
―Me gusta pasear muy cerca del mar. Con el sol y la brisa marina, el cabello se me vuelve más rubio. Algunas de mis amigas me han dicho que tengo un pelo precioso ―decía la muy creída―. Aitor, un compañero de pandilla, que es un poco poeta, siempre utiliza mis cabellos como inspiración. Dice que mi cabeza es el Sol del que salen rayos dorados. Aitor, aunque no se me ha declarado, sé que está por mí, ¿sabes?
Yo, pensaba para mis adentros, que ella era una cursi y el desconocido Aitor, un gilipollas, pero callaba y escuchaba...
―A lo mejor a ti también se te aclara el pelo este verano, aunque eres muy moreno. Te lo digo porque me encantan los chicos de pelo claro. Tú eres la excepción.
Estos comentarios eran “puyitas” que me lanzaba Arancha con cualquier motivo, alcanzándome de lleno en mi línea de flotación. ¡Qué se había creído esta muchacha! ¿No se daba cuenta de que la acompañaba por pura cortesía? Y lo peor es que no se cortaba un pelo mirando por el rabillo del ojo a todos los chicos del paseo, que le parecían apropiados para ella, aunque en esos momentos me estuviera diciendo que “lo mismo que a mi padre, me gustaría emparentar con alguien que fuera de tierra adentro”.
En los días siguientes, cuando nos preparábamos para salir a pasear, trataba de inventarme todo tipo de excusas; prefería quedarme en casa a tener que aguantar la compañía de Arancha. Los dolores de barriga, las jaquecas y otras disculpas de última hora, fueron tan repetidas que pronto mi madre se dio cuenta de que eran inventadas y no tardó en llamarme al orden.
―Alvarito: entiendo que Arancha no sea de tu agrado, pero debes observar un comportamiento cristiano en el trato con tus semejantes. Lo que verdaderamente agrada al Señor es que amemos a los que nos disgustan u ofenden. Por otra parte, no debemos hacer un feo a los Echegáriz que tanta compañía nos proporcionan. Además, tienes que tener en cuenta que Margarita está muy ilusionada con Nacho. ¿Verdad, que lo harás por ella, cariño? ―dijo, achuchándome la cara.
Mi madre, tenía el poder de convicción tan desarrollado que no tuve más remedio, en los días posteriores, que seguir soportando todas las ocurrencias de mi escuálida acompañante, que parecía disfrutar contando historietas en la que ella era la protagonista y en las que no faltaba el autobombo:
―A mí siempre se me han dado muy bien los estudios, quizás porque tengo muy buena memoria. Desde pequeñita, las monjitas de la Caridad me llamaban “el angelito rubio” y me escogían como protagonista en todas las representaciones que hacíamos, porque jamás me equivocaba ni me ponía nerviosa como mis compañeras. Todavía conservo esa virtud, ¿sabes?
Estos comentarios, rematados con: “¿sabes?”, me resultaban tan repelentes que no sabía qué contestar como no fuera una ordinariez, por eso, sólo respondía con monosílabos, esperando que el reloj corriera rápidamente, para contemplar cuanto antes el anhelado declinar del sol. El esperado espectáculo me resultaba doblemente maravilloso: por su belleza en sí y porque podía borrar un día del calendario, aunque me angustiara pensar en la tarde siguiente, insufriblemente larga y aburrida.   

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lunes, 15 de septiembre de 2014

PASAJES DE “LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS”  (6)



CAPÍTULO II
La bienvenida

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Mariano se calló y por unos momentos sólo percibimos los chirridos del carromato y el jadeo de las bestias. Jeremías captó la tensión del momento y enmudeció, hasta que al embocar la Plaza Mayor, sirviéndonos de guía, nos señaló con el dedo:
―Esa es la casa del señor cura.
 Luego, dirigiéndose a mí, agitó la mano arriba y abajo, indicando gran cantidad, y añadió:
―¡Ya verás cuántas cosas aprenderemos aquí este verano!
La casa del señor cura, de planta baja como casi todas las del pueblo, deslumbraba con una blancura cegadora como consecuencia de las continuas manos de cal que recibía a lo largo del año. En el pueblo se sabía, por boca del propio Esteban, el albañil, que ésa era la penitencia que don Matías le imponía después de cada confesión «para que en lo sucesivo procures tener tu alma tan limpia como mi fachada».
Don Matías, regordete, campechano, hablador empedernido y muy comprometido con su ministerio sacerdotal, solía acudir cada tarde al bar que lindaba con su casa para tomarse un «carajillo» y echar un tute con las fuerzas vivas del pueblo, aunque su fin era siempre la captación de feligreses. Miraba por encima de las lentes la entrada y salida de los clientes, aprovechando cada ocasión que se le presentaba para granjearse la amistad de los descarriados.
―¡Veinte en copas! ¿Has visto como canto, Manolo?
―Ya veo, don Matías; está usted, muy cantarín.
―Pues si fueras a la iglesia, me oirías cantar… ¡hasta en latín!
Manolo, republicano en excedencia forzosa, que nunca quemó iglesias por huir de ellas, sonreía, y sabiéndose escuchado, le contestaba:
―¡Cómo es usted, padre! Con lo que le gustan los rezos, ¡hace tiempo que tenía que ser Papa!
―Tienes razón en lo de rezar. Rezo mucho, sobre todo por ti, Manolo, y por mi úlcera de estómago.
―No sabía lo de su úlcera ―contestaba Manolo, sorprendido.
―Todavía no la tengo hecha, pero me duele mucho el estómago cuando, desde mi ventana, te veo los domingos jugando a la pelota en el trinquete a las doce menos cuarto. Y tú sabes muy bien que la Santa Misa es a las doce.
―No se preocupe, don Matías. Voy a ver si le curo la úlcera. El domingo me dejaré caer por la iglesia.
―Cáete, pero no te hagas daño ―reía don Matías. Y de nuevo, ya serio, continuaba su partida, colocándose las gafas, arqueando las cejas, recogiendo de la mesa el rey y el caballo de copas y, tras un suspiro, haciendo partícipes a sus compañeros de tute de su íntima preocupación, concretada en un texto evangélico: «Tengo ovejas que no son de mi rebaño, dice el Señor»
A continuación del bar, después de un corralón que continuaba con la casa de Rosario, la Peineta, el carromato se detuvo en la Plaza Mayor, frente por frente del Ayuntamiento, justo ante el portalón de la casa de mi abuelo.
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sábado, 13 de septiembre de 2014

PASAJES DE “CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS…”  (3)


CAPÍTULO I
La Ostentación

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El primer año, nuestra incursión en tierras guipuzcoanas, resultó un tanto aburrida. Además del clima, que como se ha dicho, nos impedía bañarnos a diario, por la tarde salíamos toda la familia de paseo, perfectamente arreglados; regresábamos a nuestro hospedaje dos horas después, sin que hubiéramos intercambiado palabra alguna con las gentes del lugar, y eso que mi padre recurría al socorrido ademán de desombrerarse cuando nos cruzábamos con familias con las que intuía podíamos, por edad y prole, congeniar. Éstas, aunque extrañadas, solían corresponder al saludo, lo que hacía pronunciar a mi padre repetidamente, frases con las que se auto estimulaba: “He aquí una posible familia de amigos. ¡Ya vamos haciendo amistades!” Pero lo cierto era que las únicas personas con las que entablábamos conversación, eran las que conocíamos a través de don Clemente y de su esposa doña Rufina, cuando coincidíamos en nuestros paseos vespertinos.
―No te preocupes, Álvaro ―afirmaba don Clemente―; acabaréis por conocer gente. Lo mismo nos ocurrió a nosotros al principio. Los vascos, en un primer momento, son reservones y desconfiados, pero una vez que empatizas con su forma de pensar, puedes tener la seguridad de que tienes amigos para toda la vida.
Con esta premisa asumida, mi padre callaba y otorgaba, yéndose de su cabeza la idea de buscar nuevo acomodo en otra población costera.
La constancia en la espera empezó a dar sus frutos a partir del segundo año, cuando coincidimos en la terraza de una céntrica cafetería con una familia de la localidad, inmejorablemente ataviada. Tinín, tan inquieto como siempre, no controló el balón con el que jugaba y manchó levemente el impoluto vestido de una niña rubia y desgalichada, que rompió a llorar asustada por el impacto. A mi padre le faltó tiempo, para dar un buen pescozón al travieso Tinín y, tras ofrecer sus excusas a los padres de la niña, se presentó con la solemnidad de la que siempre hacía gala:
―Les ruego que perdonen el ímpetu de mi hijo pequeño. En cuanto a la mancha del vestido, me hago cargo del coste que pueda suponer su limpieza en la tintorería.
―No tiene por qué disculparse ―contestó educadamente el padre de familia―; estas trastadas son propias de la poca edad.
Estas escuetas palabras fueron más que un discurso para mi padre, tal era la sequía de amistades que padecíamos, de manera que, dando paso a su natural locuacidad, pasó de forma vertiginosa el sombrero de la cabeza a su mano izquierda, inclinando el cuerpo, a la vez que ofrecía la derecha a sus vecinos de mesa.
―Permítannos presentarnos: Mi esposa: doña Consuelo, mis hijos: Margarita, Álvaro y Tinín ―dijo, señalándonos― y un servidor de ustedes don Álvaro González Hontañera, notario del Ilustre Colegio de Valladolid.

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jueves, 11 de septiembre de 2014

PASAJES DE “LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS” (5)

CAPÍTULO II
La bienvenida
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Ni el calor, ni el polvo del camino, ni siquiera el molesto acompañamiento del Mecagüen, eran capaces de borrar la risueña mirada del rostro de mi padre, al que estas contrariedades, y más que hubiera, no hacían mella. Estaba en su pueblo y disfrutaba viendo la mies extendida, los bieldos sobresaliendo de las cebadas trilladas, las aventadoras y los trillos en perentoria quietud, esperando horas de mayor calor, y el encanto que transmitía la soledad de las parvas a esa hora de la mañana. Todo el conjunto componía, según él, un cuadro de insuperable belleza, imposible de encontrar en cualquier otra parte del planeta; esta belleza le impulsaba a hacernos partícipes de su felicidad interior, haciendo gala de su característica locuacidad didáctica:
―Éstas son «las eras de abajo» ―dijo―; en la otra parte del pueblo, cerca de las escuelas, están «las eras de arriba», más coquetas, pero de menor extensión, ocupadas casi en su totalidad por nuestra familia durante años, antes de que el abuelo arrendase las tierras. Allí, obreros y señoritos disfrutábamos de lo lindo haciendo el verano ¡Qué tiempos aquellos! Trabajaban para nosotros sesenta segadores gallegos y llegamos a tener hasta siete pares de mulas argentinas, trillando desde junio a septiembre. Casi todos los años, nos sorprendían las ferias de Salamanca sin que hubiéramos terminado la faena. ―Hizo una pausa para tomar aliento, y continuó―: Sólo nos dábamos un respiro de algunos días sobre el cuatro de agosto, para festejar a santo Domingo ¡Aquello sí que eran fiestas! ¡Qué manera de cantar y de bailar! ¿Te acuerdas, Lucía?
―Ya lo creo, primo ―respondió mi tía―. Entonces la juventud era más sana, no tenía tanta molicie como ahora.
Pensé que no sería tan sana cuando varios familiares habían muerto jóvenes de tuberculosis y otras dolencias, pero me callé porque interrumpir a mi padre en esos momentos me hubiera traído consecuencias. En esta ocasión la prudencia me evitó una colosal metedura de pata.
Un poco antes de atravesar el puente sobre el regato, mi padre se percató de un caminito que se perdía entre zarzas y exclamó:
―¡Mirad! ¡Mirad! Por aquí se va a la fuente «El Chagaril». No hay en todo el mundo, mejor agua que esa ―aseveró―. Es buena sobre todo para las vías urinarias y para la piel. ¡Cuántos litros no habremos bebido de ella!
La pasión le cegaba. Yo sabía por boca de mi madre, que el bisabuelo, años antes de morir, padeció fuertes dolores en el riñón a consecuencia de una piedra que no conseguía expulsar, y que mi abuelo, a raíz del fallecimiento de la abuela Macrina, tenía serias dificultades para orinar. «Próstata: tiene usted la próstata muy grande, don Constantino ―dijo el especialista de Zamora―; veremos si el mal remite; en caso contrario operación “habemus” en septiembre».
Jeremías, que estaba al tanto de lo que se comentaba, debió oír «Chagaril», por lo que, al momento, interrumpió los silbidos, sustituyéndolos por una cancioncilla que repetía como una salmodia: «Agua del “Chagaril… il...il”, bebe mucho y harás pis…is…is». Tinín reía sin parar, Margarita escondía la cara entre las manos y mi madre y tata Lola disimulaban como podían, conteniendo la risa. Al tío Mariano, no le hizo tanta gracia la ocurrencia, porque seguramente no era la primera vez que oía la misma cantinela, y explotó:
―¡Cállate jodío crío, y estate a lo que estás!
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martes, 9 de septiembre de 2014

CEIP. "EL PRADO" VALDESTILLAS. (Valladolid)

Debo confesar, que siento una gran alegría al visitar las clases de 5ª y 6º de Primaria. La expectación con que los alumn@s aguardan mi visita, la ingenuidad de sus preguntas, el interés por saber si Jeremías es un personaje real o ficticio y con toda seguridad la candidez en su mirada, despierta en mí, sentimientos de ternura impagables. Cuando la directora del CEIP, Dª Mª Teresa González, me propuso visitar el Centro, ambos estuvimos de acuerdo de que no hablaríamos únicamente del libro, sino que dedicaríamos la mañana a diversas actividades, entre ellas a comentar cómo era la escuela del pueblo en los años 50 en los que se desarrolla la novela; para ello dos personas mayores de Valdestillas, antiguas alumnas, se ofrecieron a explicar su experiencia en la antigua escuela, relatando múltiples anécdotas de aquel tiempo que causaron gran sorpresa en el alumnado. 

Tras el recreo tuvo lugar un concurso de redacción, premiándose con un libro de regalo, los tres mejores trabajos que correspondieron a otros tres futuros grandes escritores.
En estas actividades nos sentimos arropados, además de por el profesorado, por una representación del Ayuntamiento de Valdestillas que engrosó su biblioteca con un ejemplar de "Las lamentaciones de mi primo Jeremías" donado por la editorial.


Un día dedicado a la Cultura y a las Letras, que sirvió como colofón al Curso Escolar.

sábado, 6 de septiembre de 2014

PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS..."  (2)

CAPÍTULO I
La Ostentación

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La muerte del abuelo, acaecida unos meses más tarde de nuestra partida, en aquel inolvidable verano, fue para todos, pero especialmente para mi madre, un duro mazazo del que se fue reponiendo lentamente. Puedo dar fe de que a dúo con tata Lola le rezaban un rosario diario. Las misas gregorianas, que previsoramente encargó el difunto a su nuera, también fueron dichas en varias iglesias con una continuidad tal que, a mi entender, aseguraron holgadamente la salvación de su alma. Por aquellos días mi madre se vistió de luto riguroso, tiñendo en negro buena parte de su vestuario. Hizo el propósito de no salir de casa en seis meses, salvo cuando se dirigía a la iglesia, para cumplir con las más elementales normas que imponía el duelo. En casa, entre rezos y lloros, intentaba buscar una explicación a tan rápido desenlace, mientras que mi padre, al observarla, sólo pronunciaba frases que intentaban justificar el óbito: “Podía haber vivido muchos años más, pero él se lo buscó, por descuidarse y no acudir al médico al sentir los primeros síntomas, que es cuando tenía que haber ido”. A mí, este tipo de comentarios me herían porque conservaba del abuelo Tino un grato recuerdo. De él nunca me faltaron caricias ni propinas, y si tuvo en vida algún defecto, como cada quien, supo enmendarse a tiempo con la ayuda inestimable del párroco, don Matías. Según relató Petra, la Tunanta, su sirvienta, soportó la enfermedad con gran entereza y cuando presintió que su fin estaba próximo, pidió los Santos Sacramentos para morir “como un santo” ―decía ella― que, muy a su pesar, acertó vaticinando, de que por Navidades, comería las castañas ella solita.
Con la casa del pueblo vacía y un tanto abandonada, mi madre utilizó esta circunstancia como perfecta excusa para cambiar nuestro destino vacacional, aunque mi padre insistiera en continuar eligiendo el hogar de sus padres como el idóneo para descansar en los siguientes veraneos, haciendo, eso sí ―decía―, algunos arreglillos en la casa y en el jardín. Pero esta vez, mi madre, ejerció como “doña Consuelo” y se negó en redondo a que sus hijos tuvieran que escuchar los discursos del tío Caparras, las continuas palabrotas del tío Mariano, la incomodidad de disponer únicamente de un cuarto de aseo y, lo que para ella constituía un problema vital: Margarita, ya había cumplido diez y seis años y resultaba evidente que en aquel pueblo no tenía posibilidad alguna de relacionarse con muchachos de nuestro abolengo. Así, plantada y resuelta, hizo que mi padre no tuviera más remedio que buscar lugar de veraneo en la Costa Cantábrica, por ser ésta la zona marítima más próxima a Valladolid. Ésa fue la tarea y preocupación de mi padre a partir de ese momento. Provisto de un mapa y de información precisa sobre el destino vacacional de gente de prosapia, dedicó buena parte del tiempo libre de que disponía en la notaría, a analizar escrupulosamente un sinfín de localidades, fijándose más en qué familias vallisoletanas solventes las habían elegido como lugar de descanso, que en la belleza del lugar y de su entorno. Dudó entre Cudillero, Ribadesella, Noja, Laredo, Biarritz y otras poblaciones a cual más bellas y pintorescas, decidiéndose al final por Zarautz, porque, según le había informado don Clemente Peribáñez y Díaz de Quijada, Registrador de la Propiedad a la vez que amigo y tertuliano en el Círculo de Recreo, era el lugar en donde la exquisitez y el buen gusto iban de la mano. El clima acompañaba a que las féminas lucieran sus mejores galas, y siendo una villa muy industrializada, no resultaría difícil encontrar algún pretendiente de familia acomodada para mi hermana Margarita.
―En Zarautz ―aclaraba muy serio don Clemente―, nuestra hija Finita, encontró el que hoy es mi yerno y hasta la fecha no tenemos queja de un muchacho que visita a diario su fábrica de aceros laminados en un impecable “Mercedes”. Además ―añadía, guiñando un ojo y dando una palmadita en la rodilla a mi padre―, a partir del enlace, tenemos cada año resuelto el problema del veraneo y disfrutamos de un palacete el tiempo que queramos, y por si fuera poco, ¡de balde!

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jueves, 4 de septiembre de 2014


A TODOS ¡MIL GRACIAS!

O quizás debería decir: A todos  ¡dos mil gracias!. Cuando el pasado cuatro de julio comenzaba a redactar este blog, jamás llegué a pensar que dos meses después, alcanzaría las dos mil entradas. Este hecho supone para mí una gran satisfacción a la vez que me responsabiliza de la grata tarea de informaros y de que esta información siga agradando a tan nutrido número de seguidores. Me gustaría, no obstante, que además de visitar mis comunicaciones, expresarais también vuestras opiniones a fin de mejorar todo aquello que es susceptible de alcanzar un mayor nivel comunicativo. Seguramente son muchos los aspectos en los que el blog podría seros de mayor utilidad  y para ello cuento con vosotros.
Repito de nuevo: ¡Mil Gracias! por la confianza depositada en mis escritos que es tanto como decir en mí. Deseo que continuéis premiándome con vuestras visitas. Con esta medicina alivio los inevitables dolores del alma.






miércoles, 3 de septiembre de 2014

PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS...."  (1)

Comienzo hoy la publicación de pasajes de mi última novela, para que vayáis entrando en materia...

CAPÍTULO I
La Ostentación

Aunque los mayores nos dicen que el tiempo sólo transcurre vertiginosamente para ellos, lo cierto es que, en mi caso, los dos siguientes años desde nuestra incursión veraniega por tierras zamoranas, pasaron con tanta rapidez que apenas fui consciente de los cambios experimentados en mi anatomía. De aquel muchacho bajito, de pantalón corto y bigote incipiente, daba testimonio una fotografía color sepia en la que aparecía rodeado de toda la familia, ante la puerta de Rosario La peineta; nada que ver con el muchacho espigado y un tanto desgarbado en que me había convertido. Ahora, además de usar pantalón de pernil largo, que me ocultaba la pelambrera, sufría la servidumbre de verme obligado a pasar por mi cara cada quince días, la maquinilla de afeitar, complementada con la inseparable hoja Palmera. Parece ser que la mente no llevó el mismo ritmo de crecimiento porque, en opinión de mi padre, seguía permanentemente instalado en la niñez, o al menos eso me repetía en cuanto le daba ocasión de hacerlo. Eran vanos intentos de que al escucharlo, se fuera grabando en mi sesera como un mantra, hasta conseguir su maduración total, y cesara de una vez por todas, en las continuas disputas que mantenía con mi hermano Tinín, por las causas más triviales.
Con frecuencia, recordaba aquel verano del 52 en el que tuve ocasión de conocer el pueblo de mi abuelo Tino, las gentes que lo poblaban y, entre ellos, a un personaje único y peculiar: mi primo Jeremías. A sus quince años, tres más de los que yo contaba en aquellos momentos, hizo ímprobos esfuerzos por abrirme los ojos a la realidad de su mundo, creando en mi interior un cúmulo de conocimientos y sensaciones totalmente novedosas, que a la postre resultaron en la práctica inútiles dada la diferencia cultural en la que ambos nos desenvolvíamos. Sin embargo, reconozco que la experiencia vital que me aportó mi pariente, haciéndome creer que a mi corta edad podría afrontar la vida alejado de la protección paterna, resultó una experiencia inolvidable. Las andanzas de las que ambos fuimos partícipes, el contacto con la naturaleza que circundaba el pueblo, nuestros escarceos amorosos y, sobre todo, los continuos lamentos con que mi primo me obsequiaba, contándome la causa de sus desdichas, quedaron tan grabadas en mi memoria que ni siquiera el tiempo, que todo lo borra, impedía que aquellos acontecimientos acudieran a mi mente con toda su fuerza en los momentos en que, como cualquier adolescente, me enrabietaba pensando que el mundo era un cúmulo de imperfecciones que me urgían, impacientemente, a modificarlo todo con la absoluta seguridad de que de mi actuación dependía rehacer la historia. ¿Por qué, no habría de ser yo, me preguntaba, la persona elegida por un desconocido Ser Superior para eliminar de un plumazo las injusticias que asfixiaban a los oprimidos y las penalidades y enfermedades que agobiaban a otros? Sentía en mi calenturienta mente el discurrir de éstos y otros utópicos pensamientos y me embobaba imaginando aventuras que harían de mí un Mesías liberador y milagrero al que las gentes buscarían para eliminar sus males. Provisto de un poder ilimitado, me veía capaz de remediar calamidades sin fin. En definitiva, sería un nuevo quijote, incansable caminante que acudiría de un lugar a otro, al encuentro de nuevos desmanes que corregir... Cuando mi tía Gertru me sorprendía absorto en tales pensamientos, sin que me percatara de su exuberante naturaleza de ciento veinte kilos, plantada frente a mí, no podía reprimir el gesto de acariciarme la barbilla y exclamar con tono burlón: “¡qué bonita es la pubertad!”, antes de disponerse a tomar junto a mi madre, tarde sí y tarde no, el estupendo chocolate que tata Lola les preparaba.
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lunes, 1 de septiembre de 2014

CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA

Éste es el título de mi segunda novela de la que os adelanto, únicamente, la portada. En el momento actual se encuentra imprimiéndose y espero que en un plazo no superior a treinta días, esté a la venta en las librerías.

Creo que estoy en condiciones de aseguraros que os va a gustar. El personaje principal sigue siendo Alvarito, pero la acción transcurre tres años después y la temática es diferente, aunque siguen existiendo nexos de conexión con mi primera novela.

En el blog iré publicando, lo mismo que hice con "Las lamentaciones de mi primo Jeremías", pasajes de "Cécile. Amoríos y...." que os motiven para que crezca el interés por tener en vuestras manos el texto completo.
Os pido, por tanto, un poco de paciencia. Frecuentar el blog y leer atentamente los pasajes. Gracias.