domingo, 12 de abril de 2015



            PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (15)


CAPÍTULO IV
Conociendo el pueblo
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Tinín permanecía sumido en un profundo sueño casi desde el momento en que se tumbó en la cama. No había mostrado temor al acostarse frente el colosal armario que ocupaba gran parte de la destartalada habitación, ni extrañó el hecho de dormir a más de tres metros del techo. Abrazaba la almohada con su gesto habitual, confiado en mi compañía. A mí, sin embargo, me costó trabajo conciliar el sueño: extrañé la cama, los inesperados crujidos de la madera; sentí, de vez en cuando, ruido de pasos acompañados del consiguiente abrir y cerrar de puertas y de las inevitables toses, que se percibían con tanta claridad como en los entreactos de un concierto. Para colmo de males, a media noche, algún desinhibido labrador rasgó el silencio con su recio vozarrón, intentando conducir a los bueyes camino de las tierras, donde esperaban los haces de mies para su acarreo, y por si fuera poco, del corral de Rosario, la Peineta, me llegaron antes del amanecer los cánticos destemplados de los gallos. Así, me sorprendió la alborada, hambriento y somnoliento. Ante la urgencia de ambas necesidades, opté por engañar al hambre mientras pudiera, permaneciendo acurrucado entre las sábanas, semidormido, haciendo tiempo hasta que el estómago me indicara que había llegado la hora de su ración, hecho que no tardó en producirse, por lo que, calzándome las zapatillas, me levanté sigilosamente para no despertar a Tinín, deteniéndome coquetamente ante el espejo del cuerpo central del armario. En el corto diálogo visual, el descomunal espejo fue mi aliado porque al mirarme en él sólo percibí la silueta de un muchacho delgaducho y despeinado, sin que se pudiese apreciar en mi difuminada cara vestigios de la mala noche pasada.
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