jueves, 30 de julio de 2015


POEMAS, CANTE Y EMBRUJO

En el arte todo es posible. Las combinaciones artísticas pueden ser muchas y de muy variada índole. Ayer, en los jardines de la Casa de Zorrila, compartieron protagonismo sobre el entarimado, los poetas: Inma Calvo, Pablo Otero, Ana Negro, Mar Gómez y Jorge Múrtula, acompañados por los rasgueos guitarrísticos de Juan Cantinas Y Oscar Vecino y el sentido cante flamenco del cantaor Santiago Gegúndez, que actuó en el ecuador de la sesión poética.
No es ni será el primer experimento que se hace de este tipo. Yo, desde luego, no lo repetiría. Y no por la calidad individual de los actuantes musicales, que quedó de sobra contrastada, sino porque la presencia de las guitarras, a mi entender, sobraba. Un acompañamiento de este tipo hubiera encajado bien en el poema declamado por Inma sobre Vicente Escudero  y quizás en el recitado por Jorge Múrtula sobre García Lorca (por cierto, acompañado con poca fortuna al escucharse el Romance de Juegos Prohibidos como música de fondo). En el resto de las actuaciones, el sonido musical, no sustentaba la esencia temática de las composiciones que se estaban  declamando.
Sobre gustos no hay nada escrito, pero, puesto que estábamos en un jardín  romántico ¿qué tal hubiera quedado escuchar de fondo y a menor volumen, "Noches en los Jardines de España" de Manuel de Falla, citado, por cierto, en uno de los poemas?
 Dejando aparte esta cuestión y atendiendo a la declamación poética, ésta me pareció plural y en gran medida acertada. Los cinco actuantes recitaron con garra y sentimiento sus trabajos, algunos, por ya publicados, conocidos. La diferente tonalidad de las voces, dio variedad y colorido al recital en el que los protagonistas se lucieron. Por un aspecto puramente estético me impactó más la segunda parte cuando, asentadas las voces, los versos se escucharon al cobijo de la luz crepuscular. Para mí, allí se fraguó el embrujo que esperaba y que me acompañó con  un buen sabor de boca cuando abandonaba el recinto junto a una gran cantidad de personas, sin que pudiera distinguir si se trataba de  amantes de la poesía o del cante.


domingo, 26 de julio de 2015

EL HIJO DEL PELLEJERO  (II)
(Continuación)
Mi padre, al que el hambre le hacía ser listo por necesidad, siempre nos repetía: “¡Estudiad! ¡Estudiad! Sin estudios no tenéis futuro”, pero como en casa no había dinero para mandar a mis hermanos a la capital, se encargó de enseñarles oraciones, a santiguarse y hacer la genuflexión cada vez que entraban en el aprisco, para que fueran tomando práctica y lo repitieran ante el altar, cuando estuviera presente el cura de antes, don Germán, y así apreciara en ellos, atisbos de vocación. El truco dio resultado, pues cuando vinieron reclutando muchachos unos religiosos de no sé qué congregación, mis hermanos se fueron con ellos al seminario. Aquel día vi llorar a mis padres, aunque no sabría decir si fue de tristeza o de alivio; lo digo porque mientras se restregaban los ojos con el pañuelo, les oí comentar: “¡Dos bocas menos!” y al poco, pese a mi corta edad, ya estaba mi padre intentando enseñarme oraciones. Pero yo, que por aquel entonces ya no tenía que compartir el huevo frito ni la taza de requesón, me hacía el despistado por temor a vestirme un día con hábito. En la escuela, los muchachos se reían de mí porque pasaba el tiempo y a duras penas recitaba el "Jesusito de mi vida" y eso que ya me iban saliendo pelos en las piernas. Don Constantino, el maestro, decía no haber tenido nunca un caso igual y le indicó a mi padre que me pusiera a trabajar en el campo, ante la evidencia de que no tenía maneras para llegar a ser letrado. Desde entonces me he pasado toda la vida en el pueblo destripando terrones y aprendiendo, a fuerza de coscorrones, las habilidades que mí señor padre me indicaba para que algún día fuera capaz de ganarme las habichuelas por mí mismo, poniéndome como ejemplo a mis hermanos. Por cierto, que uno de ellos, a punto de tomar las órdenes, estando un verano de vacaciones, quiso mostrar a la hija del Correo cómo eran las montañas que rodeaban el seminario, y para que se hiciera mejor la idea, le desabrochó la blusa; la chica lo fue contando por el pueblo y allí terminaron sus aspiraciones de llegar a ser ministro del Señor. Antes de casarse, tuvo ocasión de desarrollar su afán didáctico, y con las muchachas que frecuentaba, se hizo un experto en describir cordilleras. Mi otro hermano ¡tan igual y tan distinto! llegó a cantar misa y se fue de misionero a África. En vida de mis padres venía a vernos cada tres o cuatro años, y siempre nos contaba que allí trataba con gente con tan poca carne pegada al costillar que, de no ser por el color de la piel, podrían muy bien pasar por hijos de nuestro padre. Era feliz estando en el pueblo y apenas notaba el cambio cuando regresaba a la misión. “Conviviendo con gente famélica —nos decía—, me siento como en familia y siempre os tengo presentes”. Va para tres años que no tengo noticias de él y ahora mismo no sabría decir si es vivo o muerto. El pobre no pudo venir cuando murió nuestra madre, a la que cuidé en su vejez hasta que nos dejó. Yo la alimentaba y la sacaba de paseo cuando el tiempo no lo impedía. Al verme tan cariñoso y tan buen hijo con ella, me hacía sentarla a la solana junto al tapial del corral, en el lugar que me señalara mi tía Cirila, y cogiéndome la mano me decía: "¿Ves Nemesín, cómo se cumple el refrán de que: "no hay mal que por bien no venga?" Y se quedaba traspuesta, con una sonrisa en los labios, recordando con gozo el atropello. Fue muy triste el día que murió y más porque, al ser tan pocos, tuve que echar mano a la caja. A partir de entonces hago de enterrador; sin ir más lejos, la semana pasada tuve que ejercer la profesión cuando se nos murió Teo. Fue una gran pérdida porque era el hombre más bueno del pueblo, incapaz de negarte un favor. A cualquier hora que le llamaras, siempre estaba dispuesto a ayudarte. En la capital no debían de saberlo, porque al poco de llevarlo al Hospital, ya mandaron recado de que "no podían hacer nada por él". ¡Qué injusta es la vida!
No hará falta decir que nunca me casé. Con un tercio de cuarenta obradas, no sé si existirán mozas que quieran arrimarse a un labrador. De joven sufrí mucho por esta razón y tuve que conformarme con ver y no catar a las mujeres de mis amigos. Esta circunstancia ha hecho de mí un sufrido y aventajado espectador de la vida: fuerte ante la adversidad, un poco escéptico, apenas discutidor y casi nunca malhumorado.
Andando el tiempo se ha cumplido otro refrán que solía repetir mi madre: "A la vejez, viruelas". Hace unos años que vino a vivir al pueblo doña Amparo, una maestra jubilada que ya no cumplirá los ochenta. Desde el principio se tomó mucho interés por mí y puede que algo de cariño. Siempre cocina más de la cuenta para que no me falte el condumio; me busca por las tardes para echar un julepe, mientras me habla de lugares que desconozco; me presta libros de contenido interesante que abren mi mente y que luego doy en pensar. No cesa de repetirme que soy un diamante en bruto, y con el tallado continúa. Poco a poco, me ha enseñado caligrafía, ortografía y luego a redactar, corrigiéndome si se me olvida poner algún acento o coma. Me anima a escribir con la pretensión de que algún día llegue a ser un escritor famoso, y casi me ha obligado a enviar este relato sobre mi vida aunque yo piense que ha de interesar a muy pocos. “Envíalo —me ha dicho—. Imagina que eres náufrago en una isla desierta y que lanzas al mar tu escrito en una botella, con la esperanza de que alguien lo lea”. No me ha quedado más remedio que hacerle caso, aunque tengo para mí, que puede pasar tanto tiempo hasta que alguien recoja la botella que para entonces mi isla estará desierta, y a  lo peor, ni siquiera figurará en el mapa.
Foto de Maribel Díez Salgado


jueves, 23 de julio de 2015

EL HIJO DEL PELLEJERO  (I)
Soy un hombre mayor, por no decir viejo, que consume los últimos años de su existencia en un recóndito pueblo del que se han ido yendo, en un goteo continuo, las gentes que lo poblaban, y aún creo que también los pájaros, aburridos de tanto cantar sin ser escuchados. Me apena la ausencia de sus trinos, aunque, a decir verdad, no me lamento de vivir casi en soledad, porque el silencio me permite meditar y a mi modo filosofar sobre las virtudes y miserias de la condición humana. Sin niños y sin escuelas, hace tiempo que en el pueblo se sabía que acabaríamos siendo cuatro gatos. Con la falta de personal, desaparecieron también animales a los que cuidar, y ahora, las casas, paneras y tenadas deshabitadas se deshacen arrojando pertinazmente yesones y tejas, hasta el punto de que es raro el día en que el alguacil no tiene que retirar algún cascote para que la plaza y las calles no se conviertan en escombreras. Para colmo, Fermín, el cantinero, cerró este invierno el negocio, harto de estar más tiempo con los brazos cruzados que sirviendo vinos. Menos mal que el alcalde, viendo el estado de la iglesia, dio utilidad a la cantina, y en la actualidad es allí dónde el señor cura dice misa. Siento no poder dar el nombre del sacerdote, pues cada vez viene uno distinto y a cuál más apurado. Todos, por ganar tiempo, imitan al frutero y prefieren convocarnos a toque de claxon que con el repique de campanas. Saber el día en que esto sucede es un misterio, y un milagro que coincidan dos domingos seguidos a la misma hora. De milagros sabemos mis paisanos y yo un rato, porque cuando la misa se decía en la iglesia, era un prodigio contemplar a un mismo tiempo, a Dios Padre y a los santos del Altar Mayor flotando en el cielo, que se apreciaba con toda nitidez a través del cañizo, todo ello sin necesidad de habernos muerto, y encima, Plácido, que es muy tonto, no dejaba de pedir que el de arriba, nos mandara la lluvia. Yo tampoco ando muy sobrado de conocimientos pero creo que tengo más sentido común que el secretario: ese señor que viene por aquí dos veces al mes, cargado de carpetas y que dicen que arregla los papeles del ayuntamiento. Bueno: que arregla o que desarregla, porque al Evilasio le jodió una tierra por no leer a tiempo un escrito que dejó clavado en el tablón de anuncios. Mal asunto, digo yo, ése de no hablar con la gente, sabiendo que el pobre Evilasio es analfabeto y de remate, bizco.
Mi gracia es Nemesio y soy hijo de Feliciano, el pellejero, y de Remedios, la del tío Pestaña. El apodo materno proviene del abuelo, que pasaba por cegato aunque no lo fuera de nacimiento. Por huir del agua, tenía las pestañas pegadas y tiesas como velas, de las legañas acumuladas en los ojos, que sólo abría cuando olfateaba el porrón de vino delante de su cara. El apodo de mi padre no hacía referencia a su oficio, ya que nunca curtió ni vendió pieles, pero las malas lenguas del pueblo se lo pusieron al ver a él y a su familia tan afilados por no comer que dieron en decir que éramos “todo pellejos” y a ver luego, aunque engordes, quién te quita el sambenito. Bastante interés ponía el hombre con las cuarenta obradas que heredó, en alimentar a su mujer, a mis hermanos gemelos, bastante mayores que yo, y a mí, que nací descolgado y al parecer “de un arrebato" que le dio a mi padre, según me contó mi tía Cirila, la cual me aseguraba que mis primeros segundos de vida discurrieron con mi madre en un grito, sorprendida y atrapada entre mi padre y el tapial que cercaba nuestro corral. “Sí hijo, sí —me decía—, con el miedo a gemelar de nuevo y en postguerra, de no ser por el calentón, ¿a ver quién era el valiente que se hubiera atrevido a hacer otra probatura en condiciones?"
Cuarenta obradas dan lo que dan, por eso me crié junto a cerdos, gallinas y un atajillo de churras, que abrevaban del agua de un pozo con el que regábamos también un pequeño huerto, que a falta de vaca, se ordeñaba un día sí y otro también. Todo les parecía poco a mis padres con tal de que, después de sentarnos a comer, no nos levantásemos pesando lo mismo.
                                                    (Continuará)
Foto de Maribel Díez Salgado

domingo, 19 de julio de 2015

PASAJES DE " CÉCILE, AMORÍOS Y MELANCOLÍAS..."  (17)

                                                                                                                 

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Pocos días después me presenté en casa de don Julián para que me diera su opinión sobre el angustioso tema existencial que me agobiaba. Apenas le hube saludado, y tras atravesar la nube de humo azulada que se desprendía de su puro, le pregunté de sopetón:
―Don Julián: ahora estoy locamente enamorado de Cécile. Sueño con sus inmensos ojos azules, su sonrisa y su andar grácil y seguro, pero, ¿cómo puedo saber si la seguiré amando cuando aparezcan las arrugas que acabarán con la tersura de su piel y cuando en sus ojos, carentes de brillo, se apague la mirada con la que sueño a cada instante? ―Mi profesor se quedó pensativo, quizás sorprendido por la ingenua originalidad de mi pregunta, y tras exhalar dos impresionantes bocanadas de humo, retiró el puro de la boca y me contestó, declamando en exquisito francés, estos versos de Ronsard:

Mignonne, allons voir si la rose
Qui ce matin avoit déclose
Sa robe de pourpre au Soleil,
A point perdu cette vesprée
Les plis de sa robe pourprée,
Et son teint au vôtre pareil.

Las! voyez comme en peu d´espace,
Mignonne, elle a dessus la place,
Las! las! ses beautés laissé choir!
O vraimente marâtre Nature,
Puisqu´une telle fleur ne dure
Que du matin jusques au soir!

―Eres un buen estudiante de francés y no habrás tenido ningún problema en traducir este bellísimo poema que acabo de recitarte: “Una rosa que muestra por la mañana sus pétalos color púrpura al Sol, en el corto espacio de tiempo de un día, pierde su hermosura, y al atardecer es tan sólo una flor de pétalos ajados”. ―Suspiró profundamente, como si sintiera él mismo la desilusión por la flor marchitada, y continuó diciendo―: La lozanía de la juventud se va perdiendo irremediablemente con el tiempo, pero el amor es inmaterial; radica en lo profundo del sentimiento humano, y sabiéndolo cuidar, en vez de mermar, se acrecienta. Al principio de una relación se ama a la otra persona porque la necesitas, y si verdaderamente estás enamorada de ella, después de que el reloj haya girado inexorablemente muchas veces, la continuarás amando porque te necesita.
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domingo, 12 de julio de 2015

EL HABLA DE CASTILLEJO DE ROBLEDO (SORIA)

Hace unos días, he recibido para su lectura y crítica, el libro cuyo título encabeza este escrito. Vaya por delante, que quedé gratamente sorprendido al comprobar su cuidada encuadernación, su adecuado formato y la calidad del papel empleado, lo que en principio, y sin que tengan nada que ver con el contenido del mismo, son circunstancias que incitan a sumergirse rápidamente en su interior, como así hice.
Después de una lectura sosegada, puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que nos encontramos ante una verdadera joya lingüística, pues sus autores, capitaneados por Samuel Alcalde Sanz, con la inestimable colaboración de Herminia Pascual Gil y José Manuel Cuesta Pascual, han sabido recopilar y rescatar del olvido, nada menos que 300 vocablos peculiares de la zona, verificados con el Diccionario de la Real Academia Española, entre los que se incluyen diversos tipos de Metaplasmos: (figura retórica consistente en la alteración de una palabra por adición, supresión o cambio de lugar de letras o sílabas), 70 locuciones, dichos y frases hechas y 40 anécdotas, peripecias y otros sucesos, cuya autoría está bien contrastada, aunque el boca a boca pueda haber alterado algún detalle de lo relatado, extremo éste que resulta de menor importancia. El libro se complementa con un Álbum de Fotos del ayer y del hoy de este entrañable pueblo soriano, en el que ha intervenido de manera notoria, otro de sus ilustres hijos, el Doctor Matías Cuesta.
Es de justicia agradecer a los autores el esfuerzo realizado para confeccionar este libro, que es en realidad, un manual para eruditos y una aportación cultural de inestimable valor en el acerbo cultural de Castilla y León, pues Castillejo de Robledo, pueblo soriano, no dista mucho de las provincias de Burgos y Segovia.
 En mi biblioteca figurará a partir de hoy, como libro de consulta y puede que en el futuro, con el permiso de los autores, ponga en boca de algún personaje de mis novelas, vocablos, expresiones o anécdotas que en este didáctico libro aparecen.


jueves, 9 de julio de 2015


LA PAZ QUE ANHELO

Este calor veraniego que irrita
y desasosiega, muestra su cara más amable
en las tempranas horas mañaneras.  
Es entonces cuando escribo,
flanqueado los costados
por geranios multicolores,             que me inspiran, arropándome con su belleza.  
Los contemplo, y creo ver en ellos
una desafiante altanería
en el rosicler mañanero,
enhiestos en sus jardineras, que son tronos
donde reinan, empapados de rocío.
Gorjean los gorriones encaramados
en los arcos que sustentan
los rosales trepadores, mientras percibo,
lejanamente, cómo las avispas
 liban racimos de flores blancas en los árboles
que me protegen del sol, que aún no calienta.
Desde la terraza, soy un aventajado
espectador de cuanto sucede a mi alrededor,
un afortunado huésped de la naturaleza
que me circunda, embriagándome
con los aromas de su novedoso despertar.
Me llegan desde el interior de la vivienda,
 vibrantes motetes
de música polifónica alimentando
el alma con emotivas voces
que elevan a otra dimensión
mis terrenales poemas.
Evaporado el rocío, cuando el calor
apaga el canto de los pájaros y el
frenético zumbido de las avispas se acrecienta,
me cobijo en la penumbra
de la habitación más fresca. Allí leo,
y, de cuando en cuando, cierro los ojos
meditando, contagiado con la paz
que inunda mi refugio veraniego.
Es el momento mágico de abrazar mis sueños,
o mejor, mis ensueños.
Levito sin abandonar
el mundo real en que me encuentro,
pues soy consciente que sólo es
una tregua en mi bregar diario;
bregar que interrumpo, recordando
los primeros latidos del día,
evocadores de la paz que anhelo.




domingo, 5 de julio de 2015


LA NOSTALGIA DE UN NAVARRICO

Hace tiempo que no puedo acudir a Pamplona por San Fermín ¡Maldita sea! Para contentarme, hago lo indecible para vivir la experiencia en la distancia. Esos días, madrugo cada mañana para ver ante el televisor los prolegómenos del encierro y su desarrollo. Ilusión no me falta y quizás algo de locura, tampoco, pues me visto para la ocasión con la indumentaria sanferminera,  sin olvidarme del calzado deportivo ni del periódico, en mi mano derecha. Agitándolo, coreo el cántico a san  Fermín con el televisor a toda pastilla. Escuchando las protestas del vecindario y, sin hacerlas caso, no reprimo exclamaciones cuando los morlacos resbalaban sobre el empedrado, empitonan a algún mozo o brincan sobre las montoneras. Respiro aliviado cuando los pastores introducen las reses en los corrales. Entonces, espero impaciente, hasta escuchar el parte médico; si no hay heridos graves, almuerzo chistorra con tinto navarro en porrón, escuchando como música de fondo jotas de la tierra. Dejo, intencionadamente, que algunas gotas  manchen mi camisa para que todo resulte más real. Con el sopor que me proporcionan las viandas, cierro los ojos e imagino estar allí... Cuando vuelvo en mí, me desvisto, esperando ilusionado el encierro del día siguiente. ¿Qué año podré hacer realidad mi sueño?. 


jueves, 2 de julio de 2015

PALENCIA. TARDE DE FIRMAS

Palencia, asentada a las orillas del río Carrión, añade a la hermosura de su espléndida Catedral, "la bella desconocida", una ingente cantidad  de templos y edificios modernistas que cautivan por su belleza y por la variedad de estilos con los que salpican las diversas zonas de su casco histórico, alegrando la vista de vecinos y foráneos.
A esta bella capital, me desplacé el pasado día 26 para firmar ejemplares de mi última novela, "Cécile. Amoríos y melancolías de un joven poeta". Bien puedo decir que mereció la pena , o mejor, la alegría, charlar con cuantos quisieron acercarse al improvisado escritorio situado como los antiguos amanuenses o escribientes de mercado, al cobijo del sol, bajo los soportales de la calle Mayor. Tuve la oportunidad de hablar con desconocidos a los que explicaba cuanto me solicitaban: desde mis inicios como escritor, el origen de mi apellido o algún esbozo sobre la trama de la novela. A lo largo de la tarde conocí a quien únicamente sabía de él por facebook y  también a quien conocía de toda la vida, pero las ocupaciones de cada uno, había dilatado el tiempo desde nuestro último encuentro.

Con  este continuo ajetreo y casi sin darme cuenta, el calor y la luz fueron menguando mucho más deprisa de lo que hubiera deseado, de manera que cuando tuve que abandonar la escribanía, un regusto especial de tarde bien empleada, me embargaba: sensación que se continuó repasando, ya en mi casa, el buen rato pasado y las anécdotas de tan especial jornada.