jueves, 23 de julio de 2015

EL HIJO DEL PELLEJERO  (I)
Soy un hombre mayor, por no decir viejo, que consume los últimos años de su existencia en un recóndito pueblo del que se han ido yendo, en un goteo continuo, las gentes que lo poblaban, y aún creo que también los pájaros, aburridos de tanto cantar sin ser escuchados. Me apena la ausencia de sus trinos, aunque, a decir verdad, no me lamento de vivir casi en soledad, porque el silencio me permite meditar y a mi modo filosofar sobre las virtudes y miserias de la condición humana. Sin niños y sin escuelas, hace tiempo que en el pueblo se sabía que acabaríamos siendo cuatro gatos. Con la falta de personal, desaparecieron también animales a los que cuidar, y ahora, las casas, paneras y tenadas deshabitadas se deshacen arrojando pertinazmente yesones y tejas, hasta el punto de que es raro el día en que el alguacil no tiene que retirar algún cascote para que la plaza y las calles no se conviertan en escombreras. Para colmo, Fermín, el cantinero, cerró este invierno el negocio, harto de estar más tiempo con los brazos cruzados que sirviendo vinos. Menos mal que el alcalde, viendo el estado de la iglesia, dio utilidad a la cantina, y en la actualidad es allí dónde el señor cura dice misa. Siento no poder dar el nombre del sacerdote, pues cada vez viene uno distinto y a cuál más apurado. Todos, por ganar tiempo, imitan al frutero y prefieren convocarnos a toque de claxon que con el repique de campanas. Saber el día en que esto sucede es un misterio, y un milagro que coincidan dos domingos seguidos a la misma hora. De milagros sabemos mis paisanos y yo un rato, porque cuando la misa se decía en la iglesia, era un prodigio contemplar a un mismo tiempo, a Dios Padre y a los santos del Altar Mayor flotando en el cielo, que se apreciaba con toda nitidez a través del cañizo, todo ello sin necesidad de habernos muerto, y encima, Plácido, que es muy tonto, no dejaba de pedir que el de arriba, nos mandara la lluvia. Yo tampoco ando muy sobrado de conocimientos pero creo que tengo más sentido común que el secretario: ese señor que viene por aquí dos veces al mes, cargado de carpetas y que dicen que arregla los papeles del ayuntamiento. Bueno: que arregla o que desarregla, porque al Evilasio le jodió una tierra por no leer a tiempo un escrito que dejó clavado en el tablón de anuncios. Mal asunto, digo yo, ése de no hablar con la gente, sabiendo que el pobre Evilasio es analfabeto y de remate, bizco.
Mi gracia es Nemesio y soy hijo de Feliciano, el pellejero, y de Remedios, la del tío Pestaña. El apodo materno proviene del abuelo, que pasaba por cegato aunque no lo fuera de nacimiento. Por huir del agua, tenía las pestañas pegadas y tiesas como velas, de las legañas acumuladas en los ojos, que sólo abría cuando olfateaba el porrón de vino delante de su cara. El apodo de mi padre no hacía referencia a su oficio, ya que nunca curtió ni vendió pieles, pero las malas lenguas del pueblo se lo pusieron al ver a él y a su familia tan afilados por no comer que dieron en decir que éramos “todo pellejos” y a ver luego, aunque engordes, quién te quita el sambenito. Bastante interés ponía el hombre con las cuarenta obradas que heredó, en alimentar a su mujer, a mis hermanos gemelos, bastante mayores que yo, y a mí, que nací descolgado y al parecer “de un arrebato" que le dio a mi padre, según me contó mi tía Cirila, la cual me aseguraba que mis primeros segundos de vida discurrieron con mi madre en un grito, sorprendida y atrapada entre mi padre y el tapial que cercaba nuestro corral. “Sí hijo, sí —me decía—, con el miedo a gemelar de nuevo y en postguerra, de no ser por el calentón, ¿a ver quién era el valiente que se hubiera atrevido a hacer otra probatura en condiciones?"
Cuarenta obradas dan lo que dan, por eso me crié junto a cerdos, gallinas y un atajillo de churras, que abrevaban del agua de un pozo con el que regábamos también un pequeño huerto, que a falta de vaca, se ordeñaba un día sí y otro también. Todo les parecía poco a mis padres con tal de que, después de sentarnos a comer, no nos levantásemos pesando lo mismo.
                                                    (Continuará)
Foto de Maribel Díez Salgado

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