jueves, 24 de marzo de 2016

EL MILAGRO DE FRAY FLORIÁN

Sosteniendo a duras penas un caldero de cinc en su mano izquierda, ladeando el cuerpo hacia el lado derecho para que actuara de contrapeso, fray Florián, caminaba lentamente hacia el surco donde  las lechugas esperaban, expuestas al sol de la tarde, el agua que las aportara los nutrientes y el frescor necesario para su supervivencia. Tras sufrir un ictus cerebral, había perdido sus portentosas dotes para la oratoria  y buena parte de la agilidad física y mental que le acompañaran tiempo atrás y se refugiaba en los quehaceres de hortelano como un medio, pensaba, de contribuir  en lo posible al sostenimiento de la economía conventual.

En sus muchas idas y venidas por la huerta, en completa soledad, repasaba con minuciosidad su vida religiosa, alegrándose de los momentos felices disfrutados junto a sus hermanos y lamentándose, en ocasiones, de los fallo cometidos, de los que se arrepentía sinceramente. Sin embargo, tres hechos se habían grabado en su mente, de tal manera, que no conseguía apartarles de su pensamiento, ni aún en los momentos de mayor recogimiento, y que correspondían a tres momentos en los que fue fuertemente tentado.

El primero de ellos sucedió a los pocos meses de su ordenación sacerdotal. Una joven bellísima, que se confesaba habitualmente con él, le manifestó abiertamente en una ocasión, estar perdidamente enamorada de él, proponiéndole que colgara los hábitos. Fray Florián desechó de plano el ofrecimiento, pero no pudo evitar un sentimiento de tristeza al escuchar los sollozos de la joven al verse rechazada.

A punto de cumplir los cuarenta, cuando gozaba de una bien ganada fama de teólogo y predicador, recibió una visita secreta de quien dijo ser un enviado Papal. Le ofrecía recalar en Roma como asesor, en donde tendría una vida muy tranquila y la posibilidad, no lejana, de convertirse en Príncipe de la Iglesia. “No he tomado los hábitos de fraile para vivir una vida regalada”—fue su contestación. Pesaroso, comprobó como el enviado Papal abandonaba la estancia contrariado.

Sin dejar de acarrear el líquido elemento, el fraile recordó un tercer acontecimiento que acudía a su mente con la misma intensidad y frecuencia que los otros dos. Ocurrió hacía tan sólo unos años, cuando siendo Síndico Provincial escuchó la pretensión de un contratista ofreciéndole una suculenta cantidad de dinero a cambio de que, todas las obras que se realizaran en los conventos, fueran adjudicadas a su empresa. Fray Florián le despidió con cajas destempladas, pero no pudo evitar un cierto pesar, cuando el desaprensivo contratista le justificó su intento de soborno en la necesidad de alimentar a su numerosa familia.

Desde entonces, fray Florián rezaba cada día por la bella joven, por el enviado pontificio y por el contratista, por si en algo les hubiera ofendido, a pesar de estar convencido de que con ellos había actuado correctamente. En esta plegaria estaba, cuando sintió girar la huerta a su alrededor, y trompicándose, cayó al suelo con tan poco aliento, que no pudo pedir ayuda. Fue entonces cuando una figura de aspecto horripilante, se interpuso entre su vista nubla y el Sol.

¡Maldito seas fray Florián! —Dijo, lanzando por la boca llamaradas de fuego— Hoy mismo vas a morir y siento no poder llevarte conmigo a los avernos. Cuantas veces he intentado que sucumbieras ante mis proposiciones, he fracasado. De nada me valió tentarte bajo la apariencia de una mujer hermosa en los años de tu vigor juvenil. Tampoco tuve suerte al ofrecerte la dignidad de un Príncipe de la Iglesia, cuando me presenté ante ti revestido de delegado pontificio y ni siquiera mostraste interés por el dinero aún cuando intente socavar tu entereza  presentándome como un padre de familia necesitado. Por todo ello te odio y vas a tener la peor de las muertes. ¡La que te mereces!: una muerte en soledad, abrasado por el sol sin recibir el consuelo de la unción de los enfermos.

Dicho lo cual, la sombra funesta desapareció.

Cuando fray Florián agonizaba, mentalmente, invocó a la Virgen: “Reina de la Orden de Predicadores, ruega por nosotros”. Al instante, percibió el consuelo de los brazos amorosos de la Virgen del Rosario: aquella que presidia el altar al que dirigía a diario sus rezos y se sintió aliviado por una frescura sin igual y por un amor que transportaba su espíritu a un gozo indescriptible.

En la huerta, mientras los frailes del monasterio se lamentaban por la pérdida de uno de los suyos, un aroma finísimo, mezcla de narciso y de alhelí, brotaba del brocal del pozo, allí donde cayera desvanecido fray Florián.

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