VIVOS QUE ESTÁN MUERTOS Y MUERTOS QUE SIGUEN VIVOS
Con un sol radiante y una temperatura impropia de mediados de otoño, Cristóbal, acudió al cementerio para depositar sobre la tumba
de su esposa un ramo de camelias rosadas. Ésas eran las flores que ella preferiría,
aquellas que cultivaba con esmero en el jardín de su chalet, hasta que una
terrible enfermedad, segó de golpe el hobby al que dedicaba su tiempo de ocio y
que la hacía sentirse como una flor más del invernadero. Eso había sucedido
hacía catorce años y, desde entonces, Cristóbal, no había faltado un solo año
con ese rito que repetía por la Festividad de los Santos. A pesar del tiempo
transcurrido, no había olvidado la angelical sonrisa de la la mujer que le
hiciera feliz, su profunda mirada y mucho menos, esa facilidad con la que le
entendía y con la que sabía alumbrar las oscuridades de su existencia. En los
meses que siguieron al óbito, creyó volverse loco: los cipreses contemplaron
sus lloros y sintieron sus abrazos, en un deseo desesperado de sentir un ser
vivo al que poder asirse. Después, el tiempo actuó como un poderoso
cicatrizante que fue mitigando el supurante recuerdo, hasta convertirlo en el
mejor de los sueños vividos. Sin hijos y aconsejado por una amigo, volcó sus
afectos sobre un Boston Terrier que le acompañaba allá donde estuviera. Aquella
mañana, al abandonar el camposanto, lo primero que hizo fue abrir el portón
trasero de su coche y dejar que "Linda" correteara en la explanada
por la que se accedía el recinto. Era tal la concentración de coches que había
en el improvisado aparcamiento que al cabo de unos minutos, temió que
"Linda" se hubiera despistado y comenzó a inquietarse; sus temores
cesaron cuando una mujer, sosteniendo en brazos a un Chihuahua, se acercó a él
acompañada de "Linda".
—Es una perrita muy inteligente—afirmó la mujer—apenas
la acaricié, me trajo hasta aquí.
—Le estoy muy agradecido—respondió Cristóbal—. Ya
estaba empezando a preocuparme.
Tras las inevitables presentaciones por las que
nuestro protagonista conoció que Rosa era el nombre de su nueva amistad y
"Bob" el de su perrito, y tras charlar de la compañía y el cariño que les proporcionaban
sus respectivas mascotas, Rosa aceptó la invitación de Cristóbal para tomar un
café en un establecimiento cercano. Allí, fue inevitable hablar de los motivos
que les habían conducido aquella mañana a visitar a sus difuntos.
—Mi mujer, no ha muerto, sigue viva en mi recuerdo,
jamás la olvidaré. Ya va para quince años que enviudé, y puedo decir con toda
sinceridad, que todavía creo escuchar su voz llamándome. Hasta la fecha, no he
encontrado mujer alguna que pueda sustituirla. Desde el otro mundo sólo podrá
sentir celos de las caricias que prodigo a "Linda"—dijo, Cristóbal,
achuchando a su perrita.
—Mi caso es muy distinto—comenzó, diciendo, Rosa—.
Esta mañana he venido desde la ciudad en que resido, a poner unas flores sobre
las tumbas de mis padres. De mi marido, es casi mejor no hablar, tan sólo diré
que el muy canalla me abandonó por otra mujer. Me han llegado noticias de que
todavía vive con ella, pero para mí es como si hubiera muerto. No creo que
pueda rehacer mi vida con hombre alguno, porque, desde entonces, ya no creo en
promesas varoniles. Por el momento, es "Bob" quien me da el cariño y
la compañía que necesito y además ¡no me engaña!—Dijo, Rosa, besando la menuda
cabeza de su mascota.
Durante varias horas, tuvieron tiempo de charlar de
sus respectivas vidas pasadas y de sus preocupaciones actuales y futuras. Vencida
la tarde, se despidieron como dos buenos amigos, besándose en las mejillas. A
causa de la mutua confesión, se sentían notablemente aligerados de la carga
emocional que les embargaba al comenzar la jornada y se citaron para verse en
el mismo lugar el año siguiente.