PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS ..." (34)
CAPÍTULO V
La Acogida
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A solas en mi habitación, hice un alto, después de resolver unos
problemas de Matemáticas, para revivir lo acaecido durante el día y encontrar
una salida al negro panorama que se me avecinaba. Recordé la meticona
intervención de tía Gertru, y como tenía la mente en actitud calculadora, me
pregunté cuántas toneladas de ropa tendría que comprar al mes mi tía para
compensar el exceso de dinero empleado en comida. Era evidente que se engañaba
creyéndose muy ahorradora, como se engañaba suponiendo que su marido se
acercaba a ella buscando el calorcillo. ¿No sería que mi tío Cesáreo caía en
sus brazos siguiendo la inapelable ley de la gravedad, al no poder evitar la
pendiente del colchón? Sea como fuere me propuse visitar a Daniel al día
siguiente, porque acababa de urdir un maquiavélico plan para evitar la compañía
de Goyita, y en ese plan, mi amigo debía jugar un papel importante.
―Pasa, pasa ―me invitó, Daniel, con una sonrisa cuando llamé a su casa―.
Hoy vas a conocer a mi familia al completo. Estábamos de tertulia comentando
qué hacer para despedir el año.
El recibidor ya lo conocía desde la primera vez que me presenté en casa
de Daniel, preguntando por él. Claro que, en aquella ocasión, me encontré con
los ojos de Cécile y en ellos quedaron atrapados los míos de tal manera que me
impidieron fijarme en cualquier detalle de esa estancia. Ahora, aprovechando
que Daniel tuvo que atender una llamada telefónica, pude apreciar, frente a la
puerta de entrada, una impresionante consola de bronce. La encimera era de mármol
travertino jaspeado, de color verde, sobre la que reposaba, en el centro, un
precioso reloj dorado, flanqueado por un par de vistosos candelabros a juego.
Las tres piezas se reflejaban en un espectacular espejo de moldura también
dorada, que ocupaba toda la pared hasta el techo. Un diván rococó con sillitas
del mismo paño completaba el mobiliario. Encima había un tapiz, copia de “El
rapto de Europa”, de Jacob Jordaens, según pude leer en una tarjetita que lo
identificaba. Dos cuadros, situados frente al diván, daban prestancia y señorío
al conjunto; no tuve tiempo de ver qué representaban, pues, terminada la
llamada, Daniel me introdujo en el pasillo, tras descorrer la cortina de
brocado que separa el recibidor del resto de la casa.
Empujándome suavemente con su mano puesta en mi espalda, Daniel, intentó
vencer mi timidez, a la par que me animaba, diciéndome:
―¡Causarás sensación! Les he hablado muy bien de ti…
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Cada vez, me gusta más lo que escribes, Carlos. Ya sabes que te sigo. Saludos.
ResponderEliminarGracias por seguirme, querid@ anónimo. Sé que me sigues porque me lo has comentado, pero desconozco tu identidad. ¿Sería mucho pedir, que te identificaras? ¡Esa vergüenza!De cualquier modo, me satisface que te gusten mis textos. Saludos.
ResponderEliminarTal vez alguna vez el viento del norte te cause tan grata sensación como a la brisa le producen tus textos. Besos.
ResponderEliminarPuede que alguna vez, así sea. Lo que ocurre es que con tanto anonimato, no sé de dónde me viene el aire. Besos al viento y a la brisa.
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