domingo, 8 de octubre de 2017


PASAJES DE LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS(39)
CAPÍTULO II
La bienvenida
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Jeremías, tardó en aproximarse, pero finalmente, también besó a mi madre y a la tata, pasó por delante de mi padre, ignorándole, y deslizó la mano por la cabeza de Tinín, sin mirarle, porque su atención quedó atrapada ante el encanto de Margarita, a la que no se atrevió a besar. A mí me saludó con una sonrisa nerviosa, para volver otra vez la vista hacía mi hermana, más concretamente hacia los pequeños promontorios que delataban el desarrollo de la jovencita, preocupada de un tiempo a esta parte en llevar algún libro o carpeta que tapara esa parte de su cuerpo. No me sentí cómodo por la interesada mirada de Jeremías; creí por un momento ocupar el segundo lugar en las preferencias de mi primo para las futuras andanzas estivales. En aquellos momentos comprendí que Jeremías era mucho más hombre que yo; a mí no me terminaba de cambiar la voz, los pelillos del bigote, apenas se me insinuaban en las comisuras de los labios y lo que era más definitivo: las amigas de mi hermana me gustaban simplemente por su belleza y por ser mayores que yo, sin que hasta el momento me hubiera preguntado por qué ellas también, ocultaban su delantera con la carpeta de dibujo.
 Terminado el ceremonial de bienvenida, Lucía, ya más desenvuelta, sugirió:
―Primos: ¿Qué os parece, si nos vamos yendo a casa? Seguro que estáis deseando refrescaros.
Luego, dirigiéndose a su marido, con un tono de voz más autoritario, le conminó:
―Mariano: ¡No te quedes ahí plantado como un pasmarote y acarrea el equipaje!
 El tío Mariano tardó unos segundos en reaccionar. Venciendo la inercia, movió lentamente su cuerpo hacía las maletas, para finalmente mascullar unas palabras que nadie de los presentes alcanzó a entender. Con un gesto de cabeza, ordenó a Jeremías que le imitara, se colocó la boina y juntos agarraron los bultos de mayor tamaño. Los demás les seguimos, bastante aliviados de peso, hasta una tartana que el abuelo había dispuesto para que su familia no tuviera que humillarse desplazándose a pie por las angostas calles del pueblo, tragando polvo y sorteando boñigas, siempre cuesta arriba, hasta alcanzar su casa.
El pequeño trayecto se presentaba como un reto, un desafío más a mi capacidad de aguante, que tuve que soportar estoicamente con la garganta anhelante de agua fresca. Mariano, látigo en mano, dirigía desde el pescante el carromato, acompañado de Lucía. Los demás, un tanto hacinados, ocupábamos el recinto tartanero, sudorosos, rodeados de maletas, amparados del sol únicamente por un toldillo, en parte deshilachado. Detrás, caminaba Jeremías con el sombrero de paja ocultándole el rostro. Del pantalón, holgado de cintura, sujeto por un único tirante en bandolera, emergían unas piernas delgadas, musculosas y tostadas, siempre dispuestas a ejercitarse dando patadas a todo canto que se interpusiera en su camino. Con una vara de mimbre en la mano diestra se ayudaba para espantar las moscas, al tiempo que con la boca, imitaba el zumbido de los insectos que supuestamente defenestraba, para después añadir en cada ejecución: «Te maté, mosca asesina, ya no entrarás en mi “cosina”». Cada poco, levantaba la cabeza para asegurarse de que seguíamos sus movimientos, para luego continuar con los silbidos, simulando ignorarnos. La figura de mi primo me recordó en aquel momento, tal vez por la vara de mimbre o por la tonalidad de la piel, al imaginado gitano Antonio Torres Heredia, dirigiéndose a Sevilla a ver los toros, mientras, «a la mitad del camino, cortó limones redondos y los fue tirando al agua hasta que la puso de oro». Este trocito del Romancero Gitano lo aprendí de memoria leyendo, a escondidas de mi padre, el libro que tenía oculto en la biblioteca, junto a otro de Miguel Hernández, detrás de varios volúmenes de poesías de José María Pemán.

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