domingo, 14 de enero de 2018

PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (42)
CAPÍTULO II
La bienvenida
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Mariano se calló y por unos momentos sólo percibimos los chirridos del carromato y el jadeo de las bestias. Jeremías captó la tensión del momento y enmudeció, hasta que al embocar la Plaza Mayor, sirviéndonos de guía, nos señaló con el dedo:
―Esa es la casa del señor cura.
 Luego, dirigiéndose a mí, agitó la mano arriba y abajo, indicando gran cantidad, y añadió:
―¡Ya verás cuántas cosas aprenderemos aquí este verano!
La casa del señor cura, de planta baja como casi todas las del pueblo, deslumbraba con una blancura cegadora como consecuencia de las continuas manos de cal que recibía a lo largo del año. En el pueblo se sabía, por boca del propio Esteban, el albañil, que ésa era la penitencia que don Matías le imponía después de cada confesión «para que en lo sucesivo procures tener tu alma tan limpia como mi fachada».
Don Matías, regordete, campechano, hablador empedernido y muy comprometido con su ministerio sacerdotal, solía acudir cada tarde al bar que lindaba con su casa para tomarse un «carajillo» y echar un tute con las fuerzas vivas del pueblo, aunque su fin era siempre la captación de feligreses. Miraba por encima de las lentes la entrada y salida de los clientes, aprovechando cada ocasión que se le presentaba para granjearse la amistad de los descarriados.
―¡Veinte en copas! ¿Has visto como canto, Manolo?
―Ya veo, don Matías; está usted, muy cantarín.
―Pues si fueras a la iglesia, me oirías cantar… ¡hasta en latín!
Manolo, republicano en excedencia forzosa, que nunca quemó iglesias por huir de ellas, sonreía, y sabiéndose escuchado, le contestaba:
―¡Cómo es usted, padre! Con lo que le gustan los rezos, ¡hace tiempo que tenía que ser Papa!
―Tienes razón en lo de rezar. Rezo mucho, sobre todo por ti, Manolo, y por mi úlcera de estómago.
―No sabía lo de su úlcera ―contestaba Manolo, sorprendido.
―Todavía no la tengo hecha, pero me duele mucho el estómago cuando, desde mi ventana, te veo los domingos jugando a la pelota en el trinquete a las doce menos cuarto. Y tú sabes muy bien que la Santa Misa es a las doce.
―No se preocupe, don Matías. Voy a ver si le curo la úlcera. El domingo me dejaré caer por la iglesia.
―Cáete, pero no te hagas daño ―reía don Matías. Y de nuevo, ya serio, continuaba su partida, colocándose las gafas, arqueando las cejas, recogiendo de la mesa el rey y el caballo de copas y, tras un suspiro, haciendo partícipes a sus compañeros de tute de su íntima preocupación, concretada en un texto evangélico: «Tengo ovejas que no son de mi rebaño, dice el Señor»
A continuación del bar, después de un corralón que continuaba con la casa de Rosario, la Peineta, el carromato se detuvo en la Plaza Mayor, frente por frente del Ayuntamiento, justo ante el portalón de la casa de mi abuelo.






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