jueves, 20 de diciembre de 2018



PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA" (52)
CAPÍTULO VI
La ilusión
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―Ponlos a tu gusto ―sugirió a Tinín― así nos sorprendes.
No sería el único en sorprendernos, pues tía Gertru adelantó el horario de la merienda para poder fisgar a gusto y tener algo de lo que comentar en sucesivas tertulias. Podíamos haber tenido más sorpresas, pero mi madre, escarmentada por la desafortunada actuación de Petra del día anterior, poniendo por excusa su dolor en la rabadilla, le prohibió llevar peso para que pudiera recuperarse de la ciática y, de esta manera, fuera tata Lola la encargada de servirnos la bebida.
Mi hermano, que estaba deseoso de entrar en acción, empezó la sesión de baile con un bolero. Al comienzo, nos emparejamos según la lógica. En un ambiente tan romántico, no era de extrañar que Nacho sujetara a Margarita como si temiera que fuera a escaparse. Goyita hacía lo propio con Daniel, bailando de puntillas para equilibrar estaturas y arrimándose a él tanto como le permitía su anatomía. Sin embargo, entre Cécile y yo dejábamos correr el aire, porque así podíamos contemplarnos. Cada mirada era un motivo de embelesamiento. Al cabo de un rato, supongo que a Daniel, se le acabaría la paciencia o las fuerzas de mover tan pesada carga y sugirió un intercambio de parejas. A todos nos pareció buena la idea porque comprendimos que la abnegación tiene también sus límites. Bailé con mi hermana varios tangos, en los que además de enseñarme algunos pasos, se pegó materialmente a mí para susurrarme al oído: “Así es como tienes que bailar con Cécile, ¡pasmado!”. Más tarde, resultó inevitable el emparejamiento con Goyita, que en esos momentos había aliviado su peso tras perder varios litros de sudor que afloraban en cara, manos y en el amplio cerco que difuminaba el estampado del vestido debajo de los sobacos. Como veía que el baile continuaba y Nacho no deseaba remojarse en la sauna andante, propuse que bailáramos sueltos a los compases de sevillanas, rumbas y la socorrida conga que hizo temblar la tarima, hasta el punto de recibir una advertencia de los vecinos del piso de abajo por medio de Domi. Este pretexto parecía perfecto para saciar la curiosidad de nuestra portera. Sabíamos que nuestra fiesta estaría en boca de todo el vecindario en menos de veinticuatro horas.
El receso obligado hizo que nos sentáramos a reponer fuerzas, sin que pudiéramos evitar la compañía de tía Gertru y de mi madre, que en honor a la verdad, se vio en la necesidad de acompañar a su parienta. Comprendimos que en ese momento se había terminado la intimidad, el guateque y las pocas “medias noches” que no había acaparado nuestra simpática Goyita.
―Este ejercicio del baile resulta muy apropiado para mantener la línea ―afirmó, tía Gertru, toda convencida.
―¿Qué línea? ―pregunté con descaro, viendo las redondeadas formas de su vientre y de su pechera.
―Pues hijo, ¡la que tenemos! ―respondió―. Habrás de saber que todavía estoy de buen ver. ¡Ay, si una quisiera! Pero muerto mi Cesáreo, para mí los hombres ya no existen.
Escuchando las simplezas de tía Gertru, un tanto cansados y deseosos de poder hablar de nuestras cosas, dimos por acabado el guateque y fuimos a acompañar a nuestros amigos a su casa. El esperado beso de Cécile me compensó el tener que ir con Goyita hasta su domicilio, en tanto Nacho y Margarita “se perdían” entre la niebla que empezaba a caer.
―A las nueve y media estaremos en el portal―. Me aseguró Margarita, tomando del brazo a Nacho.
―El año no ha podido empezar mejor―, dije a mi hermana una hora más tarde, cuando subíamos en el ascensor, sin darme cuenta de que lloraba ante la inminente marcha de Nacho.
―Será para ti, guapo, será para ti ―me respondió.
 Evidentemente era mi mejor empiece de año en toda mi vida, y aquella noche ni de lejos quise acordarme del conocido dicho gitano: “No quiero ver a mis hijos con buenos principios”.





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