domingo, 20 de enero de 2019


PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA" (53)
 CAPÍTULO VII
La sanación

Tener que volver al Colegio puede ser muy gratificante, pero sólo el primer día. Una vez que has saludado a tus compañeros, colocado en el pupitre tus pertenencias y tomado contacto con las canchas de deporte, sientes las nostalgias de los días pasados y te resulta difícil soportar las monótonas charlas de negras sotanas coronadas por rostros que pueden pasar horas y horas sin esbozar una sonrisa. ¿Hay que ser serio o tener un carácter avinagrado para explicar Matemáticas? ¿Todos los profesores de Biología padecen úlcera en algún tramo del tubo digestivo y por eso arrojan con ira de su boca palabras como: cardias, píloro, duodeno... como si fueran causantes de su malestar? De regreso a mi actividad estudiantil, solía reflexionar sobre éstas y otras cuestiones en vez de estar atento a lo que el profesor decía, hasta que el experto jesuita de turno acababa por descubrir algo sospechoso en mi mirada, que le llevaba a interrumpir mis profundas cavilaciones y de paso también su explicación, e interpelarme:
―¡Álvaro! ¿Quiere usted atender y dejar de contemplar las musarañas?
Tenía razón. Me había pillado en mi particular universo y, aunque hacía propósito de retomar la explicación, de nuevo, las musarañas, o mejor, una musarañita delicada y dulce llamada Cécile, aparecía ante mí ocupando con sus ojos todo el encerado, sin percatarme de que el jesuita se encontraba ahora cerca del luminoso ventanal, desde el que una voz con puntero amenazante me volvía a sacar de mi estado contemplativo:
―¡Por el Amor de Dios, Álvaro! ¿Quiere usted atender, de una vez?
Las risas de mis compañeros y un: “está enamorado”, nítidamente emitido por algún “gracioso”, me advirtieron de que no todos mis condiscípulos eran igual de prudentes que Daniel. Seguramente, mi cuaderno de clase, en el que aparecía escrito, en todos los estilos caligráficos, tamaños y colores posibles, el nombre de Cécile, había pasado de mano en mano. La noticia de mi “enamoramiento” corrió como la pólvora, propagándose rápidamente en mi Colegio, hasta alcanzar el cercano de las Carmelitas y llegar al poco tiempo al de las Teresianas, donde estudiaba Cécile.
Daniel, molesto porque en clase le llamaran “el cuñado” cuando le veían junto a mí, me advirtió:
―Debes ser más discreto. A mí no me importa que me llamen “cuñado”, pero piensa en mi hermana. No quiero que Cécile esté en boca de nadie. A partir de ahora procuraremos no pasar tanto tiempo juntos.
Esta conversación supuso para mí un duro revés. Pensar en el alejamiento del único amigo en que podía confiar, me angustiaba; pero mucho más me importaba que su decisión espaciara las ocasiones en que podía ver a Cécile.
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