jueves, 14 de febrero de 2019



PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (54)
CAPÍTULO III
La casa del abuelo
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―En todo lo que dices, tienes razón ―respondió mi madre―, pero lo importante ahora no es lo que debió hacer y no hizo, sino cómo podemos aliviar sus dolores y tratar su enfermedad. Me da mucha pena verle como está. Te propongo que uno de estos días vayamos a Zamora a consultar de nuevo con el especialista qué camino debemos tomar. Y si fuera necesario llevarle a Valladolid, nos lo llevamos; esta casa en invierno, no me ofrece garantías; además, en Valladolid conocemos a varios doctores que pueden darnos otras opiniones.
―Lo que propones, Consuelo, es harto complicado. De momento, tendríamos que habilitar una habitación, con el consiguiente gasto; contratar una asistenta, lo que elevaría más el presupuesto, porque a Petra no la arrancas del pueblo, y luego, ¿quién estaría pendiente de él todo el tiempo? Eso sin tener en cuenta que, con las múltiples idas y venidas al aseo, alteraría el ritmo de estudio de los niños; por tanto, creo que lo mejor, es que siga con Petra en el pueblo ―sentenció, y, queriendo argumentar su decisión, concluyó―: Las personas mayores si no están en su casa, se desubican y acaban por trastornarse.
Mi padre se calló cuando Petra entró en el comedor con la misma actitud con la que nos había recibido horas antes, en el zaguán, es decir, lloriqueando pañuelo en ristre.
―Está igual, igual que Alejandro, el de la Bernarda ―exclamó gimoteando, mientras se pasaba el pañuelo de un ojo al otro. Después, aspirando los mocos con una fuerza inusitada, predijo para el abuelo el mismo rápido final que ya tuviera el marido de la Bernarda:
―Estas Navidades me veo tomando las castañas, yo solita ―y rompió a llorar.
El golpeteo del bastón sobre las losetas del pasillo nos advirtió de la presencia del abuelo, y al instante, el silencio se hizo en el comedor. Apoyándose en el quicio de la puerta, agotado, casi sin fuerzas para hablar, el abuelo nos abarcó a todos con la mirada, y al poco musitó:
―Señores: me voy a tomar un poco de leche y al punto me meto otra vez en la cama.
Aunque la pregunta sobraba, mi padre, quizás para demostrar su interés, le preguntó:
―¿Qué tal le ha ido en el servicio, padre?
El abuelo en su pose característica, tomó aliento, cargó el peso sobre el bastón que sujetaba la mano izquierda, levantó el brazo derecho, como si nos fuera a bendecir, y respondió:
―Te voy a contestar con un dicho de Mayalde: «Si al mear no hace espuma, es que no tiene fuerza la pluma».
E inmediatamente se giró, camino del dormitorio.
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