jueves, 27 de febrero de 2020



JUAN EDUARDO ZÚÑIGA


Ha fallecido a los 101 años el escritor, crítico y traductor Juan Eduardo Zúñiga. Era un hombre con una personalidad muy acusada que ya puso de manifiesto en sus primeras novelas Inútiles totales (1951) y El coral y las aguas (1962) una alegoría de connotaciones mitológicas, traslación de la Grecia clásica al franquismo, a la que siguió Artículos sociales de Mariano José de Larra (1976).

Licenciado en Filosofía y Bellas Artes, fue un apasionado de la literatura rusa. Para ello estudió lenguas exóticas, desde el alfabeto egipcio hasta el ruso, el búlgaro y el rumano, haciéndose un especialista en Lenguas eslavas. Descubrió a Iván Turgueniev a través de Nido de nobles. Tanto este escritor como Chéjov, fueron sus escritores favoritos. En El anillo de Puskhin (1986), dentro del campo de la literatura romántica, realizó un compendio de sus conocimientos sobre escritores rusos y en Flores de plomo (1999) relató las últimas horas de Mariano José de Larra. Escribió tres novelas sobre la Guerra Civil en Madrid: Largo noviembre de Madrid (1980) La tierra será paraíso (1989) y Capital de la gloria (2004) publicadas en un solo volumen en el 2007. En ellas no aparece el campo de batalla sino la vida cotidiana, demostrando junto a su caudal literario, su compromiso social.

En la última década escribió libros de cuentos y publicó Desde los bosques nevados (2010) por el que obtuvo el Premio Internacional Terenci Moix y sus memorias en Recuerdos de vida (2019), una obra en la que relata cómo empezó en la literatura y en la que describe la caída de la monarquía, la proclamación de la república, la Guerra Civil y la posguerra. Por su concienzuda prosa se le concedió el Premio Nacional de las Letras en el 2016.

Pese a su longevidad, no fue un escritor prolijo en títulos y sí un productor de obras de gran calidad. Considerado como el mayor experto en literatura rusa y en lenguas eslavas, mimetizó hasta en su aspecto de mujik, al decir de Luis Mateo Díez, esta afición por un mundo que le apasionaba.

Descanse en paz este peculiar escritor, culto pero oculto, dotado de estilo propio.


domingo, 23 de febrero de 2020


EL CARNAVAL DE RAIMUNDO


Oculto tras la careta
te observo, Julieta mía,
es cierto que es una treta
en esta noche tan fría.

Me imagino que conoces
quién te fisga y quién te mira,
soy al que diste dos voces
por decirte que te admira.

Ya sé que no tengo dotes
de donjuán ni de hablador
pero a otros, siendo zotes,
les escuchas con ardor.

La cojera disimulo
y el oído no me rige
aunque al hablar no modulo,
todos dicen, se corrige.

Con mi disfraz de Almirante
seré pronto la atracción
de esta mujer tan distante
que no aprecia mi tirón.

Voy a decirle al momento
que soy yo, pues no me ha visto,
no quiero que lo que siento
me lo camufle el modisto.

—¡Julieta! soy yo, Raimundo,
que en noche de Carnaval
te vengo a ofrecer el mundo
porque no encuentro rival.

Raimundo no bebas tanto
ni me pidas relaciones
yo por ti no me decanto
marinero de salones.
Hoy solo quiero bailar
gozando los carnavales
y por la mañana hallar
hombres de amor eternales.

Como suele suceder
en materia de amoríos,
la presunción es creer
ser océanos y no ríos.

Y así termina la historia
de un amante obsesionado
con buscar amor y gloria
de Almirante disfrazado.

Fotograma de la película "La hija de Ryan"


jueves, 20 de febrero de 2020


DOÑA  MARCELA

Al acostarse, tenía por costumbre no cerrar por completo la persiana de su dormitorio. Así se dormía más tranquila, acompañada por la iluminación exterior que la hacía despertarse al alba, cuando las primeras luces de la mañana acariciaban su ventana. Sabía que disponía de al menos dos horas en invierno y más de cuatro en verano, para repasar sus recuerdos antes de que viniera Josefina, una cincuentona bonachona y sinsustancia, que le ayudaba en su aseo personal y en las tareas del hogar.
Este tiempo lo dedicaba a realizar sus primeras oraciones, a levantarse para aliviar la vejiga, acostándose de nuevo, convencida de haber obrado en recta conciencia, al conceder a Dios la primacía de sus actos matutinos antes de otorgar a su envejecido cuerpo la facultad de liberarse de una acuciante necesidad. Acurrucada en un extremo de la cama, con la vista inundada de luz y con el organismo en placidez extrema, rezaba por sus padres, por su hermana Jacinta fallecida en plena juventud y por toda una larga lista de parientes difuntos, necesitados, según su entender, de su intercesión para alcanzar la Gloria divina; Gloria de la que ya gozarían, con toda seguridad, sus progenitores y su propia hermana.
Pero para Simón, su marido, ni siquiera un Padrenuestro. Bastante hacía con depositar por los Santos sobre la marmórea lápida, un ramillete de flores que Josefina le ayudaba a afanar de otras tumbas de óbitos recientes y, eso, para que en el pueblo no dijeran que aún estaba resentida con el que fuera su suplicio durante veinticinco años menos tres meses. "¡Menos mal que no llegamos a celebrar las bodas de plata! ¡Hubiera sido un escarnio!—pensaba doña Marcela—. ¡Qué suerte tienen ahora las que se pueden divorciar! En aquellos tiempos te tenías que amolar con lo que te tocaba y a mi difunto le daba por tocar todo lo que llevara faldas con tal de que no fueran las mías—seguía repasando mentalmente la mujer—. Cuando le pillé en el pajar con la alguacila, le puse de patitas en la calle, pero a los dos días ya le tenía a la puerta de casa haciéndose el pobrecillo, pidiendo perdón y diciéndome zalamerías y como estaba enamorada, la tonta de mí le dejaba entrar y vuelta a empezar..."
Para cuando el reloj del ayuntamiento daba las nueve, cesaba en la revisión de todas las perrerías y desprecios que su marido le había infringido en vida y se situaba frente al mueble situado enfrente de la cama matrimonial. No importaba que el cuarto de baño dispusiera de agua corriente y ducha de plato; eso lo dejaba para más tarde, cuando Josefina le ayudara a enjabonar su espalda. Ella, siguiendo con una ancestral costumbre, vertía el agua fría de la jofaina en la pila del palanganero, para acto seguido lavarse primero la cara para conservarla tersa, y, a continuación la entrepierna, para que su frescura le recordara cuando, de joven, amortiguaba de esta manera la calentura de sus ocultas pasiones.
Después del aseo y del desayuno, se vestía con traje negro y velo de blonda y rezaba un par de rosarios haciendo tiempo para la Misa de doce, en donde, piadosamente, rogaba por todos los vivos y difuntos, exceptuando a Simón, su difunto marido. Si bien era cierto, que a raíz de la última confesión en la que don Víctor le recriminó su actitud inmisericorde, depositaba unas monedas en el cepillo de San Judas Tadeo, abogado de las causas perdidas, por si podía hacer algo por el alma del que la había estado engañando durante el matrimonio.
Tras la comida y la consabida cabezada, se sentaba cerca de la ventana y seguía dándole vueltas a cómo habiéndola requebrado el farmacéutico, fue a dar con Simón, el mozo más apuesto y sinvergüenza del pueblo y se decía: "Yo sí que no tengo perdón de Dios".
La noche la sorprendía meditando sobre el día en que le visitaría la muerte, acontecimiento que, a sus noventa años, sospechaba no tardaría en llegar  y sí Josefina invertiría su legado en la gran cantidad de Misas Gregorianas encargadas para el bien de su alma y sobre todo, si cumpliría su voluntad de ser enterrada en el panteón recientemente adquirido en el otro extremo del cementerio en el que descansaba su marido.

Fotografía de Teresa Soto.



domingo, 16 de febrero de 2020



PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA" (65)
CAPÍTULO X
La Ambición

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A medida que discurrían los días, sus explicaciones hicieron que, a la par que aumentaban mis conocimientos sintácticos, mis fallos disminuyeran de calibre. Quizás fuera ése el motivo por el que, a partir de entonces, don Julián dedicara menos tiempo a repetir ejemplos gramaticales y más a hablar de lo que constituía su mundo actual y pasado; un mundo, que siendo real, parecía extraído del mejor libro de aventuras, en el que yo me sumergía cada vez que me relataba, con todo lujo de detalles, pasajes de su existencia pasada, con referencias constantes al amor y a la poesía, que para él venían a ser casi la misma cosa. En estas conversaciones, me sentía atrapado por la locuacidad de mi interlocutor y, escuchándole, creía estar leyendo en las páginas de ese libro de aventuras, el mensaje que en aquel preciso instante colmaba mis aspiraciones: entender y comprender los secretos de la vida, expresados literariamente, cuando no, enaltecidos bajo mil formas poéticas. En la forma de contarme sus anhelos, preferencias y, en definitiva, su modo de encarar la vida y aconsejarme, guardaba un cierto parecido con Madame Stéphanie. Como si se hubiera puesto de acuerdo con ella, mencionaba a santo Tomás de Aquino cuando aumentaba progresivamente la dificultad de los ejercicios sintácticos, repitiéndome: “A lo complicado debes llegar a través de lo sencillo”. También era curioso cómo, al igual que aquella, cuando me relataba acontecimientos pretéritos, los narraba con tanto apasionamiento que parecía estar viviéndolos de nuevo. Sin proponérselo, este hecho denunciaba mi apatía anterior, haciéndome consciente de que tenía que vivir con gran intensidad cada instante de mi actual juventud. Pensaba que cuando fuera mayor, yo también tendría que transmitir mis experiencias actuales a las generaciones futuras con igual claridad, aunque no necesariamente estuviera de acuerdo con el mensaje sesgado que, tanto madame Stéphanie” como don Julián, e incluso mi padre, dejaban entrever de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”; en ese punto, creía que a mí no me habría de suceder lo mismo.
Un buen día, me preguntó sorpresivamente:
―Estás enamorado, ¿verdad?
Y antes de que yo pudiera responderle, se anticipó diciéndome:
―Sé que tu contestación va a ser afirmativa, porque no se concibe un poeta que no esté enamorado, aunque el objeto de su amor no sea necesariamente una mujer. La poesía, la auténtica poesía, sólo puede brotar de un espíritu enamorado.
Yo le relaté mis sentimientos hacia Cécile, e incluso le mencioné mis episodios con Arancha, de la que había conseguido librarme gracias a la casualidad, y no porque hubiera tenido el coraje de mandarla a freír espárragos.
―A mí me ocurrió un hecho parecido cuando estudiaba en Madrid, en la Facultad de Filosofía y Letras ―me comentó pausadamente, tras reavivar el fuego que consumía su puro―. Por aquel entonces yo ya tenía echado el ojo a una compañera, que me atraía por su discreta manera de comportarse, y porque en alguna ocasión, cuando me sorprendía mirándola, ella bajaba la vista para luego volverme a mirar de nuevo. Ya te anticipo que esa mujer era Rosario, mi esposa, a la que un día de estos te presentaré, pues es tan tímida que cuando doy clase, ella se retira a su habitación a leer, que es su afición preferida. Pues bien ―dijo, exhalando una bocanada de humeantes vapores―, todos los días, por los pasillos de la Facultad, entre clase y clase, una jovencita se colocaba a mi lado haciéndose la encontradiza y me daba palique. No era fea ni tenía mala presencia, pero me molestaba sobremanera su compañía, porque no deseaba en modo alguno que mi amor platónico creyera que estaba comprometido. No sabiendo qué hacer para que no me acompañara más, aproveché que en su intrascendente conversación se interesara por la rama de Filosofía que yo estudiaba, para devolverle la pregunta con muy mala intención. Y tú ―le dije― ¿de qué rama estás colgada? Comprendo que la pregunta fue una grosería por mi parte, pero sirvió para deshacerme de tan pegajosa compañía. Me dolió lo que hice, pero me sentí liberado. En ocasiones hay que tomar decisiones no apetecibles: “El bien supremo del amor no puede estar cuestionado” ―enfatizó.
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domingo, 9 de febrero de 2020



PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (65)
CAPÍTULO IV
Conociendo el pueblo

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A continuación, asiendo fuertemente la cuchara, con cuatro dedos curvados sobre el mango y el pulgar extendido, muy cerca de la concavidad, madre e hijo se abalanzaron sobre la olla. Comían con hambre fiera. Por instinto, soplaban débilmente el arroz, en un vano intento de enfriarlo y acto seguido lo engu­llían, sin afectarles la temperatura del alimento. Exhalando vapor, repetían la operación de abastecimiento una vez tras otra, apalancando con la cuchara para aprovechar el envite, sin concederse un respiro, como si ambos estuvieran haciendo acopio de energía para el resto de la semana. Transcurrieron unos minutos hasta que mi tía se dio cuenta de que yo todavía estaba con la primera cucharada.
―¿Qué te pasa? ¿Es que no te gusta?
―Sí, tía ―dije mintiendo―; es que está muy caliente. ―Y continué soplando.
 Cuando no me fue posible continuar con el embuste, cerré los ojos y abrí la boca. Los primeros granos de arroz atravesaron con dificultad mi garganta, totalmente paralizada como consecuencia de lo que había visto y olido, pero no llegaron al estómago, porque unas oportunas náuseas, me hicieron arrojar lo poquito que retenía en el esófago.
―¿Te has atragantado? ―preguntó mi primo.
―Bebe un poco de agua y espabílate si no quieres quedarte sin comer ―subrayó mi tía.
―Me parece que no voy a comer más. He debido coger mucho sol en la tapia del Manga Corta ―dije, mintiendo como un bellaco― y prefiero no forzar el estómago hasta que se me pase el sofoco.
―¡Lo que te estás perdiendo! ―farfulló Jeremías, lanzando una perdigonada de arroz al hablar.
Recostado en el banco, observé que lo que me había perdido se lo estaban comiendo las moscas, que prudentemente esperaban a que mis parientes sacaran la cuchara de la olla para penetrar ellas.
Un empujón en la puerta y unos pasos vacilantes anunciaron la llegada de mi tío, que fiel a su costumbre, saludó con la consabida introducción:
―¡Mecagüen… el Sol y sus planetas! ¡Qué chicharrera hace! A mí el calor me va a matar un día de estos.
―A ti lo que te mata es el calor que te da el vino o lo que hayas bebido ―contestó Lucía, sin parar de comer.
―¡Mecagüen… la revolución rusa! El día que no me afees haber bebido, o no estás en casa, o te has muerto, o mejor las dos cosas ―contestó mi tío, elevando la voz.
―¡Animal! ¡Más que animal! ¡Siempre faltando! No tendré en cuenta lo que me has dicho, porque según estás, no sabes lo que dices ―replicó mi tía, alterándose. Luego, retirándose de la mesa, le dijo―: Siéntate, coge mi cuchara y apáñate unos granos de arroz a ver si te van empapando el alcohol. Calamidad, que eres una calamidad.
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Fotograma de la película "Amanece que no es poco" Homenaje a José Luis Cuerda.


domingo, 2 de febrero de 2020


EL YANTAR DE MÍO CID
Revista gastronómica
GUÍA MICHARLYN


RESTAURANTE  LIBERTÉN  (ZAMORA)

Es una suerte inmensa comenzar esta nueva sección dedicada a la gastronomía, ponderando las excelencias de un restaurante zamorano en el que nuestra vista, gusto y olfato, se recrearon de principio a fin con los manjares  que Raúl y Manuel Carlos nos ofrecieron en un singular trayecto culinario.

De comienzo, tomamos zamburiñas, pulpo a la gallega y navajas, como entrantes para  abrirnos el apetito... y ¡de qué forma lo hicieron! Las primeras, de mediano tamaño, contenían el sabor de esta joya del mar, potenciado a la máxima expresión. El pulpo salteado con patatas y salpicado de pimentón, estaba en su justo punto de cocción y, a juzgar por la dimensión de cada pincho, se deducía que habrían formado parte de un ejemplar de gran tamaño, ¡delicioso! Otro tanto se podría decir de las navajas de magnífico aliño y textura.

Para los segundos platos elegimos chuleta de ternera rubia y corvina al horno con patatas (éramos cuatro los comensales). La corvina se deshacía en la boca y la ternera a la plancha, estaba tiernísima, conservando en su jugo el sabor de las carnes de calidad. Por indicación del chef, regamos nuestros platos con un LIBER 10 de bodegas Liberalia D.O. Toro. De origen de uva garnacha, cada sorbo aportaba su innegable estancia en barrica de roble.

Los postres fueron unos deliciosos pasteles de nata, hojaldre y chocolate. Los chupitos y el café pusieron un espléndido broche a una regia comida en un local de decoración moderna y en el que el servicio estuvo siempre muy pendiente y atento a nuestras indicaciones, sin agobiar y con excelente carácter.

Para que la comida resultara aún más emotiva, contamos a su término con la presencia de la matriarca e impulsora de este legado gastronómico que ahora regentan sus hijos: la simpatiquísima Bego Muñoz Alonso. Su charla fue la guinda que colmó el vaso de las satisfacciones.

En resumen: En su próxima visita a Zamora, además de gozar con toda la riqueza arquitectónica que la ciudad ofrece, no deje de visitar este monumento gastronómico situado junto al Duero.