PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN
POETA" (67)
CAPÍTULO X
La Ambición
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Al despacho de mi padre, se presentó una buena mañana don Augusto
Ripollezo, industrial venido a más desde su humilde ocupación juvenil de pintor
de brocha gorda. Venía a escriturar una nave industrial de más de mil metros
cuadrados que se había hecho construir en las afueras de la ciudad, no lejos
del conocido barrio de la Victoria. Como mi padre tenía por costumbre enterarse
de vidas y haciendas ajenas, y más si tenía oportunidad de hablar con gentes de
menor cultura y rango social, no le fue difícil sonsacar a don Augusto que la
nave en cuestión era la tercera de su propiedad, que venía a sumarse a la que
poseía en Soria y a la primitiva de Ágreda, de donde era natural y en donde
había comenzado su andadura como pintor, hasta llegar a tener, en la
actualidad, más de treinta operarios a su cargo.
―He querido asentarme en Valladolid porque esta ciudad, por el número de
habitantes, me ofrece la posibilidad de ampliar mi negocio. Además, aquí tengo
estudiando a dos hijos en la Universidad, y tanto a su madre como a mí nos
gustaría estar con ellos el mayor tiempo posible. Sin embargo ―confesó don
Augusto― de momento nos cuesta trabajo adaptarnos a vivir en otro ambiente muy
diferente al nuestro, porque no conocemos a nadie y no tenemos con quién
relacionarnos.
Mi padre, sabedor del capital que manejaba el interlocutor y de su
potencial hereditario masculino, no dudó en animarle con grandes aspavientos:
―¡No se preocupe por nada, don Augusto! Mañana mismo, si no tiene
compromiso, nos acercamos al Círculo de Recreo y yo me encargo de avalarle para
que, tanto usted como su señora, pasen a ser miembros de pleno derecho de la
entidad. ¡No faltaría más!
Don Augusto quedó tan satisfecho por la acogida que, amén de pagar la
minuta, rascó con la uña la pintura del recibidor de la notaría y, queriendo
agradecer a mi padre la deferencia que iba a tener con él al día siguiente,
afirmó solícito:
―Don Álvaro: el tiempo y la luz solar han degenerado los colores de esta
pared. Le voy a mandar unos operarios para que, en un plis-plas, esta estancia
recobre el colorido primitivo. Y, por supuesto ―añadió―, no tendrá que abonar
cantidad alguna.
Los datos recopilados por mi padre y la generosidad demostrada por don
Augusto, hicieron que mi progenitor se esforzara, en fechas posteriores, en
quedar con el pintor para intercambiar impresiones. Aprovechando la coyuntura
de inscribirle como socio en el Círculo de Recreo, los salones de tan noble
institución fueron testigos de las animadas charlas entre ambos. La
espontaneidad y el agradecimiento de un alma sencilla, deslumbrada por las
atenciones de un notario, hicieron que el soriano contara su vida y milagros.
Unas veces directamente y otras dando rodeos, mi padre quedó enterado de los
humildes orígenes de su interlocutor, de su trabajo incansable en los años de
juventud, cuando recorría los pueblos limítrofes a lomos de una caballería, y
de su posterior bonanza económica, que le habían llevado a adquirir, amén de
las ya conocidas naves, varias fincas en su pueblo natal, todas ellas de gran
valor al poder ser regadas por el río Manzano. También supo que tenía dos
hijos, de nombre Arsenio y Severino, y que ambos estudiaban Derecho con gran
aprovechamiento.
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