jueves, 30 de abril de 2020



PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA" (67)

CAPÍTULO X
La Ambición


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Al despacho de mi padre, se presentó una buena mañana don Augusto Ripollezo, industrial venido a más desde su humilde ocupación juvenil de pintor de brocha gorda. Venía a escriturar una nave industrial de más de mil metros cuadrados que se había hecho construir en las afueras de la ciudad, no lejos del conocido barrio de la Victoria. Como mi padre tenía por costumbre enterarse de vidas y haciendas ajenas, y más si tenía oportunidad de hablar con gentes de menor cultura y rango social, no le fue difícil sonsacar a don Augusto que la nave en cuestión era la tercera de su propiedad, que venía a sumarse a la que poseía en Soria y a la primitiva de Ágreda, de donde era natural y en donde había comenzado su andadura como pintor, hasta llegar a tener, en la actualidad, más de treinta operarios a su cargo.
―He querido asentarme en Valladolid porque esta ciudad, por el número de habitantes, me ofrece la posibilidad de ampliar mi negocio. Además, aquí tengo estudiando a dos hijos en la Universidad, y tanto a su madre como a mí nos gustaría estar con ellos el mayor tiempo posible. Sin embargo ―confesó don Augusto― de momento nos cuesta trabajo adaptarnos a vivir en otro ambiente muy diferente al nuestro, porque no conocemos a nadie y no tenemos con quién relacionarnos.
Mi padre, sabedor del capital que manejaba el interlocutor y de su potencial hereditario masculino, no dudó en animarle con grandes aspavientos:
―¡No se preocupe por nada, don Augusto! Mañana mismo, si no tiene compromiso, nos acercamos al Círculo de Recreo y yo me encargo de avalarle para que, tanto usted como su señora, pasen a ser miembros de pleno derecho de la entidad. ¡No faltaría más!
Don Augusto quedó tan satisfecho por la acogida que, amén de pagar la minuta, rascó con la uña la pintura del recibidor de la notaría y, queriendo agradecer a mi padre la deferencia que iba a tener con él al día siguiente, afirmó solícito:
―Don Álvaro: el tiempo y la luz solar han degenerado los colores de esta pared. Le voy a mandar unos operarios para que, en un plis-plas, esta estancia recobre el colorido primitivo. Y, por supuesto ―añadió―, no tendrá que abonar cantidad alguna.
Los datos recopilados por mi padre y la generosidad demostrada por don Augusto, hicieron que mi progenitor se esforzara, en fechas posteriores, en quedar con el pintor para intercambiar impresiones. Aprovechando la coyuntura de inscribirle como socio en el Círculo de Recreo, los salones de tan noble institución fueron testigos de las animadas charlas entre ambos. La espontaneidad y el agradecimiento de un alma sencilla, deslumbrada por las atenciones de un notario, hicieron que el soriano contara su vida y milagros. Unas veces directamente y otras dando rodeos, mi padre quedó enterado de los humildes orígenes de su interlocutor, de su trabajo incansable en los años de juventud, cuando recorría los pueblos limítrofes a lomos de una caballería, y de su posterior bonanza económica, que le habían llevado a adquirir, amén de las ya conocidas naves, varias fincas en su pueblo natal, todas ellas de gran valor al poder ser regadas por el río Manzano. También supo que tenía dos hijos, de nombre Arsenio y Severino, y que ambos estudiaban Derecho con gran aprovechamiento.
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domingo, 26 de abril de 2020


EN EL MADRID DE LOS 60 (III)





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A la luz de un flexo, componía en el silencio de la noche. Más de una vez me acordé de Don Julián, y de sus consejos: "Si quieres triunfar como poeta, expresa en verso tu lirismo interior, pero si quieres vivir ejerciendo de poeta, has de seguir las normas y el estilo imperante". Y el estilo imperante, el que leía en la prensa literaria, se basaba en  versos de métrica bien definida con rima consonante o asonante. Tan sólo los poetas consagrados se permitían licencias de todo tipo, incluidas las ortográficas como hacía Juan Ramón Jiménez que escribía "jeneral" en vez de general, pero ese no era mi caso. Yo era, simplemente, un joven poeta que necesitaba por todos los medios que mi poesía fuera conocida y eso requería que algún Director de periódico supiera captar todo el sentimiento y la pureza que atesoraban mis versos, cuestión harto difícil siendo un auténtico desconocido y era por eso por lo que invocaba a todas las musas del universo inspiración y originalidad a fin de destacar entre lo que consideraba "mediocridad del poeta sumiso".

Los poemas de amor siempre gozaron de mi predilección y además, solían ser los de mayor aceptación; prueba de esto era, que por algunos de ellos recibí, tiempo atrás,  pequeños reconocimientos. Como necesita una mujer que me inspirara y Josefina, no reunía esa condición, elevé a la categoría de musa a una tal Roberta, una jovencita que servía dos pisos más abajo de mi pensión. Sabía de ella, porque anunciaba su presencia tatareando canciones de Sarita Montiel mientras colgaba la ropa en el tendedero. Yo me asomaba y contemplaba desde un plano superior, su pelo ondulado y su generosa anatomía, que parecía querer escaparse por el pecho cuando intentaba pinzar la ropa. Para mí, más que suficiente. Roberta, convertida en mi Dulcinea, por el poder de la imaginación, me serviría como destino de mis versos rimados. Pensando en ella, compuse, entre otros, estos tercetos encadenados rematados con un serventesio:

Como un halcón que desde el cielo otea,
contemplo con pasión tu lindo talle
sinfonía de amor, una corchea

haciendo que al sonar, el mundo calle.
Cuando elevas la vista, dulce Berta,
siento el amanecer donde me halle

aunque aseguro, de manera cierta,
quedar de resplandores tan cegado,
que al no dar con la llave ni la puerta

por la que entrar al corazón amado.
me quedo sin gozar tu compañía
¡ilusa realidad lo suspirado!

Si pudiera besarte, amada mía,
y al fundirse dos almas fueran una
serías de mi vida la alegría,
tenerte entre mis brazos, ¡la fortuna!

Cuando concluí el poema, lo guardé como el que amontona en el trastero un objeto inútil. Eran unos versos sin gracia, de rima forzada, parecían copiados de un autor clásico y carecían de la pasión que precisan aquellos que son inspirados, esos que mueven a la ensoñación con tan solo pasar una sola vez la vista sobre ellos. De una cosa estaba convencido y era de que a partir de ese instante compondría desde lo más hondo del corazón y no de los condicionamientos que me impusiera la moda, la sociedad o los Concursos Literarios. Por tanto, me hice el firme propósito de combatir las penurias económicas de la mejor forma posible, pero sin que ello supusiera ningún tipo de sometimiento al gusto ajeno.
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jueves, 23 de abril de 2020



PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (67)

CAPÍTULO IV
Conociendo el pueblo

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―¡«Mecagüen»… las mujeres y quien las inventó! No valéis más que para cabrear a los hombres ―dijo mi tío, sentándose por fin en el banco. Luego, como si la discusión, por ser habitual en esa casa, no le hubiera afectado, dijo entre dientes, cambiando el tono de voz―: Vamos a ver cómo está el arroz.
Apenas se llevó la comida a la boca, le faltó tiempo para soltar el consabido exabrupto:
―¡«Mecagüen»… el cardenal Cisneros, patrón de los cocineros! ¡Vaya mierda de arroz! ¡Toda la mañana para hacer esta porquería! ―dijo Mariano, levantándose del banco―. ¿Ves por qué voy al bar? ―preguntó a Lucía―. Así, por lo menos vengo bebido, aunque nunca me acueste comido.
―¿Qué me dices de comer y beber? Tonto el haba. No comes porque tienes el estómago llenito de alcohol ―sentenció Lucía, mientras Mariano enfilaba el pasillo con intención de acostarse.
Cuando los tres nos quedamos solos, Lucía, rompió a llorar. Entre los sollozos, oí mil y una quejas: «Así, así desde que nos casamos», «el muy bandido, no para de beber», «le destetaron con vino», «¡las noches que me da!», «si hubiera hecho caso a mi madre…», «nunca he tenido juventud».
Con los restos de arroz ya totalmente a merced de las moscas y Lucía llorando a moco tendido, me di cuenta de que la cara de Jeremías delataba una profunda tristeza. No pronunció palabra durante el rato que su madre lloraba y gemía, pero aprovechó el momento en que ésta se levantó para apagar la lumbre, para indicarme con la cabeza que nos íbamos.
Ya en la calle, anduve tras él como un perrillo, bajo el implacable sol de julio. Mi primo caminaba en silencio, pero con paso firme, seguro de a dónde quería ir. Con las calles desiertas, nadie fue testigo de las convulsas patadas que Jeremías propinaba a cualquier papel o canto que se le ponía por delante. Cuando enfiló la carretera, en dirección a los lavaderos, supe que buscaba el consuelo del arrullo del regato. Apenas rebasamos la iglesia, la pradera todavía no agostada se ofrecía ante nuestra mirada como una madre cálida y acogedora. Cerca de los chopos que la bordeaban, buscando la sombra, nos tendimos en la hierba, panza arriba; al principio en silencio, hasta que, de repente, Jeremías, entre sollozos y sonidos guturales, comenzó a agitar brazos y piernas, girándose sobre sí mismo, en una danza casi epiléptica, mientras se desahogaba de la carga interior que le angustiaba.
―Dios para mí no existe ―decía―, si no, no me hubiera dado unos padres tan pobres y tan mal avenidos. Dios no existe ―repetía―; no hay un solo día en que no discutan. Ni un solo día en que mi padre no venga borracho. Ni un maldito día en que me concedan alguna caricia o se rían de lo que les digo. Nunca estreno nada, nunca tengo un regalo, ni siquiera en mi cumpleaños: esa fecha no existe en el calendario. Me siento triste y desamparado. ¿Cuánto tiempo podré aguantar así?
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Fotografía del autor.

jueves, 16 de abril de 2020


EN EL MADRID DE LOS 60  (II)


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Pecosa, bajita, delgada, de ojos claros, Josefina, era una antigua compañera de mi segunda etapa en la Facultad de Filosofía y Letras, a la que perdí la pista al año siguiente de conocerla, cuando a su padre, un militar de alta graduación, le destinaron al Ministerio de Defensa en la capital de España. Como un desafío, me esforcé en conseguir su número de teléfono para tener, egoístamente, un asidero con el que pudiera combatir la soledad. De apellido poco corriente, y gracias a que aún conservaba una tarjeta que debió ofrecerme en alguna ocasión que no recordaba, no me resultó complicado contactar con ella en Madrid, buscándola en el listín de teléfonos, aunque antes de conseguirlo, hubiera de molestar a dos o tres de sus parientes. Ella, no había olvidado la delgadez de mi rostro, la melena  y la barba de "métèque" con las que trataba de diferenciarme del resto de mis compañeros. Al menos, así me lo confesó mirándome a los ojos, mientras los suyos se nublaban con un perceptible velo de agua. Tierna, afable, tolerante y en cierto modo atractiva, nunca su disposición innata a complacerme despertó en mí un sincero deseo de amarla. Josefina, como las ramas de los árboles del Retiro, se balanceaba a impulsos del viento de mi voz. Siempre que la llamaba, acudía; en los momentos difíciles, me consolaba; tomábamos café, cuando yo se lo proponía y, generalmente, permanecía callada cuando le hablaba de aquello que me urgía, aunque en ese momento su pensamiento, tal vez estuviera lejos de sus intereses. Cuando había terminado de explayarme, asentía y me reconfortaba con acogedoras palabras, dándome la razón.

En nuestros comienzos de mutuo acompañamiento, Josefina, era el lazarillo que me mostraba lo que, a su juicio, era lo más interesante que se podía ver en Madrid. Visitamos todos los Museos que uno pueda imaginarse, todas las Bibliotecas, todos los edificios nobles y numerosas iglesias, algunas hasta tres veces, como la de San Fermín de los Navarros porque, según me confesó, era ideal para contraer allí matrimonio. No obstante, para mí el gran descubrimiento fue conocer el Madrid de los Austrias.  Este sería, a partir de entonces,  el lugar en donde terminábamos casi todos los días, los recorridos didácticos. Por iniciativa mía, nos refugiábamos en alguna de las numerosas tascas de la zona y al amparo de un porrón de clarete y de unos cacahuetes, charlábamos de temas intranscendentes, aunque notara con el transcurso de los días, cómo su asiento se fuera aproximando al mío, tratando de acortar distancias y hacer más intima la conversación. Entonces, para salvar la situación, me llevaba el porrón a la boca mientras le decía: "Por favor, apártate, Josefina, no te vaya a salpicar, que las manchas de vino se quitan muy mal" . La muchacha se separaba de mí con un mohín de desencanto y yo, con el gaznate remojado, suspiraba aliviado.

Al despedirnos, era ella la que posaba sus labios sobre mi cara y me recordaba que no dejara pasar mucho tiempo, antes de llamarla de nuevo; recomendación que no atendía.

Cuando estaban a punto de consumirse mis escasos ahorros, me di cuenta de lo importante que era asegurarse la subsistencia por muy poeta que fueras y antes de que la patrona me diera un aviso de pago, me anuncié como profesor licenciado en Filología Hispánica. Tapias y  farolas de mi barrio dieron fe de mi proclama a la que acudieron dos adolescentes reñidos con el habla de Cervantes. Gracias a ellos, tuve la oportunidad de poder componer poesía sin tener el estómago vacío y también de poder dormir bajo techo aunque la cama gimiera a cada cambio de posición.
                                                                              
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jueves, 9 de abril de 2020


EN EL MADRID DE LOS 60 (I)


En el año en que concluí mis estudios, después de un tórrido verano de piscina y de lecturas poéticas, decidí trasladarme a Madrid. Lo hice, porque quería vivir de cerca el latir de su actividad literaria, relacionándome con gentes de ese mundillo de medio chiflados que somos los poetas y, sobre todo, dispuesto a probarme como tal y triunfar demostrando mi valía. La capital me recibió con unas espectaculares tardes otoñales en la que cabían todos los dorados y ocres que es posible encontrar en la paleta del mejor pintor. Para saborear tanta belleza plástica, recorría a grandes zancadas el trayecto que separaba mi pensión, en el barrio de Argüelles, hasta el Parque del Retiro; sin duda, el lugar más romántico e inspirador de toda la ciudad. Allí, a paso lento, abocetaba un poemario desgarrado y juvenil como mi propia vida. No me cansaba de recorrerlo de un lado al otro, perdido entre la fronda, con la mirada alta, buscando desesperadamente el cielo, que se recortaba entre las hojas moribundas. Veía a las ramas balancearse al compás de una ligera brisa, despidiéndose con sutil delicadeza de aquella naturaleza que planeaba en vuelo mortal, abatida tras haber cumplido su ciclo vital. Al final—filosofaba—, todo llega a término, transformándose en desecho a eliminar. Lo que un día fuera esperanza de verdor primaveral y plenitud de savia, rodaba ahora por el suelo, convertida en ajada decrepitud, para transformarse en humilde mantillo. ¡La vida misma!

Mi angustia existencial se manifestaba íntimamente, meditando estos pensamientos, mientras trataba de aprehender toda la belleza que podía contemplar con la única finalidad de convertirla en poesía; una poesía que habría de conmover al mundo sensible, ese que debía existir en algún lugar de la gran urbe, alejado del materialismo imperante, del ruido enloquecedor del discurrir motorizado y del afán desmedido de algunos por descollar sobre los demás, con la única pretensión de dominarlos.

Josefina me acompañaba en alguna de esas tardes doradas, en las que su presencia aportaba poco a mi espíritu, como no fuera la de su conversación, de dulce dicción y opinión contenida, que expresaba tímidamente su parecer, manteniendo siempre la preocupación de no herir mis sentimientos, pues dejaba entrever una cierta admiración hacia mi pensamiento un tanto bohemio o quizás, vaya usted a saber, sobre el aspecto descuidado de extravagante vestimenta con la que deseaba realzar el romanticismo que me envolvía.
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domingo, 5 de abril de 2020


LA TARDE


Cae la tarde sobre la ciudad vacía.
Concentro la mirada sobre el mundo inanimado,
contemplando todos los objetos
que me han acompañado durante años
y  a los que, no hace mucho tiempo,
apenas dedicaba una mínima atención.

Sobre el búcaro algente del comedor
incide un tardío rayo de sol
de esta primavera nacida entre cristales.
Iridiscente, traduce en sinfonía de colores
el secreto guardado en su apacible quietud.

Suena el teléfono, mientras camino por el pasillo
para no perder musculatura...
Los cuadros me miran agitados y los diplomas me recuerdan
pequeñas batallas ganadas al destino.
Este destino que es hoy interrogante sin respuesta.
De nuevo, la musiquilla del teléfono. Amigos que no te olvidan.
Mientras respondo, reparo en la vela curvada del candelabro;
está algo torcida y trato con mis manos que adquiera su verticalidad,
¡tarea imposible! El paso del tiempo nos afecta a todos.

De repente, algarabía de aplausos y canciones. Son las ocho,
la hora de homenajear a nuestros héroes.
Después, oscuridad y silencio.
Enciendo el flexo para poder leer versos de amor, mis preferidos
para buscar esperanza en lo que me sustenta,
en lo que nunca pasa,
en tanto escucho la novena sinfonía de Mahler ; sus acordes,
siempre me hicieron soñar.

Vencida la tarde, un día más me espera
para poder meditar.

Fotografía de Felisa lázaro Rioja.


jueves, 2 de abril de 2020


Crónicas de mi Periódico                    2 de abril de 2020

UN  NUEVO  ORDEN


Los medios de comunicación no hablan de otra cosa. En realidad, no se puede hablar de algo que no sea la Pandemia. Confinados en casa, sin posibilidad de que haya competiciones deportivas, Conciertos musicales, vida académica y ni siquiera eventos sociales con sus dimes y diretes, la actualidad queda restringida a la difusión de noticias de este temido mal, que amenaza y cumple con destruir vidas, y que presagia un desastre económico de incalculables dimensiones.

Me callo (y no debería) mi opinión sobre el actual Gobierno y los Gobiernos precedentes, porque mis reproches, en este momento, servirían de bien poco, y me voy a limitar a dar mi opinión personal sobre aspectos en los que he estado reflexionando durante este tiempo de confinamiento.

Se está comprobado que colectivos tan denostados como el Ejército y la Sanidad y otros no menos vapuleados como la Educación, la Agricultura y Ganadería, los Transportes, los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado y un largo etcétera, son los que están dando el callo en primera línea y los que están haciendo posible que, ojalá pronto, salgamos de esta penosa situación. Por todo ello me pregunto y les pregunto:

Cuando todo haya pasado, ¿seguiremos opinando que el Ejército es un conjunto de vagos acuartelados a los que hemos de mantener por no hacer nada?, ¿seguiremos permitiendo que los profesionales de Medicina y Enfermería después de acceder a sus respectivas Carreras con notas elevadas y soportar años de estudios y duras oposiciones,  se nos vayan a Reino Unido, Irlanda, Alemania, etc.? , ¿haremos que agricultores y ganaderos ejerzan actividades rentables, abonando precios justos por los productos que generan, evitando así la despoblación? , ¿habrá diferencias sustanciales en el precio de los carburantes entre los que ejercen una actividad productiva y los que no la realizan?,  ¿entenderemos de una vez por todas que Defensa, Sanidad y Educación deben ser servicios centralizados y no al albor de las Autonomías?, ¿comprenderán los Presidentes de estas Autonomías que son meros administradores y no reyezuelos de los territorios que deben gestionar y que consideran como propios?, ¿invertiremos más en investigación y cultura?, ¿seremos capaces de crear un tejido industrial competente para que no tengamos que depender exclusivamente del turismo? Y por último, ¿continuaremos votando a charlatanes y demagogos que no tienen ni conocimientos ni experiencia para presidir grandes urbes u ocupar Ministerios y menos para dirigir una nación?

Un nuevo orden en el que haya una prelación de necesidades, es absolutamente necesario para tener puntos de apoyo consistentes frente a futuras calamidades. Ya se está comprobando que la nación ha vivido al día, capeando las coyunturas de manera precaria, enfrascada en un sinsentido de luchas partidistas tendentes a conseguir el poder, por el poder.

O aprendemos la lección con prontitud, o de lo contrario, viviremos en constante precariedad.

Fotografía de Santos Pintor Galán.