EN EL MADRID DE LOS 60 (IX)
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Afortunadamente,
siempre iba provisto de algunos poemas por si tenía la ocasión de leerlos
públicamente y esta circunstancia acababa de producirse. Un tanto acalorado,
con el orujo haciendo su efecto y acompañado de un ligero temblor de piernas,
acerté a pronunciar:
—Gracias,
señores, por hacerme partícipe de su compañía. Leeré a modo de presentación y
como homenaje a la ciudad que me ha acogido, un breve poema dedicado a Madrid.
Por favor, eviten comparaciones con la canción de Agustín Lara—pronuncié con
media sonrisa, para quitar solemnidad a la declamación.
MADRID
Te
canto, Madrid, porque tu brisa
acaricia
al soñador errante
venido
para plantar en tu asfalto
semillas
de fantasía.
Resuenan
bajo el pálido cielo,
el
ajetreado caminar de afanes
en
miradas que son resplandores
de
tardes azuladas, de dorados recuerdos
de
otros pueblos y ciudades.
En
tu urbe se cobijan
junto
a la carne vencida,
la
tierna suavidad del niño;
quimera
y realidad caminan juntas
por
Plazas y Avenidas
de
un encanto inabarcable que enamora.
En
los castizos recodos de callejas, las corralas
no
han perdido el saber popular de artistas y de reyes
que
quisieron perder o ganar su noche
en las Cavas de La Latina.
Escucho
en la Castellana trinar de pájaros
sacudiendo
las conciencias del viandante incrédulo,
mientras
que en el Retiro cruzan las barcas como naves
hacia
el Nuevo Mundo de la orilla opuesta.
El
Cielo y Madrid son la misma cosa
para
el poeta que escucha en sus fuentes
cantos
de Sirenas, arpegios rumorosos
u
ocultas melodías del Manzanares
tendido
a los pies de la Almudena.
Junto
a la leyenda, el oso y el madroño
se
yerguen como yo, intentando palpar
con
las yemas de los dedos
la belleza que Madrid me ofrece.
Varios ¡Bravo! y un nutrido aplauso de los
asistentes, premió mi actuación. A los pocos segundos, como si se hubieran
puesto de acuerdo, reanudaron el guirigay de sus conversaciones como quien da
paso al segundo Movimiento de una Sinfonía momentáneamente interrumpida y
deduje por su actitud, que más que cautivados por mis versos, los tertulianos
eran personas complacientes y educadas.
Don Gustavo, en un deseo de que mi presentación
dejara en mí un grato recuerdo se apresuró a decirme:
—No has podido tener mejor debut. Se ve que tienes
madera de gran poeta y es de justicia que tu obra sea conocida. Por eso, deseo
ayudarte. Te recomiendo que escojas entre tus poemas aquellos que te parezcan
de mayor calidad y me los hagas llegar. Yo se los entregaré a mi amigo César,
un gran periodista y escritor al que, últimamente, por su delicado estado de
salud no se le ve mucho por aquí, pero que goza de gran influencia en varios
diarios de tirada nacional.
—¿César González Ruano?—Pregunté, curioso.
—El mismo—Afirmó don Gustavo—Pocos de nosotros
tienen tanta influencia como él. Se los podría dejar también a un joven
escritor, Francisco Umbral, pero aún no tengo mucha confianza con él. Con
Camilo José Cela, ni me atrevo, tiene el ego muy subido. El que más confianza
me da es César, sin duda.
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El viento se acerca a Madrid con tus escritos.
ResponderEliminarNada deseo más que su brisa mw acaricie y me inspire.
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