EN EL MADRID DE LOS 60 (XI)
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Venciendo mi orgullo y la recomendación que me
hiciera don Gustavo, una tarde de frío invernal, me presenté en el Café Gijón
y, al no ver a mi mecenas, pregunté por él a uno de los contertulios:
—Buenas tardes, por favor, ¿me podría indicar si se
espera a don Gustavo?
—¡Uy, don Gustavo! Hace por lo menos un mes que no
viene por aquí. En cuanto nota los primeros fríos se refugia en casa y no
regresa hasta mayo. La bronquitis crónica le tiene atemorizado.
—Muchas gracias. Ha sido muy amable—respondí.
Abandoné el local pareciéndome reconocer a alguno de
los asistentes, pero ya fuera el humo de los habanos o el fragor de las
entrecruzadas conversaciones, el caso fue que ninguno de los vociferantes
asistentes hizo señal de percatarse de mi presencia. ¡Porca vita!
Con la derrota dibujada en mi rostro, me consolé
tomando un chocolate con churros en una buñolería de calle de Góngora
¡casualidades de la vida! y desde allí hice un recorrido por el Café "El
Figón" y como le viera falto de ambiente, me introduje en "La
Manuela", una tasca situada en pleno barrio de Chueca. Nada más entrar
tuve la precaución de despojarme de mi flamante abrigo no fuera que tan
elegante indumentaria llamara la atención de los parroquianos, no tan finamente
trajeados como yo. Alrededor de dos meses de madera, en parte socavadas a punta
de navaja y en la que no había sitio material para escribir una sola frase más,
descansaban unos porrones de tinto de los que daban cuenta a espacios regulares
de tiempo, un grupo de ocho "intelectuales" de vestir estrafalario y
modales ordinarios. Entre sus exabruptos, maldecían a todo aquello que hiciera
mención al franquismo e incluso al sentarme con ellos me dijeron: "Pareces
muy recortadín, ¿No serás facha?" . No me quedó más remedio que soltar un
taco y mostrar mi carnet de afiliado a las Juventudes Comunistas que conservaba
de mi época revolucionaria. Con la confianza ganada, asistí al lamentable espectáculo
de tener que escuchar malísimos poemas, carentes, según mi punto de vista, de
calidad literaria, gusto estético e
ingenio creativo que eran largamente aplaudidos a su término. El que yo recité,
fue acogido con tímidos aplausos lo que demostró bien a las claras que
pertenecíamos a concepciones expresivas muy diferentes.
Como pude, me zafé de seguir en su compañía,
prometiendo que regresaría pronto. Supongo que nadie me echaría de menos en
días posteriores Por mi parte, sabía que no
volvería jamás a ese antro. El frío de la tarde-noche me ayudó a
olvidarme de esa pandilla de pseudointelectuales de escasa capacidad
imaginativa y elevada adicción a trasegar vino de la peor calidad.
Aceptado mi fracaso en esta primera incursión por el
idealizado mundo del Madrid literario, decidí regresar a mi ciudad cuando la
gran urbe se vestía con las primera luces navideñas.
En una breve misiva comuniqué la fecha y hora de mi
regreso y, aunque comenté que no hacía falta que fueran a esperarme, en la
estación Campo Grande, mi madre y Margarita se encontraban en el andén vestidas
con sus mejores galas como si fueran a recibir al ganador de los Juegos
Florales de Madrid.
Apenas descendí del expreso Madrid-Irún, ya mi madre
me asaetaba con toda serie de preguntas sobre mis amistades y publicaciones.
—Dinos, Álvaro, ¿con qué personajes de la burguesía
madrileña has hecho amistad? ¿Has traído recortes de tus publicaciones? ¡Hasta
tu padre se sintió emocionado al comentarle tus éxitos!
No deseando que se supiera la verdad de lo ocurrido,
opté por una salida que no arruinara mi porvenir poético si a mi madre le diera
por difundir la noticia y se llegara a saber la verdad de mi infructuosa
estancia en Madrid.
—Mira, mamá; creo que a mis amistades no les haría
ninguna gracia que su nombre se airee en tertulias provincianas. Por otra
parte, no deseo que mis publicaciones en diarios de tirada nacional sean
conocidas. Eso traería como consecuencia, celos en la profesión y, aunque tus
amistades te felicitarían en un primer momento, me cerrarían las puertas a
futuros Certámenes poéticos. Es mejor dejarles con la duda y así evitarles el
sofoco de pensar que algunos de sus parientes o amigos no han alcanzado la
cúspide a la que yo he llegado.
Tanto mi madre como mi hermana no comprendieron del
todo las razones que les di, pero las aceptaron creyendo que habían escuchado a
un modelo de humildad.
Cerca de la Plaza de España, con ambas mujeres
asiéndome fuertemente de los brazos como si estuvieran custodiando a un prócer
de la las Letras Hispanas, mi madre dijo en tono de plegaria: "Virgen de
las Angustias, te pedí que ayudaras y cuidaras de mi hijo, pero además de eso,
me lo has transformado en un hombre cabal y humilde. ¡Bendita seas!"
No había que ser adivino para imaginar que aquella
misma tarde, la imagen de la Virgen de las Angustias luciría alumbrada con un
enorme velón que mi madre se encargaría de colocar en el lampadario.
FIN de " EN EL MADRID DE LOS 60"
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