domingo, 21 de junio de 2020


EN EL MADRID DE LOS 60 (XI)


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Venciendo mi orgullo y la recomendación que me hiciera don Gustavo, una tarde de frío invernal, me presenté en el Café Gijón y, al no ver a mi mecenas, pregunté por él a uno de los contertulios:

—Buenas tardes, por favor, ¿me podría indicar si se espera a don Gustavo?

—¡Uy, don Gustavo! Hace por lo menos un mes que no viene por aquí. En cuanto nota los primeros fríos se refugia en casa y no regresa hasta mayo. La bronquitis crónica le tiene atemorizado.

—Muchas gracias. Ha sido muy amable—respondí.

Abandoné el local pareciéndome reconocer a alguno de los asistentes, pero ya fuera el humo de los habanos o el fragor de las entrecruzadas conversaciones, el caso fue que ninguno de los vociferantes asistentes hizo señal de percatarse de mi presencia. ¡Porca vita!

Con la derrota dibujada en mi rostro, me consolé tomando un chocolate con churros en una buñolería de calle de Góngora ¡casualidades de la vida! y desde allí hice un recorrido por el Café "El Figón" y como le viera falto de ambiente, me introduje en "La Manuela", una tasca situada en pleno barrio de Chueca. Nada más entrar tuve la precaución de despojarme de mi flamante abrigo no fuera que tan elegante indumentaria llamara la atención de los parroquianos, no tan finamente trajeados como yo. Alrededor de dos meses de madera, en parte socavadas a punta de navaja y en la que no había sitio material para escribir una sola frase más, descansaban unos porrones de tinto de los que daban cuenta a espacios regulares de tiempo, un grupo de ocho "intelectuales" de vestir estrafalario y modales ordinarios. Entre sus exabruptos, maldecían a todo aquello que hiciera mención al franquismo e incluso al sentarme con ellos me dijeron: "Pareces muy recortadín, ¿No serás facha?" . No me quedó más remedio que soltar un taco y mostrar mi carnet de afiliado a las Juventudes Comunistas que conservaba de mi época revolucionaria. Con la confianza ganada, asistí al lamentable espectáculo de tener que escuchar malísimos poemas, carentes, según mi punto de vista, de calidad literaria, gusto estético  e ingenio creativo que eran largamente aplaudidos a su término. El que yo recité, fue acogido con tímidos aplausos lo que demostró bien a las claras que pertenecíamos a concepciones expresivas muy diferentes.

Como pude, me zafé de seguir en su compañía, prometiendo que regresaría pronto. Supongo que nadie me echaría de menos en días posteriores Por mi parte, sabía que no  volvería jamás a ese antro. El frío de la tarde-noche me ayudó a olvidarme de esa pandilla de pseudointelectuales de escasa capacidad imaginativa y elevada adicción a trasegar vino de la peor calidad.

Aceptado mi fracaso en esta primera incursión por el idealizado mundo del Madrid literario, decidí regresar a mi ciudad cuando la gran urbe se vestía con las primera luces navideñas.

En una breve misiva comuniqué la fecha y hora de mi regreso y, aunque comenté que no hacía falta que fueran a esperarme, en la estación Campo Grande, mi madre y Margarita se encontraban en el andén vestidas con sus mejores galas como si fueran a recibir al ganador de los Juegos Florales de Madrid.

Apenas descendí del expreso Madrid-Irún, ya mi madre me asaetaba con toda serie de preguntas sobre mis amistades y publicaciones.

—Dinos, Álvaro, ¿con qué personajes de la burguesía madrileña has hecho amistad? ¿Has traído recortes de tus publicaciones? ¡Hasta tu padre se sintió emocionado al comentarle tus éxitos!

No deseando que se supiera la verdad de lo ocurrido, opté por una salida que no arruinara mi porvenir poético si a mi madre le diera por difundir la noticia y se llegara a saber la verdad de mi infructuosa estancia en Madrid.

—Mira, mamá; creo que a mis amistades no les haría ninguna gracia que su nombre se airee en tertulias provincianas. Por otra parte, no deseo que mis publicaciones en diarios de tirada nacional sean conocidas. Eso traería como consecuencia, celos en la profesión y, aunque tus amistades te felicitarían en un primer momento, me cerrarían las puertas a futuros Certámenes poéticos. Es mejor dejarles con la duda y así evitarles el sofoco de pensar que algunos de sus parientes o amigos no han alcanzado la cúspide a la que yo he llegado.

Tanto mi madre como mi hermana no comprendieron del todo las razones que les di, pero las aceptaron creyendo que habían escuchado a un modelo de humildad.

Cerca de la Plaza de España, con ambas mujeres asiéndome fuertemente de los brazos como si estuvieran custodiando a un prócer de la las Letras Hispanas, mi madre dijo en tono de plegaria: "Virgen de las Angustias, te pedí que ayudaras y cuidaras de mi hijo, pero además de eso, me lo has transformado en un hombre cabal y humilde. ¡Bendita seas!"

No había que ser adivino para imaginar que aquella misma tarde, la imagen de la Virgen de las Angustias luciría alumbrada con un enorme velón que mi madre se encargaría de colocar en el lampadario.  
                                     
FIN de " EN EL MADRID DE LOS 60"

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