PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI
PRIMO JEREMÍAS" (69)
CAPÍTULO IV
Conociendo
el pueblo
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Cuando entré en la casa del
abuelo, encontré a mis progenitores con semblantes bien dispares. Mi padre, en pijama,
exteriorizaba con su peculiar gimnasia, el momento feliz que le embargaba. Sus
estiramientos, sus contorsiones y sus paseos por la acera del jardín, eran la
prueba evidente de que Cosme, el de la
mueva no se mesa, había arreglado la cerradura y por ello, con total
intimidad se había entregado «al merecido descanso de la siesta» en compañía de
mi sufrida madre.
Cuando iba a la cocina para
prepararme un bocadillo, a través de la entreabierta puerta del lavabo pude ver
a mi madre peinándose ante el espejo. Tras picar en la puerta, le dije:
―Mamá, ya estoy aquí.
―¿Lo has pasado bien?
―respondió, volviendo la cara.
―Bien…bien… ―dije, para no
disgustarla, y comprobé la tristeza que embargaba sus ojos, en una cara
totalmente encendida.
Después de peinarse y disimular
convenientemente con maquillaje la rojez del rostro, preguntó a Petra:
―¿Cuándo confiesa don Matías?
―A estas horas ―contestó,
diligente, Petra― siempre está en la iglesia, ensayando con el coro o reunido
con las Hijas de María; pero a don Matías no le importará que se le interrumpa
si es menester. ―Y añadió, dando ánimos―: ¡Vaya señorita! ¡Vaya! Que con lo
buena que es usted, la avía en un minuto.
―Gracias, Petra. En mi
ausencia, después de atender al señorito, puedes ir haciendo la cena.
Ya en el zaguán, mientras se
colocaba el velo, preguntó a Margarita:
―¿Quieres acompañarme? Necesito
ir a la iglesia para ponerme a bien con el Señor. Si decides venir, coge la
rebeca de manga larga y no te olvides del velo.
Asomado a la ventana, las vi alejarse.
También observé, pelando patatas a la puerta de su casa, a Rosario, la
Peineta ,
diciendo para sí:
―Es temerosa, la calor que ha
hecho hoy.
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