jueves, 2 de julio de 2020



PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA" (69)

CAPÍTULO X
La Ambición

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En realidad, mi padre, no pretendía tanto la amistad con unos amigos, a los que tendría que soportar y pulir, como que Margarita, al contactar con Cuco y Nino, olvidara a Nacho, aunque de éste asunto no hablara explícitamente. No obstante, sorpresivamente, nos anunció que deseaba invitar a comer en nuestra casa a “los sorianos” y a sus hijos a fin de que les conociéramos más a fondo y de que la conversación tuviera un aire más culto.

―En cualquier caso ―anunció, mi padre―, lo haremos de manera sencilla, para que no se encuentren abochornados. Nada de vajillas espectaculares ni de cristalerías de Murano. Quiero que vean en esta casa un ambiente familiar y acogedor, alejado de ostentaciones; por lo que, durante su visita, tanto tata Lola como Petra, deberán permanecer en la cocina. Margarita y Álvaro serán los encargados de servir la comida y de atender a nuestros huéspedes.

Tanto a mi hermana como a mí nos temblaban las piernas cuando, en un caluroso domingo de mayo, nos vimos en la necesidad de transportar las soperas y las bebidas desde la cocina hasta la mesa, donde nuestros nuevos amigos fueron agasajados. Nunca habíamos ejercido de camareros, aunque nuestra impericia pasó inadvertida por los comensales que, sin ningún recato, asiendo la cuchara de manera improcedente, dieron buena cuenta del primer plato: patatas con costilla de cerdo.

Doña Tasina, que acumulaba en sus dedos todos los anillos del mundo, llevaba su cabeza al plato cada vez que se alimentaba, y no al revés, según rezan los manuales de educación y buenas costumbres. En postura tan forzada, el sombrero de plumas de ganso, del que no se había despojado, rozaba los perniles del lechón, que situado ante ella en la correspondiente cazuela de barro, esperaba pacientemente a ser descuartizado. Tanto don Augusto como sus hijos, Cuco y Nino, saciaron su apetito con la misma rapidez que su esposa y madre, sin apenas intercambiar palabra. La sed que les provocaba el asado la apagaban vaciando continuamente las copas de un rosado cigaleño que mi padre aportaba para la ocasión. Tras consumir de postre la especialidad de la casa, es decir, el flan que con tanto esmero preparaba Petra, doña Tasina se deshizo del sombrero. Transformada su cara en una enorme cereza granate rebosante de calorías, pidió permiso para deslizar las medias hasta los tobillos. De esa guisa, con las ligas y medias en las canillas y repanchingada en el sofá, sorbió el café sin añadirle azúcar, pues, según ella, estaba haciendo régimen de adelgazamiento. Don Augusto se desinhibió completamente, animado por el moscatel, y solicitó tomar una copa de coñac, “para no perder la costumbre”.

―No hay mejores momentos en la vida ―afirmó― que los que se disfrutan en familia o en compañía de unos buenos amigos después de una excelente comida. Eso y una partidita de mus, es el complemento ideal de una jornada feliz. ¿No tendrá usted una barajita para pasar el rato en tanto me fumo una faria? ―preguntó.

Mi padre, haciendo de tripas corazón, pidió a Petra la baraja con la que hacía solitarios, y no tuvo más remedio que emparejarse con don Augusto para enfrentarse, durante más de una hora, a los dos vástagos, mucho más expertos que los mayores en el arte de cantar “pares” y “nones”.
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