PARÍS. OH, LÀ LÀ! (6)
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Localizar a Jeremías no fue
tarea fácil. Ni siquiera sus padres disponían de su número telefónico.
"Nos llama de vez en cuando a la Centralita de la Plaza y le escuchamos tan mal, que le hemos dicho que más
vale que se guarde el dinero y venga a vernos para la Fiesta. Hemos creído
entender que se encuentra bien"— fue la contestación de mi tía Lucía. Por
fin, y gracias a su amigo "El Chimenea", pude hablar con él. Una voz
juvenil, pareció alegrarse con la llamada y
me respondió al otro lado del hilo telefónico proporcionándome la
dirección a la que tendría que dirigirme para encontrar su lugar de
pernoctación. "Vivo bastante alejado de la Estación y darte el modo de
llegar aquí en Metro y bus, sería muy complicado. Más vale que cojas un taxi,
que tú bien puedes"—concluyó, creyendo que nadaba en la abundancia.
El día en que abandoné mi
hogar, no quise que me acompañara nadie a la estación. Era una tarde invernal
en la que el expreso Madrid- Hendaya- Paris llegaría sobre las diez de la noche
a la estación Campo Grande. Al despedirme, besé a tata Lola, estreché la mano
de Gabriela, me fundí en un abrazo con Margarita, rocé la mejilla de mi padre,
que siguió leyendo el periódico como si la cosa no fuera con él, y, en el
descansillo, junto con un abrazo elevé a mi madre para que sus lágrimas
empaparan mi rostro. "Cuídate, corazón", fueron sus palabras, entre
sollozos. Al embocar la calle Gamazo, una densa niebla me impedía ver más allá
de tres o cuatro metros y eso me producía una sensación de soledad y tristeza
infinita. Con mi preocupación y mi maleta a cuestas, en la Plaza de Colón, al
introducir la mano en el bolsillo del abrigo noté el tacto de un billete de mil
pesetas. Se trataba de un complemento amoroso de mi madre que se añadía a la
generosa cantidad de dinero con la que me había provisto en casa.
Un viaje agotador en el que no
pegué ojo y un dolor de costillas magulladas, se vio recompensado por el tibio
sol parisino que me saludó tan pronto puse mi pie y mis ilusiones en la Gare de Lyon.
A medida que un taxi me
conducía a casa de Jeremías, pude apreciar la degradación de viviendas y
ambientes. Mi primo vivía en una zona bastante alejada del Centro y gracias a
que, según su indicación, la llave reposaba oculta bajo el felpudo, pude entrar
en su domicilio. Repuse fuerzas con bocadillos sobrantes del viaje y me quedé
profundamente dormido, apenas me recosté en un sofá. La voz de Jeremías me
despertó con un amable:
—Mon gars, ça va? —Dándome prueba evidente de sus conocimientos en
el idioma galo.
—Estoy cansado pero
bien—respondí, medio dormido.
Hacía muchos años que no había
visto a Jeremías y le encontré muy cambiado. Con más de treinta años cumplidos
y sin que su piel hubiera renegado del tono cetrino de antaño, había estilizado
la figura conservando una delgadez que le confería un aspecto atractivo. Se le
notaba desenvuelto, con ademanes más refinados que los que recordaba y sobre
todo, hablaba distendidamente, manteniendo una continua sonrisa en el rostro.
—Así que has venido con la
intención de hacerte famoso en París—comenzó diciendo—. No te resultará fácil
pero puedes conseguirlo. Hace catorce años que llegué a esta ciudad y al
principio todo fueron calamidades. Empecé de pinche en una brasserie, después en otra, hasta que no hace mucho, al hablar
francés con cierta fluidez, he conseguido el puesto de camarero en un conocido restaurant. Eso ha hecho posible que
pueda costearme el precio de este cuchitril. Ahora tengo acceso a propinas y
espero, si todo va como pienso, establecerme por mi cuenta y seguir
progresando.
—Ya veo que tu idea de convertirte
en el amo de París, no se te ha ido de la cabeza.
—Ya descubrirás, primo, que el
dinero lo es todo. ¿Te acuerdas qué desprecios sufría en el pueblo por ser hijo
del “Mecagüen”? ¿Y de los desplantes que me daba Rosita la de la Nicanora?—Se
sonrió abiertamente—. Ahora, aquí nadie conoce a mi progenitor y no me faltan
mujeres. Este fin de semana vendrá de invitada
Florence y puedes creerme que no es la primera que ha visitado este
hospedaje.
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