domingo, 25 de julio de 2021

 



PASAJES DE”CÉCILE. AMORÍOS Y  MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA (80)

CAPÍTULO XI

La Tertulia

 

 

 

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En vano intentó mi madre convencerla de que, a su edad, entre nosotros era en donde mejor se encontraría, sobre todo ahora que había conocido las comodidades de vivir en la ciudad.

―Gracias, doña Consuelo ―respondió―. Ya sé que aquí soy querida, pero hasta mi cuarto llega la bulla de la ciudad y el ruido que hacen los demonios de los coches, y para ir a la compra tengo que caminar pegada a la pared, pisando cemento si no quiero que esos cacharros me preparen una avería. En el pueblo, vas a comprar en ca el Melquiades y “todo el pueblo es mío”; me paro a parlar con las vecinas, me entero de lo que dijon las otras y me da tiempo hasta para que me se cuezan las patatas.

La ausencia de Petra fue sentida por todos, en especial por tata Lola, que la tenía como confidente y amiga y que reía con frecuencia las ocurrencias de la cubitana. Sin embargo, mi padre no se ahorró su comentario por la inesperada marcha de la mujer:

―¿Os dais cuenta de la forma con que responden muchos de los que reciben nuestro favor? ¡Qué ignorante es la gente que desprecia el calor y las comodidades de una casa de la capital y se va a vivir a su terruño! ¡Habrá que ver qué come y cómo viste esta desgraciada en el pueblo! Ya lo dice el refrán: “A un burro le hacían obispo y lloraba”, o aquel otro: “No se hizo la miel para la boca del asno”.

Mi madre, por lo general, acataba como última palabra la que decía su marido, pero esta vez, se atrevió a replicarle:

―Por favor, Álvaro, deja que cada uno sea feliz a su manera.

Y me miró.

Pero él tuvo que poner, como siempre, el punto y final.

―¡Ya no se respeta mi opinión! Esta casa se parece cada vez más a la casa del Tócame Roque en la que cada uno va y viene cuando le da la gana. Soy demasiado contemporizador y ¡así nos va! Como no me imponga a tiempo, esta casa y sus principios se irán al garete. ¡Se está perdiendo el respeto a la autoridad paterna! Y de eso, Consuelo, tienes mucha culpa ―dijo, dirigiéndose a mi madre, mientras abandonaba el salón, seguramente para no tener que oír los sollozos de su esposa.

Con la marcha de Petra vinieron a mi mente una gran cantidad de recuerdos evocadores de mi niñez: la casa y la bondadosa mirada del abuelo Tino, siempre sonriente, hasta que la enfermedad hizo presa en él; las correrías con mi primo Jeremías, empeñado en enseñarme la manera de tratar a las chicas; el olor penetrante de los jarales en los cálidos atardeceres de agosto y el modo sencillo con que las gentes solicitaban a mis padres permiso para llevarme montado en burro hasta la era en la que realizaban las tareas del verano. Y también recordé mis ímprobos esfuerzos para que Petra viniera a vivir con nosotros, que hoy comprobaba habían resultado baldíos, porque la naturaleza imprime a cada uno unos esquemas en los que, piensa, encontrará la felicidad. Petra imaginaba la felicidad consumiendo el resto de su vida en el pueblo, entre los suyos, con la misma intensidad con la que yo cifraba en el binomio Cécile-poesía la dicha suprema.

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