PASAJES DE "CÉCILE. AMORIOS Y MELANCOLÍA DE UN JOVEN
POETA" (89)
CAPÍTULO XII
La Tolerancia
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Pocos días después, Daniel, me llamó por teléfono, comunicándome con voz
trémula que había llegado el momento de anunciar a su familia su pronta marcha
al noviciado de los jesuitas. Me rogó que estuviera en su casa a media tarde.
“Tu presencia ―me dijo― me resulta absolutamente necesaria para sentirme
arropado por mi mejor amigo”.
En el hogar de los Casarell-Dupont reinaba aquella tarde un ambiente muy
cordial. Toda la familia se encontraba reunida en el salón, a petición de
Daniel. Los rayos del sol, filtrándose a través de las cortinas, contribuían a
crear una atmósfera relajada y tranquila que se vio alterada tan pronto hube llegado.
Sin apenas darme tiempo para saludar a los asistentes, Daniel se dirigió
precipitadamente al bureau y colocó sobre el plato giratorio un vinilo elegido
de antemano. Los sones anunciadores del Preludio del “Te Deum” de Charpentier
sirvieron de fondo musical para que Daniel, con voz temblorosa, notificara su
gran secreto, entonado con aires de proclama.
―Familia: os he reunido para comunicaros que dentro de una semana
marcharé a Villagarcía de Campos, a comenzar el noviciado: he decidido ser
jesuita.
Seguramente, Daniel tenía preparada una comunicación de mayor extensión
pero, emocionado, se dejó caer en el sofá a la espera de notar el impacto que
sus palabras habían producido.
Charlotte y Cécile se miraron un tanto petrificadas en tanto que don
Alfredo, enmudecido, palidecía. Madame Stéphanie fue la primera en comenzar a
hablar, después de ocultar un tiempo el rostro entre sus manos.
―Pero, hijo, ¿cómo no nos has dicho nada hasta ahora? Yo sí que pensaba
que pasabas mucho tiempo en el Colegio con el Padre Oquendo, pero no podía
imaginar una decisión tan drástica.
―No he querido decir nada hasta no estar bien seguro del paso que iba a
dar. Tan sólo Álvaro era conocedor de mis intenciones.
Sentí por un momento sobre mí
el impacto de las miradas de toda la familia. Me fijé sobre todo en Cécile, que
parecía interrogarme desde la profundidad de sus ojos, que en esta ocasión
habían mudado su habitual color azul cielo por otro de tonalidad más acerada.
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