PASAJES DE "CÉCILE.
AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA" (53)
CAPÍTULO VII
La sanación

Tenía razón. Me había pillado en mi particular
universo y, aunque hacía propósito de retomar la explicación, de nuevo, las
musarañas, o mejor, una musarañita delicada y dulce llamada Cécile, aparecía
ante mí ocupando con sus ojos todo el encerado, sin percatarme de que el
jesuita se encontraba ahora cerca del luminoso ventanal, desde el que una voz
con puntero amenazante me volvía a sacar de mi estado contemplativo:
―¡Por el Amor de Dios, Álvaro! ¿Quiere usted
atender, de una vez?
Las risas de mis compañeros y un: “está
enamorado”, nítidamente emitido por algún “gracioso”, me advirtieron de que no
todos mis condiscípulos eran igual de prudentes que Daniel. Seguramente, mi
cuaderno de clase, en el que aparecía escrito, en todos los estilos
caligráficos, tamaños y colores posibles, el nombre de Cécile, había pasado de
mano en mano. La noticia de mi “enamoramiento” corrió como la pólvora,
propagándose rápidamente en mi Colegio, hasta alcanzar el cercano de las
Carmelitas y llegar al poco tiempo al de las Teresianas, donde estudiaba
Cécile.
Daniel, molesto porque en clase le llamaran “el
cuñado” cuando le veían junto a mí, me advirtió:
―Debes ser más discreto. A mí no me importa que me
llamen “cuñado”, pero piensa en mi hermana. No quiero que Cécile esté en boca
de nadie. A partir de ahora procuraremos no pasar tanto tiempo juntos.
Esta conversación supuso para mí un duro revés.
Pensar en el alejamiento del único amigo en que podía confiar, me angustiaba;
pero mucho más me importaba que su decisión espaciara las ocasiones en que
podía ver a Cécile.
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