sábado, 13 de septiembre de 2014

PASAJES DE “CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS…”  (3)


CAPÍTULO I
La Ostentación

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El primer año, nuestra incursión en tierras guipuzcoanas, resultó un tanto aburrida. Además del clima, que como se ha dicho, nos impedía bañarnos a diario, por la tarde salíamos toda la familia de paseo, perfectamente arreglados; regresábamos a nuestro hospedaje dos horas después, sin que hubiéramos intercambiado palabra alguna con las gentes del lugar, y eso que mi padre recurría al socorrido ademán de desombrerarse cuando nos cruzábamos con familias con las que intuía podíamos, por edad y prole, congeniar. Éstas, aunque extrañadas, solían corresponder al saludo, lo que hacía pronunciar a mi padre repetidamente, frases con las que se auto estimulaba: “He aquí una posible familia de amigos. ¡Ya vamos haciendo amistades!” Pero lo cierto era que las únicas personas con las que entablábamos conversación, eran las que conocíamos a través de don Clemente y de su esposa doña Rufina, cuando coincidíamos en nuestros paseos vespertinos.
―No te preocupes, Álvaro ―afirmaba don Clemente―; acabaréis por conocer gente. Lo mismo nos ocurrió a nosotros al principio. Los vascos, en un primer momento, son reservones y desconfiados, pero una vez que empatizas con su forma de pensar, puedes tener la seguridad de que tienes amigos para toda la vida.
Con esta premisa asumida, mi padre callaba y otorgaba, yéndose de su cabeza la idea de buscar nuevo acomodo en otra población costera.
La constancia en la espera empezó a dar sus frutos a partir del segundo año, cuando coincidimos en la terraza de una céntrica cafetería con una familia de la localidad, inmejorablemente ataviada. Tinín, tan inquieto como siempre, no controló el balón con el que jugaba y manchó levemente el impoluto vestido de una niña rubia y desgalichada, que rompió a llorar asustada por el impacto. A mi padre le faltó tiempo, para dar un buen pescozón al travieso Tinín y, tras ofrecer sus excusas a los padres de la niña, se presentó con la solemnidad de la que siempre hacía gala:
―Les ruego que perdonen el ímpetu de mi hijo pequeño. En cuanto a la mancha del vestido, me hago cargo del coste que pueda suponer su limpieza en la tintorería.
―No tiene por qué disculparse ―contestó educadamente el padre de familia―; estas trastadas son propias de la poca edad.
Estas escuetas palabras fueron más que un discurso para mi padre, tal era la sequía de amistades que padecíamos, de manera que, dando paso a su natural locuacidad, pasó de forma vertiginosa el sombrero de la cabeza a su mano izquierda, inclinando el cuerpo, a la vez que ofrecía la derecha a sus vecinos de mesa.
―Permítannos presentarnos: Mi esposa: doña Consuelo, mis hijos: Margarita, Álvaro y Tinín ―dijo, señalándonos― y un servidor de ustedes don Álvaro González Hontañera, notario del Ilustre Colegio de Valladolid.

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