PARÍS. OH, LÀ LÀ! (3)
Una virtud que conservaba desde la infancia era la
de resurgir de mis cenizas y caminar en busca de nuevos caminos, cuando los que
pisaba se cerraban. Aquella mañana, víspera de Nochebuena, me dirigí al
domicilio de don Julián buscando alguno de sus sabios consejos. A él acudía en
los momentos difíciles y de él me olvidada cuando mi estrella lucía. Este
egoísmo, propio de juventud, era un defecto
que figuraba en mi agenda como tarea a superar, pero hasta el momento, sin éxito.
El crujido de las escaleras quejándose por la fuerza
de mis pisadas, fue una constatación del paso del tiempo que avanza inexorable
envejeciéndolo todo y una premonición del estado en que me encontraría a mi
mejor maestro.
—Pasa, hijo, pasa—fueron las dulces palabras de doña
Rosario tras franquearme la puerta. Quizás tengas que esperar un poco, mi
marido aún no se ha levantado.
Una voz anciana y maltratada por el tabaco se oyó
desde la habitación del fondo.
—Rosario; ¿quién ha venido?
—Es Álvaro, nuestro joven poeta.
—Entonces, que pase—respondió una voz, entre
tosidos.
Sentado en la cama matrimonial, con la bata sobre
los hombres, un libro en las manos y el inseparable puro en la boca, don Julián
se esforzaba por seguir viviendo en una atmósfera que reclamaba una pronta y
total aireación. Como si doña Rosario hubiera adivinado mis pensamientos,
mientras atusaba el pelo de su marido y arreglaba el embozo de la sábana,
confesó abiertamente:
—¿Crees tú que esta atmósfera es buena para sus
bronquios? Por más que ventilo la habitación, el maldito puro enrarece el
ambiente y acabará por asfixiarle, eso si antes no incendia la ropa de cama y
morimos abrasados.
—Calla, Rosario—dijo el profesor en un tono
paternal—. Déjanos solos y pon un café a nuestro poeta favorito.
—No es necesario, doña Rosario. Ya es mediodía y no
suelo tomar nada a estas horas.
Cuando la mujer nos dejó a solas, don Julián me miró
por encima de las lentes y en un tono que intentaba sentirse molesto, empezó la
conversación diciéndome:
—Hace tiempo que no sé de ti. Debes venir a verme
con frecuencia, de lo contrario, es posible que un día no me encuentres vivo.
Los malditos bronquios me impiden respirar y ya me veo obligado a dormir
sentado.
—Tiene razón, don Julián, unas veces por unas cosas
y en la mayoría porque soy un egoísta, lo voy dejando y...
—Bueno, no te preocupes, muchacho. A tu edad es
lógico que inviertas el tiempo en cosas más productivas que en visitar a un
viejo.
Un golpe de tos interrumpió la conversación durante
unos minutos. Cuando pareció reponerse, pañuelo en mano, pude escucharle decir:
—¿Cómo van tus proyectos poéticos?
—Simplemente, van. Acabo de llegar de Madrid en
donde he pasado los últimos cuatro meses intentando conocer a poetas y también
tratando dar a conocer mi poesía.
Omitiendo los pasajes más duros de mi estancia en
Madrid, le puse al corriente de mi incursión literaria en un terreno hostil.
Don Julián me escuchó con atención y cuando terminé de hablar, me dio su
opinión sobre lo sucedido, basándose, creo yo, en sus propia experiencia.
—En este país—comenzó diciendo—únicamente apreciamos
aquello que viene avalado por alguna entidad extranjera. A mí no me llegó la
fama hasta que no conseguí que me publicaran en el prestigioso "Le Monde". Por aquel entonces, mis
conocimientos del francés no eran muy convincentes que digamos, pero con la
ayuda inestimable de Rosario, los poemas causaron sensación. De regreso a
España, fue todo coser y cantar porque, antes como ahora, los cargos políticos
no suelen tener mucha idea sobre la materia que dirigen.
—¿Me está sugiriendo que vaya a Francia?—inquirí
inquieto.
—Para mí es imprescindible dar ese paso.
—Pero no tengo conocimientos del idioma.
—Álvaro, te conozco y creo que eres un hombre con
recursos. Además en París me dijiste una vez que se había colocado tu primo
Jeremías. Ya cuentas con alguien conocido. Él te presentará amistades y, poco a
poco, te irás adentrando en los ambientes literarios parisinos.
Me quedé pensando qué me podría suceder si de mi
experiencia en tierras galas obtenía el mismo resultado que en las madrileñas.
Don Julián pareció adivinarme el pensamiento y exclamó:
—¡Ánimo, Álvaro! El mundo es de los atrevidos.
"El que no se arriesga no cruza el río"—, Dijo, terminando el refrán
con un interminable tosido.
—Lo pensaré, maestro, pero, suponiendo que tenga
éxito ¿lo lograré también en mi ciudad?
—A ver cómo te explico. Los éxitos allende las
fronteras son el principal aval, después resulta imprescindible contactar con
los que mueven los hilos culturales de la ciudad. En eso juegas con ventaja
pues perteneces a la alta burguesía. Ya sabemos que las Premios y
Galardones se suelen repartir entre
quienes los promueven: "Ahora te toca a ti, ahora me corresponde a
mí". Así, desgraciadamente, funcionamos. Los méritos radican en los
apellidos y no en bondad de los escritos.
Notaba que el esfuerzo que había realizado don
Julián al hablar le estaba pasando factura y ya más que un diálogo, la
conversación se había convertido en un concierto de toses y carraspeos en los
que anciano era el único solista.
Doña Rosario acudió solícita con una limonada
esperando calmar la tos de su marido. Comprendí que era una invitación sutil
para que concluyera mi visita.
—Pensaré en todo lo que me ha dicho, don Julián, y
ya tendrá noticias mías.
—No te demores mucho o no me verás con vida—Pude
entender entre tosidos.
Aquellas palabras tenían todas las probabilidades de
que su triste augurio, no tardaría en cumplirse.