jueves, 30 de julio de 2020



VERANO

Zumban a un tiempo
abejas y avispas
en la copa de los árboles
blanquecinos de flores.
Pían a lo lejos dos gorriones,
resguardados en la sombra que da vida.
Hierve estremecido el asfalto
en el año en que no emigraron las cigüeñas.
Noto el ardor de la tierra reseca
y me apena contemplar la sed de los arbustos
y el agua avara de la acequia.
¿Qué tendrá el verano en la meseta?
Fiebre del trigo hecho y de centeno
que te encierra en la cárcel de tu casa,
hasta que cante el grillo
y se pueblen los cielos de luceros.

Entonces , creeré que gira el orbe
que ahora está parado con el sol en el cenit
y el espasmo en el cerebro, desolado
por no pensar más que en la frescura
del tiempo pasado, que ya no es nada.

¿Qué fue del verano en nuestras vidas?
Pasión encendida, abrasadora,
sofoco en las tardes de siesta,
deseo inacabado, siempre a la espera
del porvenir que nos daría más frutos,
después de habernos saciado
con los mil maduros dones
de cada huidiza primavera.

Y mientras pienso que todo pudo ser mejor,
la impertinente mosca me recuerda
que un día soñé con este calor,
cuando me perdí una tarde en el monte,
despistado por la niebla.

Fotografía del autor.

domingo, 26 de julio de 2020


PARÍS. OH, LÀ LÀ!  (5)





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Después de aquel pasaje, tardó unos días en volver a aparecer por mi cuarto, quizás porque esperaba la ocasión propicia en que tata Lola había bajado a hacer unos recados y nos encontrábamos en casa los dos solos. Con la sonrisa dibujada en su rostro y sin recatarse en el tono de voz me saludó:

—!Alli puncha! Buenos días, he querido decir. ¿Cómo se encuentra, señorito?

—Por ahora bien—dije a la espera de acontecimientos.

—¿Le hago una confesión?

Tú dirás—contesté.

—Hace unos días, aprovechando que usted había salido, tuve el atrevimiento de leer sus poemas.

—¿Y?

—Me parecieron maravillosos. Desconozco a quien iban dirigidos, pero envidio s esa mujer,

—No es imprescindible que un poema de amor tenga que estar dedicado a una mujer—, comenté poniéndome de pie, para evitar una situación similar a la ocurrida en el último encuentro.

Pero Gabriela tenía aquella mañana la sangre alborotada y no dudó en abalanzase sobre mí dejándome atrapado entre el escritorio y su mullida anatomía pectoral. Si resulta imposible sofocar un volcán, imposible me resultó defenderme del aluvión de besos y abrazos que la boliviana me prodigaba y a los que respondía de la mejor manera que sabía. En el intercambio de achuchones y caricias, me dio tiempo a recordar mis primeros amores de Facultad con Bera. Ahora, como entonces, la pasión desenfrenada llenó de jadeos y suspiros el habitáculo, en el que un hombre y una mujer se estremecían dando rienda suelta a vehementes ardores, a escasos centímetros de un poema que terminaba con estos versos:

Le hablé a la Luna y me miró en silencio,
fue entonces cuando la mar, compadecida,
me contestó rompiéndose contra las rocas.

El sonido de una llave abriendo la puerta y los torpes pasos de tata Lola por el pasillo, dieron tiempo a que Gabriela abotonara su blusa y compusiera el cabello, saliendo precipitadamente de la habitación.

A partir de este episodio, cuando coincidíamos a la hora de la comida y de la cena, ella me servía sin atreverse a dirigirme la mirada. Mi madre, a la que no se le escapaba nada, me dijo en una ocasión:

—¿Ha pasado algo entre Gabriela y tú? ¿La has hecho algún desprecio?

—No, mamá, en absoluto.

—Por si acaso, te recomiendo que la trates con cariño. Ella es consciente de su baja condición social y sin causa justificada, se siente humillada. Me ha dicho varias veces, que no puede aspirar a mucho porque solo es una imilla, una sirvienta.

Era evidente que mi madre era un alma cándida que no se había percatado de la fogosidad de la muchacha ni de mis artes amatorias. Sin embargo, el affaire que tuve con la muchacha y el temor a que en un próximo encuentro, las cosas pudieran llegar más lejos, fue el motivo que precipitó mi marcha.

—He decidido que me voy a París la próxima semana. Voy a ver si contacto antes con Jeremías—anuncié a la hora del almuerzo, un día en que un manto blanco cubría la ciudad.

Al escucharlo, mi padre dejó caer la cuchara en la sopa, entrecruzó los dedos y elevó la vista hacia la lámpara del comedor, no sé si para dar gracias al Altísimo por mi marcha, o para pedirle resignación con la que afrontar mi última locura. Mi madre, por el contrario, se mostró complacida y, únicamente, me recomendó:

—Vete bien abrigado, hijo, y regresa antes de junio. No nos hagas un feo. Ya sabes lo importante que es para nosotros la boda de tu hermana.
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domingo, 19 de julio de 2020


PARÍS. OH, LÀ LÀ! (4)

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Durante días estuve dando vueltas en mi cabeza a la sugerencia que me hiciera don Julián, sopesando si lo que más me convenía en esos momentos era quedarme en mi ciudad asimilando mi oculto fracaso, o tentar la suerte y regresar de Francia con alguna distinción que pusiera fin a los interrogantes que había despertado mi paso por Madrid. Tras considerar pros y contras, pensé que lo mejor sería darme un tiempo y dejar mi decisión para cuando hubieran pasado las navidades.  

A principios de enero, mi hermano Tino sugirió a mis padres la necesidad de trasladarse a Madrid para contar con la ayuda de un preparador que le echase una mano en la complicada tarea de preparar las oposiciones a Notaría. Su insinuación fue atendida de inmediato, ya que mi padre tenía sobrados motivos para pensar que, dado el interés y la constancia demostrada por su hijo predilecto en los estudios, se había hecho acreedor del consiguiente esfuerzo económico que le proporcionaría, más pronto que tarde, la inmensa satisfacción de que su despacho pasaría un día a manos de su vástago y, sobre todo, que el apellido González- Hontañera perduraría en la ciudad al menos una generación más.

"Nos quedaremos solos"—dijo entre sollozos mi madre al conocer la noticia—. "Tendremos que ajustar el presupuesto de la boda" —corroboró mi padre—, que ya calculaba cómo incrementar los honorarios para poder atender ambas necesidades de manera acorde con el rango social que creía pertenecerle.

Mal momento, pensé, para solicitar una paguita con la que hacer frente a los primeros gastos de mi estancia en París, de manera que, como modo de acumular méritos, pasaba cada día varias horas en mi remodelada habitación, esperando que llegaran las musas y, más que nada, que no me pudieran tachar de vago.

Las musas se hicieron esperar, no así, otra musa boliviana que con el pretexto de arreglar el cuarto, penetraba curiosa en el despacho para ver lo que hacía. Casualmente, esto ocurría a media mañana cuando mi madre y Margarita habían salido de compras y tata Lola aprovechaba para dormitar tras haber acompañado el almuerzo con el refuerzo de una copita de orujo.

La voz de la muchacha era toda musicalidad y contenía registros repletos de sugerente sensualidad.   

Suma urukiya, señorito.

—¿Qué quieres decirme, Gabriela?

—Le deseo buenos días en aimara. Tanto de aimara como de quechua conozco algunas palabras y las pronuncio para que no me olvide mi tierra.

—Estupendo, Gabriela. Será una bonita forma de que logre aprender algunos saludos en esas lenguas.

La primera vez que limpió la habitación me causó una agradable sensación que traté de disimular como si no notara su presencia. Pero al mirarla de reojo y comprobar la estilizada figura de la joven y sus cadenciosos desplazamientos, sentía que el pulso se me aceleraba en tanto ella tatareaba canciones de su tierra, acompasando el ritmo con suaves movimientos de caderas.

En días posteriores, Gabriela, fue un poco más atrevida e incluso, entre sonrisas, se acercó hasta donde, sentado, me encontraba escribiendo.

—¿Quiere, señorito,  que le escriba un saludo en quechua que significa, "¿qué tal está?"

Sin darme tiempo a que pudiera opinar, tomó un bolígrafo escribiendo sobre mi libreta, Allillanchu. A continuación añadió otra palabra Allillanmi.

—Esa es la contestación a Allillanchu. Si usted responde allillanmi, entenderé que se encuentra bien.

Al notar mi extrañeza ante su desenvuelta actitud, Gabriela cambió de expresión y su risueño rostro se transformó en otro más compungido, en apariencia, del que brotaron un sinfín de añoranzas y lamentos.

—¡Ay, señorito! ¡No sabe cuánto añoro mi Cochabamba! Extraño sus gentes, el verdor incomparable de la tierra y en un país tan alejado del mío, me encuentro a falta de cariño—dijo, acercándose a la silla que ocupaba y poniendo una mano sobre mi nuca, mientras que con la otra tapaba su rostro, seguramente lloroso—. En un acto reflejo, mi brazo rodeó su cintura y comprobé la blandura de sus pechos sobre mi rostro. Fueron tan solo unos segundos de sollozos antes de abandonar mi despacho, instantes que bastaron para dejarme extrañamente sorprendido, mientras  mi corazón latía desbocado.
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domingo, 12 de julio de 2020


PARÍS. OH, LÀ LÀ! (3)




Una virtud que conservaba desde la infancia era la de resurgir de mis cenizas y caminar en busca de nuevos caminos, cuando los que pisaba se cerraban. Aquella mañana, víspera de Nochebuena, me dirigí al domicilio de don Julián buscando alguno de sus sabios consejos. A él acudía en los momentos difíciles y de él me olvidada cuando mi estrella lucía. Este egoísmo, propio de juventud, era un defecto  que figuraba en mi agenda como tarea a superar, pero hasta  el momento, sin éxito.

El crujido de las escaleras quejándose por la fuerza de mis pisadas, fue una constatación del paso del tiempo que avanza inexorable envejeciéndolo todo y una premonición del estado en que me encontraría a mi mejor maestro.

—Pasa, hijo, pasa—fueron las dulces palabras de doña Rosario tras franquearme la puerta. Quizás tengas que esperar un poco, mi marido aún no se ha levantado.

Una voz anciana y maltratada por el tabaco se oyó desde la habitación del fondo.

—Rosario; ¿quién ha venido?

—Es Álvaro, nuestro joven poeta.
—Entonces, que pase—respondió una voz, entre tosidos.

Sentado en la cama matrimonial, con la bata sobre los hombres, un libro en las manos y el inseparable puro en la boca, don Julián se esforzaba por seguir viviendo en una atmósfera que reclamaba una pronta y total aireación. Como si doña Rosario hubiera adivinado mis pensamientos, mientras atusaba el pelo de su marido y arreglaba el embozo de la sábana, confesó abiertamente:

—¿Crees tú que esta atmósfera es buena para sus bronquios? Por más que ventilo la habitación, el maldito puro enrarece el ambiente y acabará por asfixiarle, eso si antes no incendia la ropa de cama y morimos abrasados.

—Calla, Rosario—dijo el profesor en un tono paternal—. Déjanos solos y pon un café a nuestro poeta favorito.

—No es necesario, doña Rosario. Ya es mediodía y no suelo tomar nada a estas horas.

Cuando la mujer nos dejó a solas, don Julián me miró por encima de las lentes y en un tono que intentaba sentirse molesto, empezó la conversación diciéndome:

—Hace tiempo que no sé de ti. Debes venir a verme con frecuencia, de lo contrario, es posible que un día no me encuentres vivo. Los malditos bronquios me impiden respirar y ya me veo obligado a dormir sentado.

—Tiene razón, don Julián, unas veces por unas cosas y en la mayoría porque soy un egoísta, lo voy dejando y...

—Bueno, no te preocupes, muchacho. A tu edad es lógico que inviertas el tiempo en cosas más productivas que en visitar a un viejo.

Un golpe de tos interrumpió la conversación durante unos minutos. Cuando pareció reponerse, pañuelo en mano, pude escucharle decir:

—¿Cómo van tus proyectos poéticos?

—Simplemente, van. Acabo de llegar de Madrid en donde he pasado los últimos cuatro meses intentando conocer a poetas y también tratando dar a conocer mi poesía.

Omitiendo los pasajes más duros de mi estancia en Madrid, le puse al corriente de mi incursión literaria en un terreno hostil. Don Julián me escuchó con atención y cuando terminé de hablar, me dio su opinión sobre lo sucedido, basándose, creo yo, en sus propia experiencia.

—En este país—comenzó diciendo—únicamente apreciamos aquello que viene avalado por alguna entidad extranjera. A mí no me llegó la fama hasta que no conseguí que me publicaran en el prestigioso "Le Monde". Por aquel entonces, mis conocimientos del francés no eran muy convincentes que digamos, pero con la ayuda inestimable de Rosario, los poemas causaron sensación. De regreso a España, fue todo coser y cantar porque, antes como ahora, los cargos políticos no suelen tener mucha idea sobre la materia que dirigen.

—¿Me está sugiriendo que vaya a Francia?—inquirí inquieto.

—Para mí es imprescindible dar ese paso.

—Pero no tengo conocimientos del idioma.

—Álvaro, te conozco y creo que eres un hombre con recursos. Además en París me dijiste una vez que se había colocado tu primo Jeremías. Ya cuentas con alguien conocido. Él te presentará amistades y, poco a poco, te irás adentrando en los ambientes literarios parisinos.

Me quedé pensando qué me podría suceder si de mi experiencia en tierras galas obtenía el mismo resultado que en las madrileñas. Don Julián pareció adivinarme el pensamiento y exclamó:

—¡Ánimo, Álvaro! El mundo es de los atrevidos. "El que no se arriesga no cruza el río"—, Dijo, terminando el refrán con un interminable tosido.

—Lo pensaré, maestro, pero, suponiendo que tenga éxito ¿lo lograré también en mi ciudad?

—A ver cómo te explico. Los éxitos allende las fronteras son el principal aval, después resulta imprescindible contactar con los que mueven los hilos culturales de la ciudad. En eso juegas con ventaja pues perteneces a la alta burguesía. Ya sabemos que las Premios y Galardones  se suelen repartir entre quienes los promueven: "Ahora te toca a ti, ahora me corresponde a mí". Así, desgraciadamente, funcionamos. Los méritos radican en los apellidos y no en bondad de los escritos.
Notaba que el esfuerzo que había realizado don Julián al hablar le estaba pasando factura y ya más que un diálogo, la conversación se había convertido en un concierto de toses y carraspeos en los que anciano era el único solista.

Doña Rosario acudió solícita con una limonada esperando calmar la tos de su marido. Comprendí que era una invitación sutil para que concluyera mi visita.

—Pensaré en todo lo que me ha dicho, don Julián, y ya tendrá noticias mías.

—No te demores mucho o no me verás con vida—Pude entender entre tosidos.

Aquellas palabras tenían todas las probabilidades de que su triste augurio, no tardaría en cumplirse.



jueves, 9 de julio de 2020


LA REFORMA
Crónicas de mi Periódico              9 de julio de 2020

MISCELÁNEA



El lunes se celebró en Madrid una Misa funeral organizada por la Conferencia Episcopal Española, para rogar por el eterno descanso de todos los fallecidos por la actual pandemia de Coronavirus. Al Acto, presidido por la Familia Real, asistieron representantes del Gobierno,    de los Cuerpos y Fuerzas de la Seguridad del Estado, bomberos, sanitarios y familiares de algunos de los, nunca mejor dicho, “incontables” fallecidos. Dolor y lamentos de cuantos pudimos seguir la retransmisión, a los que, sin duda, se habrá sumado nuestro Presidente del Gobierno, desplazado a tierras portuguesas por “motivos de agenda” y también nuestro Vicepresidente desde sus salvaguardados dominios de Galapagar.
Me temo que pronto habrá que organizar otro funeral para rogar por el alma de los difuntos que perecerán por la perversa e insolidaria actitud de unos cuantos a los que poco o nada les importan las medidas recomendadas para evitar la propagación del virus. Si se confinara a los autores de estas actitudes incívicas o se les impusieran fuertes sanciones, el mal se atajaría de raíz, pues es sabido que las multas son capaces de transformar a un individuo irresponsable, en un ciudadano ejemplar.
Para mí, estas actitudes responden a otro mal que se viene fraguando desde hace años y que tienen su origen en la permisividad de los padres hacia sus hijos y en los cambios que afectan a las asignaturas troncales que se imparten desde edad temprana y que han dado origen a otra pandemia llamada “Incultura”. Se han sustituido del currículo académico asignaturas como Filosofía, Lenguas Clásicas y Música por otras de Convivencia que pretenden ser el patrón máximo de conocimiento y comportamiento. Hemos pasado de tener una cierta actitud racista y homófoba (las cuales detesto) a todo lo contrario. Así, nuestra Ministra de Igualdad habla de “revisionismo histórico”, cuando en los Estados Unidos, vándalos de color derriban estatuas de personas que tanto hicieron por los indígenas como Fray Junípero Serra. ¡Inculta! O que se considere un orgullo ser gay o transexual, con el beneplácito de Ayuntamientos e Instituciones que cuelgan en sus fachadas, únicamente, enseñas de estos colectivos. Por otra parte, en algunas Cadenas de televisión, parece que la condición de homosexual resulta poco menos que imprescindible para poder trabajar en ese medio.
No dejo de llorar, pensando en el sectarismo de este Gobierno que vuelve a discriminar a la Escuela concertada. ¿Sus profesores y alumnos, han afrontado con menos ánimo que sus colegas estatales estos tres meses online? ¿Habrán descubierto que pertenecer a la concertada produce mayor inmunidad? ¿Saben que un puesto escolar en la concertada resulta más barato que en la pública? Claro que lo saben, pero el dinero no les importa. Se suben los impuestos y ¡Solucionado! Todo sea por el pensamiento único.
Por si lo que acabo de escribir no fuera suficiente motivo para llorar, el incomparable Ennio Morricone nos abandonaba con un bagaje musical difícilmente igualable. Mis ojos se humedecieron de nuevo cuando escuché por enésima vez el tema musical de “Cinema Paradiso”. Descansa en Paz, genio.


domingo, 5 de julio de 2020


PARÍS. OH, LÀ LÀ!  (2)




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Del ensimismamiento me sacó la voz autoritaria de mi padre que regresaba de la Notaría.

—¿Qué me cuenta mi laureado poeta?—Dijo irónicamente.

—Nada de particular, papá—respondí.

—Dice tu madre que has tenido una gran éxito, pero hasta la fecha, como padre y menos como notario, no puedo dar fe de lo que no he visto todavía.

—El mundo literario es muy complejo. Hay veces en que no conviene escriturar los éxitos para no despertar envidias.

—Aunque no escritures todo, algún premio nos podrías haber comentado. Nuestras amistades no se creerán que seas tan modesto.

—Todo en su momento. No quiero cacarear como gallo de corral.

—No sé, no sé. pero algo podías adelantarnos. No lo digo únicamente por nuestras amistades del Círculo de Recreo. Date cuenta de que nuestros futuros consuegros se sentirían muy orgullosos de conocer tu trayectoria literaria. A ellos les agradaría que el hermano de su futura nuera tuviera una fama que no desmereciera de la de su familia.

No quise continuar la conversación para no exacerbar el ánimo de mi padre, proclive a calentarse con todo lo que se refiriera a mi actividad poética. No obstante, prosiguió la conversación intentando sonsacarme lo que ocultaba de mi aventura madrileña.

—¿No te han dado ningún trofeo? ¿No has guardado los recortes de prensa?

—No me he presentado a ningún Concurso, por tanto no he recogido ningún trofeo. En cuanto a la prensa, ya te he dicho que no quiero alardear de mis éxitos.

—Respeto tu razonamiento pero no lo comparto. Y dime, desde el punto de vista económico, ¿ las retribuciones de los periódicos te han permitido hacerte con unos ahorrillos?

Por su forma de preguntar, deduje que mi padre no estaba al tanto de los giros de recibí por vía materna, de manera que respondí de forma que mi madre no saliera mal parada.

—He ganado lo justo para pagarme la pensión y comprar algo de ropa. La poesía y los escritores, en general, no estamos lo suficientemente reconocidos.

—Eso ya lo has escuchado de tu padre cientos de veces. Ya cumpliste los veinticinco, edad más que apropiada para estar pensando en encontrar novia y formar un hogar y todavía, no tienes un porvenir que te avale, como no sea el honroso apellido que ostentas. Como sigas pensando en llevar esta vida bohemia, no te va a quedar más remedio que pegar un braguetazo si no quieres morirte de hambre.

Mi padre me dio la espalda, meneando la cabeza. Era la forma usual con la que daba por concluidas sus conversaciones conmigo. Yo, a sus ojos, era un fracaso como hijo y ya ni siquiera se molestaba en discutir conmigo. Entre sus amistades, siempre ponderaba las dotes y la belleza de Margarita y el intelecto de mi hermano Tino que preparaba concienzudamente  las oposiciones a Notaria. Si en alguna ocasión me mencionaba, solía decir de mí que tenía la cabeza a pájaros con una mente inmadura que hacía de mí un ser tremendamente tozudo y soñador. En definitiva, un hijo del que se sentía avergonzado.

Todo lo contrario ocurría con mi madre. Soportaba con resignación mis excentricidades, estaba convencida de mi talento y sufragaba los gastos que originaban mis sueños, la mayoría de las veces sin que su marido se enterara.

Cuando aquella noche tomé posesión de mi remozado dormitorio, me di cuenta  de que, en cierta manera, mi padre tenía su parte de razón. Muchos de mis compañeros de Colegio hacía tiempo que estaban colocados como médicos, economistas o profesores y eran capaces de ganarse la vida por su cuenta. Mientras tanto, ¿qué era yo? Un aspirante a poeta, soñador de Antologías que no se editaban y de versos que no se publicaban. Un intelectual errante que vivía a costa de su familia en una casa con unas comodidades que jamás me podría sufragar si no daba otra orientación a su vida. Luego miré cómo lucía la librería y mi escritorio gracias la espléndida lámpara. Me acordé de la cena que había recibido gratis y sentí ese profundo vacío que me invadía cuando me sentía cercado por la angustia. A duras penas conseguí dormirme, no sin antes repasar mentalmente los encantos de Gabriela.
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jueves, 2 de julio de 2020



PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA" (69)

CAPÍTULO X
La Ambición

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En realidad, mi padre, no pretendía tanto la amistad con unos amigos, a los que tendría que soportar y pulir, como que Margarita, al contactar con Cuco y Nino, olvidara a Nacho, aunque de éste asunto no hablara explícitamente. No obstante, sorpresivamente, nos anunció que deseaba invitar a comer en nuestra casa a “los sorianos” y a sus hijos a fin de que les conociéramos más a fondo y de que la conversación tuviera un aire más culto.

―En cualquier caso ―anunció, mi padre―, lo haremos de manera sencilla, para que no se encuentren abochornados. Nada de vajillas espectaculares ni de cristalerías de Murano. Quiero que vean en esta casa un ambiente familiar y acogedor, alejado de ostentaciones; por lo que, durante su visita, tanto tata Lola como Petra, deberán permanecer en la cocina. Margarita y Álvaro serán los encargados de servir la comida y de atender a nuestros huéspedes.

Tanto a mi hermana como a mí nos temblaban las piernas cuando, en un caluroso domingo de mayo, nos vimos en la necesidad de transportar las soperas y las bebidas desde la cocina hasta la mesa, donde nuestros nuevos amigos fueron agasajados. Nunca habíamos ejercido de camareros, aunque nuestra impericia pasó inadvertida por los comensales que, sin ningún recato, asiendo la cuchara de manera improcedente, dieron buena cuenta del primer plato: patatas con costilla de cerdo.

Doña Tasina, que acumulaba en sus dedos todos los anillos del mundo, llevaba su cabeza al plato cada vez que se alimentaba, y no al revés, según rezan los manuales de educación y buenas costumbres. En postura tan forzada, el sombrero de plumas de ganso, del que no se había despojado, rozaba los perniles del lechón, que situado ante ella en la correspondiente cazuela de barro, esperaba pacientemente a ser descuartizado. Tanto don Augusto como sus hijos, Cuco y Nino, saciaron su apetito con la misma rapidez que su esposa y madre, sin apenas intercambiar palabra. La sed que les provocaba el asado la apagaban vaciando continuamente las copas de un rosado cigaleño que mi padre aportaba para la ocasión. Tras consumir de postre la especialidad de la casa, es decir, el flan que con tanto esmero preparaba Petra, doña Tasina se deshizo del sombrero. Transformada su cara en una enorme cereza granate rebosante de calorías, pidió permiso para deslizar las medias hasta los tobillos. De esa guisa, con las ligas y medias en las canillas y repanchingada en el sofá, sorbió el café sin añadirle azúcar, pues, según ella, estaba haciendo régimen de adelgazamiento. Don Augusto se desinhibió completamente, animado por el moscatel, y solicitó tomar una copa de coñac, “para no perder la costumbre”.

―No hay mejores momentos en la vida ―afirmó― que los que se disfrutan en familia o en compañía de unos buenos amigos después de una excelente comida. Eso y una partidita de mus, es el complemento ideal de una jornada feliz. ¿No tendrá usted una barajita para pasar el rato en tanto me fumo una faria? ―preguntó.

Mi padre, haciendo de tripas corazón, pidió a Petra la baraja con la que hacía solitarios, y no tuvo más remedio que emparejarse con don Augusto para enfrentarse, durante más de una hora, a los dos vástagos, mucho más expertos que los mayores en el arte de cantar “pares” y “nones”.
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