PASAJES
DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS...." (1)
Comienzo hoy la publicación de pasajes de mi
última novela, para que vayáis entrando en materia...
CAPÍTULO I
La Ostentación
Aunque
los mayores nos dicen que el tiempo sólo transcurre vertiginosamente para
ellos, lo cierto es que, en mi caso, los dos siguientes años desde nuestra
incursión veraniega por tierras zamoranas, pasaron con tanta rapidez que apenas
fui consciente de los cambios experimentados en mi anatomía. De aquel muchacho
bajito, de pantalón corto y bigote incipiente, daba testimonio una fotografía
color sepia en la que aparecía rodeado de toda la familia, ante la puerta de
Rosario La peineta; nada que ver con
el muchacho espigado y un tanto desgarbado en que me había convertido. Ahora, además
de usar pantalón de pernil largo, que me ocultaba la pelambrera, sufría la servidumbre
de verme obligado a pasar por mi cara cada quince días, la maquinilla de
afeitar, complementada con la inseparable hoja Palmera. Parece ser que la mente
no llevó el mismo ritmo de crecimiento porque, en opinión de mi padre, seguía
permanentemente instalado en la niñez, o al menos eso me repetía en cuanto le
daba ocasión de hacerlo. Eran vanos intentos de que al escucharlo, se fuera
grabando en mi sesera como un mantra, hasta conseguir su maduración total, y
cesara de una vez por todas, en las continuas disputas que mantenía con mi
hermano Tinín, por las causas más triviales.
Con
frecuencia, recordaba aquel verano del 52 en el que tuve ocasión de conocer el
pueblo de mi abuelo Tino, las gentes que lo poblaban y, entre ellos, a un
personaje único y peculiar: mi primo Jeremías. A sus quince años, tres más de
los que yo contaba en aquellos momentos, hizo ímprobos esfuerzos por abrirme
los ojos a la realidad de su mundo, creando en mi interior un cúmulo de conocimientos
y sensaciones totalmente novedosas, que a la postre resultaron en la práctica
inútiles dada la diferencia cultural en la que ambos nos desenvolvíamos. Sin
embargo, reconozco que la experiencia vital que me aportó mi pariente, haciéndome
creer que a mi corta edad podría afrontar la vida alejado de la protección paterna,
resultó una experiencia inolvidable. Las andanzas de las que ambos fuimos
partícipes, el contacto con la naturaleza que circundaba el pueblo, nuestros
escarceos amorosos y, sobre todo, los continuos lamentos con que mi primo me
obsequiaba, contándome la causa de sus desdichas, quedaron tan grabadas en mi
memoria que ni siquiera el tiempo, que todo lo borra, impedía que aquellos
acontecimientos acudieran a mi mente con toda su fuerza en los momentos en que,
como cualquier adolescente, me enrabietaba pensando que el mundo era un cúmulo
de imperfecciones que me urgían, impacientemente, a modificarlo todo con la
absoluta seguridad de que de mi actuación dependía rehacer la historia. ¿Por
qué, no habría de ser yo, me preguntaba, la persona elegida por un desconocido
Ser Superior para eliminar de un plumazo las injusticias que asfixiaban a los
oprimidos y las penalidades y enfermedades que agobiaban a otros? Sentía en mi
calenturienta mente el discurrir de éstos y otros utópicos pensamientos y me
embobaba imaginando aventuras que harían de mí un Mesías liberador y milagrero
al que las gentes buscarían para eliminar sus males. Provisto de un poder
ilimitado, me veía capaz de remediar calamidades sin fin. En definitiva, sería
un nuevo quijote, incansable caminante que acudiría de un lugar a otro, al
encuentro de nuevos desmanes que corregir... Cuando mi tía Gertru me sorprendía
absorto en tales pensamientos, sin que me percatara de su exuberante naturaleza
de ciento veinte kilos, plantada frente a mí, no podía reprimir el gesto de
acariciarme la barbilla y exclamar con tono burlón: “¡qué bonita es la pubertad!”,
antes de disponerse a tomar junto a mi madre, tarde sí y tarde no, el estupendo
chocolate que tata Lola les preparaba.
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