EN EL MADRID DE LOS 60 (VIII)
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En
menos de diez días, el camarero ya me conocía y me servía, sin tener que
pedirlo, el café regado de orujo, lo que me dio pie para entablar con él una
pequeña e interesada conversación.
—¿Sería
posible tener reservada a las cinco de la tarde, una mesa cercana a los
tertulianos? Sabe que acudo puntual —. Añadí para convencerle de que no la
dejaría sin ocupar.
—No
hay inconveniente, caballero—afirmó el empleado—, pero procure no retrasarse,
de los contrario...
La
propina que añadí aquella tarde al importe de la consumición, debió de ser
suficiente, pues al día siguiente disponía de una completa visión y casi de una
perfecta audición de los tertulianos en una mesa situada a escasos dos metros
del corrrillo de intelectuales. Desde allí escuché en las siguientes tardes,
conversaciones amigables y otras de opiniones enfrentadas, que abarcaban casi
todos los temas de actualidad: fútbol, toros, política, chascarrillos sobre
andanzas amorosas de actrices y actores e incluso sobre la bondad de
determinados medicamentos cuando eran ingeridos para solventar problemas del
tracto intestinal. Las caras de los asistentes, salvo tres o cuatro que
parecían formar parte del mobiliario, no solían repetirse y, algunos de ellos
tardaban más tiempo en los saludos corteses de bienvenida y despedida que de
participación en la charla. De lo que me interesaba, es decir, de poesía o
literatura, nada de nada, a excepción de un breve comentario sobre un libro
recién publicado de un escritor para mí desconocido y que era, al parecer,
amigo de quien puso sobre la mesa su nombre.
Cuando
el desánimo comenzaba a hacer estragos en mi moral, un hecho vino a acelerar mi
pulso. Un elegante caballero que apoyaba sus años sobre un bastón de empuñadura
plateada y que dejaba entrever la cadena dorada del reloj, oculto en el
bolsillo de su chaleco, se despojó del sombrero ante mí tendiéndome la mano,
mientras me decía:
—Buenas
tardes, joven. Me llamo Gustavo de Armedilla
y formo parte de este grupo de chalados que tomamos café, en tanto la
vida nos lo permita. He observado que permanece siempre cercano y atento a
nuestras conversaciones y hoy me tomo la libertad de invitarle a que se siente
junto a nosotros y así no tenga que esforzarse en aguzar el oído.
Tan
rápido como pude, di un respingo en el asiento, le tendí la mano e improvisé mi
presentación:
—Me
llamo Álvaro Gónzalez-Hontañera, mi pasión es la poesía y he venido a Madrid
con el deseo dar a conocer mi obra.
—Entonces,
hijo mío—dijo en tono dicharachero—, ha encontrado el lugar adecuado.
A
continuación, don Gustavo acercó dos sillas al corro, me situó a su lado y de
píe, dirigiéndose a sus amigos con cierta ampulosidad, anunció.
—Es
un placer para mí, presentaros a este joven poeta, Álvaro, que ha llegado a
Madrid con la sana intención de que su obra poética sea conocida. Ojalá su
trabajo haga oscurecer vuestra mediocridad, creídos y mentecatos colegas—dijo,
en tono jocoso.
Unos
aplausos festivos y una risa por algunos mal contenida, dio paso a que los más
cercanos me estrecharan la mano mientras pronunciaban su nombre: Fernando,
Marcos, Esteban... Un caballero situado en la parte opuesta a la que me
encontraba, se dirigió a los contertulios alzando la voz para exclamar:
—Si
es poeta y quiere darse a conocer, lo mejor es que nos recite alguna poesía ¿no
os parece?
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