domingo, 31 de mayo de 2020


EN EL MADRID DE LOS 60 (VIII)


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En menos de diez días, el camarero ya me conocía y me servía, sin tener que pedirlo, el café regado de orujo, lo que me dio pie para entablar con él una pequeña e interesada conversación.

—¿Sería posible tener reservada a las cinco de la tarde, una mesa cercana a los tertulianos? Sabe que acudo puntual —. Añadí para convencerle de que no la dejaría sin ocupar.

—No hay inconveniente, caballero—afirmó el empleado—, pero procure no retrasarse, de los contrario...

La propina que añadí aquella tarde al importe de la consumición, debió de ser suficiente, pues al día siguiente disponía de una completa visión y casi de una perfecta audición de los tertulianos en una mesa situada a escasos dos metros del corrrillo de intelectuales. Desde allí escuché en las siguientes tardes, conversaciones amigables y otras de opiniones enfrentadas, que abarcaban casi todos los temas de actualidad: fútbol, toros, política, chascarrillos sobre andanzas amorosas de actrices y actores e incluso sobre la bondad de determinados medicamentos cuando eran ingeridos para solventar problemas del tracto intestinal. Las caras de los asistentes, salvo tres o cuatro que parecían formar parte del mobiliario, no solían repetirse y, algunos de ellos tardaban más tiempo en los saludos corteses de bienvenida y despedida que de participación en la charla. De lo que me interesaba, es decir, de poesía o literatura, nada de nada, a excepción de un breve comentario sobre un libro recién publicado de un escritor para mí desconocido y que era, al parecer, amigo de quien puso sobre la mesa su nombre.

Cuando el desánimo comenzaba a hacer estragos en mi moral, un hecho vino a acelerar mi pulso. Un elegante caballero que apoyaba sus años sobre un bastón de empuñadura plateada y que dejaba entrever la cadena dorada del reloj, oculto en el bolsillo de su chaleco, se despojó del sombrero ante mí tendiéndome la mano, mientras me decía:

—Buenas tardes, joven. Me llamo Gustavo de Armedilla  y formo parte de este grupo de chalados que tomamos café, en tanto la vida nos lo permita. He observado que permanece siempre cercano y atento a nuestras conversaciones y hoy me tomo la libertad de invitarle a que se siente junto a nosotros y así no tenga que esforzarse en aguzar el oído.

Tan rápido como pude, di un respingo en el asiento, le tendí la mano e improvisé mi presentación:

—Me llamo Álvaro Gónzalez-Hontañera, mi pasión es la poesía y he venido a Madrid con el deseo dar a conocer mi obra.

—Entonces, hijo mío—dijo en tono dicharachero—, ha encontrado el lugar adecuado.

A continuación, don Gustavo acercó dos sillas al corro, me situó a su lado y de píe, dirigiéndose a sus amigos con cierta ampulosidad, anunció.

—Es un placer para mí, presentaros a este joven poeta, Álvaro, que ha llegado a Madrid con la sana intención de que su obra poética sea conocida. Ojalá su trabajo haga oscurecer vuestra mediocridad, creídos y mentecatos colegas—dijo, en tono jocoso.

Unos aplausos festivos y una risa por algunos mal contenida, dio paso a que los más cercanos me estrecharan la mano mientras pronunciaban su nombre: Fernando, Marcos, Esteban... Un caballero situado en la parte opuesta a la que me encontraba, se dirigió a los contertulios alzando la voz para exclamar:

—Si es poeta y quiere darse a conocer, lo mejor es que nos recite alguna poesía ¿no os parece?
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jueves, 28 de mayo de 2020



PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA" (68)

CAPÍTULO X
La Ambición




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―En la actualidad les llamamos Cuco y Nino. Cuando les bautizamos, yo me empeñé en que llevaran el nombre de los abuelos, pero, aunque mi mujer, en un primer momento, consintió, al mudar de fortuna le parecieron poco finos y me obligó a nombrarles como le he dicho. Por cierto, que ella, de pila Tomasa, con la bonanza también dice a sus parientes y amistades que la llamen “Tasina”.

Mi padre se quedó un poco sorprendido por los nombres nada comunes de la familia de don Augusto, aunque en su interior alabó el cambio que habían sufrido en aras de parecer distinguidos y más propios de gente acomodada. Pero éstas eran cuestiones menores; lo que verdaderamente le importaba era establecer lazos más consistentes con los Ripollezo, teniendo en cuenta que, sobre la base de su fortaleza económica, alguno de sus hijos podía mitigar el dolor de Margarita, disgustada por la ruptura con Nacho, de la que se sentía de alguna manera culpable. Y comenzó su plan, comentando un día, durante la comida, que el destino le había proporcionado la ocasión de conocer a un poderoso industrial que, habiéndose instalado en Valladolid, carecía de amistades.

―Yo, naturalmente, me he ofrecido para introducirle en el grupo de nuestras selectas amistades, porque lo considero la más elemental de las obras de caridad, ¿no te parece, Consuelo? De manera que he quedado citado con don Augusto y su mujer, para esta misma tarde ―dijo, sin haber consultado sobre la conveniencia de esta cita nada más que con el cuello de su camisa.

Mi madre quedó un poco extrañada de que su marido, tan escrupuloso en hacer nuevas amistades sin conocer previamente su currículo, sugiriera tan repentinamente incluir en el grupo de sus amigos a uno que había conocido como cliente y que, aparte de estar al tanto de su fortuna, no poseía más datos. Pero creyendo que el corazón de su marido se movía por una buena causa, asintió y consintió en acudir aquella misma tarde al Círculo de Recreo, donde conocería al nuevo matrimonio, dispuesta a ganarse el Cielo con tal de no disgustarle.

En su primera toma de contacto, mis padres pudieron constatar el enorme abismo cultural que les separaba y que se manifestaba en el desconocimiento de cualquier tema cultural que se planteara. Sin embargo, mi padre reía las ocurrencias de don Augusto y de doña Tasina cuando relataban lo mucho que disfrutaban durante las fiestas en honor de la Virgen de los Milagros, y de los bailes que se echaban en septiembre ―“hasta el amanecer”, afirmaba doña Tasina―, por las fiestas de San Miguel Arcángel.

Al llegar a casa, mi madre comentó que una cosa era la caridad y otra el sonrojo que pasaría cuando tuviera que presentar a esta pareja de advenedizos a sus distinguidas amistades.

―¿Y tú presumes de cristiana? ―recriminó mi padre―. Con paciencia y con mucho tacto, conseguiremos que, poco a poco, este matrimonio vaya puliendo sus modales hasta que parezcan pertenecer a la mismísima nobleza. Ya verás cuando nuestros amigos conozcan el potencial económico de los Repollezo, cómo les aceptan inmediatamente.
                                               
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domingo, 24 de mayo de 2020


EN EL MADRID DE LOS 60 (VII)



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Cuando a los pocos días recibí el giro materno, me quedé gratamente impresionado por su cuantía que superaba con creces mis mejores expectativas . Las penurias que me agobiaban desaparecieron por arte de magia y una vez liquidada mi deuda pendiente con Justina, observé que, a partir de ese instante, la hosca patrona se dirigía a mí con semblante risueño y un cortés: "señorito Álvaro".  Siglos antes, el inigualable Quevedo ya se había percatado del influjo que proporcionaba tener las finanzas saneadas. Poderoso caballero es Don dinero, había dicho, y tenía mucha razón. Con este alivio monetario, cambió de raíz mi pensamiento en cuanto a la indumentaria que portaba hasta entonces. En un principio estaba convencido de que el aspecto descuidado y hippie era una buena carta de presentación para un poeta en ciernes, pero si lo que pretendía era  codearme con gente de cierto nivel intelectual y sobre todo, si tenía en mente darme a conocer en alguna tertulia literaria, era evidente que la vestimenta no me acompañaba en absoluto, de modo que en una boutique de la calle de Serrano hice acopio de atuendos de marca. Entré como un vagabundo y salí convertido en un gentleman, deshaciéndome  de mi deslucida ropa en la misma tienda y caminé hasta la Plaza de la Independencia  elegantemente vestido, acomodando el andar con zapatos de tafilete adquiridos a pocos metros  de donde realizara la primera compra. Con aires de suficiencia, sujetando una bolsa con otras prendas juveniles de variado colorido, sentí que la fama vestiría mis sueños como mi cuerpo y podría ser conocido en los madriles, como un poeta de porte distinguido y refinado, poseedor del verso innovador y profundo que removería los cimientos de la poesía conocida hasta ese momento. 

Había oído hablar de las tertulias literarias de otros tiempos como las que presidiera Ramón Gómez de la Serna en el café Pombo o como las que tuvieron lugar en sitios tan emblemáticos  como los cafés Universal o Parnasillo, por las que desfilaron escritores de la talla de Benito Pérez Galdós o Valle-Inclán. Desaparecidos aquellos Centros de entretenimiento y Cultura, otros lugares y actores habían ocupado su puesto como sucesores de la actividad literaria de la Villa. Estaba claro que en algunos de ellos, tendría vetado el acceso, pongo por ejemplo el Círculo de Bellas Artes, sin embargo, todavía era posible encontrar multitud de Salas de reunión literaria de entrada libre que, cobijadas en Cafés cercanos a la Cibeles, servían de punto de encuentro a colaboradores de periódicos, ensayistas y arribistas de toda índole y condición.

En un principio, acudí al café Lión de la calle de Alcalá en el que supe que se reunían personajes tan importantes como Rafael Sánchez Ferlosio o Ignacio Aldecoa, pero mi decepción fue mayúscula al comprobar que su tertulia tenía lugar en un extremo del local y solo podían entrar en ella amigos, conocidos y personas asimiladas a tal condición, y ese no era mi caso ni tenía la osadía de presentarme por mi cuenta. Días más tarde, acudí al café Gijón, intentando que tuviera la fortuna de escuchar algunos comentarios de José García Nieto, Francisco Umbral o del famosísimo César González Ruano, pero me ocurrió exactamente lo mismo que en mi experiencia anterior. Sin embargo, en esta ocasión opté por poner en juego astucia y constancia y así, tarde tras tarde me dirigía hasta el Paseo de Recoletos y buscaba asiento en alguna mesa disponible del Café Gijón que no estuviera muy distante del grupito de intelectuales. Con aire circunspecto pedía un café y, como si fuera una costumbre inveterada, agregaba al pedirlo:"Con unas gotitas de orujo, por favor", pensando que eso me añadiría un toque de distinción cuando lo que originaba la mayor parte de las veces era un fuerte dolor de cabeza que me acompañaba el resto de la tarde. Desde la mesa de mármol, convertida en atalaya de observación, contemplaba el trasiego, el ir y venir de los componentes de la tertulia y, pocas veces, algunas palabras sueltas cuando la conversación subía de tono.
                                     

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jueves, 21 de mayo de 2020


PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (68)

CAPÍTULO IV
Conociendo el pueblo


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Yo, asustado, tenía a veces dificultad para entender algunas de las palabras que pronunciaba, por culpa de la gomosa saliva que rebosaba la boca y se deslizaba por su barbilla. A veces, sus tremendos hipidos le cortaban la respiración y congestionaban su rostro, hasta que, de nuevo, con un profundo suspiro y una frase inacabada, retomaba el discurso de sus incontables lamentaciones, liberándome a mí, de paso, de la preocupación de ver morir a mi primo por asfixia.

Igual que no hay mal que cien años dure, tampoco hay cuerpo que pueda aguantar más de unos minutos tan colosal desgaste, por eso, poco a poco Jeremías fue aminorando el volumen de sus quejas hasta que las convulsiones de su pecho se tornaron en respiraciones profundas hasta, por último, sentado, llorar sosegadamente con la cabeza entre las piernas, mientras los brazos abrazaban a aquellas con la sana intención de que el conjunto óseo no se derrumbara.

Al rato, Jeremías levantó la cabeza y, así como estaba, de espaldas al pueblo, se quedó mirando fijamente un punto del infinito, y con voz temblorosa y rabia contenida, comenzó a decir uno de sus deseos más profundos:

―Tengo que marcharme de aquí lo más pronto posible. Cuando este verano venga mi tío Andrés de vacaciones, le diré que me lleve con él. En París, según él, se vive mucho mejor que en este maldito pueblo. Lejos, encontraré un lugar en donde se me quiera, fundaré una familia, tendré un trabajo y tal vez llegue a descubrir el Dios que ahora mismo no veo por ningún lado.

Definitivamente, mi primo me tenía desconcertado. Bajo su aspecto desgarbado y su incipiente bigote, poseía una madurez impropia de la edad, que seguramente se había consolidado en las condiciones adversas que le había tocado vivir. Me sorprendía sobremanera la continua negación de Dios, aunque sin descartar descubrirle algún día, por lo que pensé que su existencial duda divina no era sino una manera encubierta de buscarle desesperadamente. Yo, en ese momento de mi vida, no me hacía preguntas tan transcendentes. A Dios le recibía en cada comunión. Era un señor poderoso al que podía visitar siempre que quisiera en cualquiera de sus innumerables iglesias en las que habitaba, y por las noches reinaba feliz por encima de las estrellas vigilando mi sueño, como me recordaba mi madre muchas noches, antes de acostarme. ¡Así de sencillo!

Aprovechando que los lloros habían concluido y que mi naturaleza, repuesta de las náuseas, me recordaba que estaba en ayunas, le dije cariñosamente a Jeremías:

―Primo: he de ir a casa: prometí a mi madre que volvería para la merienda.

―Vete cuando quieras ―me contestó―. Yo voy a esperar un rato a que se me pase la sofoquina. No quiero que de esta guisa me vea nadie y menos Rosita la de la Nicanora.
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domingo, 17 de mayo de 2020


EN EL MADRID DE LOS 60 (VI)


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Pensé en no contestar de inmediato a la espera de poder relatar más detalles de mis aventuras literarias. Tumbado sobre la cama  hice planes sobre cómo invertiría el dinero, aunque aún desconociera su importe y soñando despierto, me sentí pleno de inspiración. Como si el destino estuviera de mi parte, llegó hasta mi ventana la inconfundible voz de Berta canturreando una de sus canciones favoritas mientras se disponía a colgar la ropa:

Entre los paisanos y los militares
me salen a diario novios a millares
como monigotes vienen tras de mí
y a todos los hago que bailen así

Cata-catapum,catapum pon candela
alza pa'rriba polichinela
cata-catapum, catapum, catapum
como los muñecos en el pim, pam, pum
 
Me asomé a la ventana, contemplando la soltura con que fijaba las prendas en el tendedero y también la natural belleza de sus formas juveniles. De repente, alzó la vista, y, al verme, se llevó instintivamente la mano al escote del suéter intentando ocultar el busto de miradas extrañas.

—Cantas muy bien "El Polichinela"—dije para disminuir la tensión.

—Gracias, guapo—me contestó con una sonrisa complacida—pero por hoy se acabó la función.

Y con evidente sofoco, se resguardó en la cocina sin que hubiera tendido toda la colada.
Con la figura de Berta idealizada, compuse antes de que la señora Justina me llamara para la cena, el siguiente poema:

BERTA

Te espero en el remanso, bahía de mis sueños
en donde el tiempo se consume lentamente
tejiendo nubes de algodón que me ciegan
las potencias del alma.

Mil fantasías vuelan como plumas,
trayendo y llevando la imagen de tu rostro
como olas furtivas de la mar obsesionada
en alcanzar la orilla, dejando entre rumores,
sabores salinos de esperanza.

Tengo por compañía el delirio
del afán intenso, la codicia de poseer
lo que ansío
a la luz de la inefable ilusión.

El deseo no encuentra descanso
ni adormece el músculo vital
de la mente anhelando,
junto a tu presencia,
el sosiego que me dará tu compañía.

Se dilatan las horas, con el alba adormecida
en la noche de los miedos ocultos
temiendo no ser correspondido,
ahora que creo escuchar el sonido de tus pasos.   

En tanto las flores me recuerden primaveras
esperaré impaciente
el encuentro que me ha de aportar, dulce Berta,
 la luz y el candor
de tu mirada.

Este poema sí que contenía la esencia de mi pensamiento. Berta no era una mujer concreta, ni tan siquiera una diosa, sino que simbolizaba todos mis anhelos de poeta: el deseo de hallar el conjunto de versos perfectos, esos que difícilmente pueden plasmarse con palabras de mortales, lo que perseguía y esperaba y de lo que estaba convencido que algún día conseguiría alcanzar.
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jueves, 14 de mayo de 2020


Crónicas de mi Periódico                    14 de mayo de 2020


QUE POR MAYO ERA, POR MAYO,...


Así comienza el "Romance del Prisionero" de autor desconocido como desconocida es la procedencia de este virus que nos trae de cabeza, nos encierra en nuestras casas- prisión y nos va concediendo pequeñas libertades no exentas de incógnitas que a la postre son riesgos. Todo sea para que la maquinaría económica no se destruya por completo y quedemos confinados y condenados a cadena perpetua no revisable.

Después de que Joaquín Sabina se preguntara que quién le había robado el mes de abril y que gracias al romancillo del prisionero sepamos que mayo es el mes donde hace la calor, cuando los trigos encañan y están los campos en flor, se buscan autores con letras apropiadas para los meses de junio, julio... y vaya usted a saber hasta cuándo.

En este país en el que presumimos de genio racial, de gracia singular y de ser capaces de poner en funcionamiento cualquier mecanismo, relojes de madera incluidos, nos hemos topado con la cruda realidad de descubrir, entre otras deficiencias, que poseemos una industria basada en sol y playa, una paupérrima inversión en I+D y un Sistema Sanitario de baja dotación, con gente experta y voluntariosa pero muy mal equipada. El resultado está a la vista: somos el país europeo con más Copas Champions y el primero a nivel mundial en número de muertos por millón de habitantes. ¡Triste récord!

Como es muy cierto que de los errores se aprende, no estaría de más que cuando superemos la última fase de la desescalada (palabra horrorosa) y sobre todo, cuando la ansiada vacuna nos libere de escuchar la frasecita: "Hoy hemos tenido un ligero repunte", y comencemos la reconstrucción patria, lo conveniente sería arrancar de cuajo a los corruptos, eliminar los populismos, desechar a los ineptos y situar en puntos claves de gobernanza a personas que sepan por dónde hay que empezar para crear bases sólidas sobre las que construir la prosperidad y la riqueza de una nación. Si consiguiéramos tener una Sanidad dotada de medios humanos y tecnológicos, una industria diversificada en productos de toda índole, situada uniformemente en todas las Comunidades del Estado, un régimen tributario idéntico para todos los españoles y si el objetivo primordial fuera el fomento de la Cultura en cualquiera de sus múltiples facetas, comenzando desde la escuela por las generaciones más jóvenes, estaríamos dando pasos hacia un futuro en el que, ante situaciones como la actual, nos encontraríamos mejor preparados.

Puede que la lectura de mis propuestas produzcan hilaridad o suenen a tremendamente utópicas, pero, si no nos las proponemos o no intentamos alcanzarlas, es muy probable que en el siguiente desastre acabemos diciendo como el final romancillo: la avecilla que me cantaba al albor. Matómela un ballestero; dele Dios mal galardón.

 Fotografía de Santos Pintor Galán.




domingo, 10 de mayo de 2020


EN EL MADRID DE LOS 60 (V)
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Hay tardes en las que el cielo acompaña al íntimo sentimiento decorando su cúpula con tonos adecuados. Un cielo plomizo amenazando lluvia me acompañó por la Gran Vía y en la Plaza de España. Allí desató su furia en unas gotas gruesas y vendaval tan violento que, en unos segundos, una gran polvareda ocultó el monumento a don Quijote y Sancho. Volaban hojas y papeles en el inicio de una tormenta que apenas duró unos minutos. Tuve que resguardarme bajo una marquesina para no empaparme y en ese rincón, con la música de fondo de truenos dispersos, recapacité sobre los últimos momentos vividos. Me apenaban las lágrimas vertidas por Josefina en una despedida que habría de ocurrir más pronto que tarde. Puede que pecara de egoísta cuando me serví de ella para evitar la soledad en los primeros días de mi estancia en Madrid, pero he de decir a mi favor, que jamás pensé que la muchacha llegara a sentir algo por mí, teniendo en cuenta el aspecto descuidado del que hacía gala, mis escasos recursos económicos y, sobre todo, el poco interés que yo mostraba por ella. Ahora, con la firme intención de no volverla a ver, me sentía, en cierta manera, conforme conmigo mismo. Desde la adolescencia, jamás intenté continuar una relación con quien no me atrajera para un buen fin. Sabía que algunos de mis conocidos se aprovechaban de la confianza de sus parejas para obtener favores carnales sin importarles que la ilusión amorosa de aquellas se incrementara con el paso del tiempo hasta que, en un momento determinado, buscaban el más nimio pretexto para dejar plantadas a las que durante algún tiempo les habían proporcionado diversión. Yo no era uno de esos. Tal vez la formación jesuítica recibida de chaval y de la que renegaba en multitud de ocasiones, estuviera latiendo como un sello indeleble en lo más íntimo de mi ser. Puede que fuera eso o también puede que tener una preciosa hermana me ayudara a pensar, que tal cosa jamás quisiera que le sucediera a ella.

Con la temperatura más suave, el aire más nítido y una atmósfera ambientada con un intenso petricor, tomé nuevos bríos y alcancé la pensión como un hombre renovado. Pero lo mejor de la tarde estaba por llegar. Sobre la mesilla de noche Justina, la patrona, había depositado una carta que antes de ver el remitente sabía que era de mi madre por la perfecta y singular caligrafía, que hacía que cada uno de sus envíos fuera algo muy parecido a una postal.

"Hijo querido—comenzaba diciendo—. Apenas hace un mes que partiste para Madrid persiguiendo tu sueño y ya quisiera que estuvieras de regreso. Cada día me pregunto cómo te irán las cosas y no hay noche en que no te encomiende a Nuestra Señora la Virgen de las Angustias. Tu padre, aunque no lo dice explícitamente, te añora y al acostarnos no puede reprimir un ¡Qué será de este chico! lo que me ha impulsado a escribirte antes de cuando pensaba hacerlo. Por aquí, la vida familiar sigue su curso con tu hermana Margarita haciendo planes de boda, siendo raro el día en que no salimos a ojear o a comprar algún detalle. Con los señores de Gándara, nuestros futuros consuegros, estamos en permanente comunicación y su hijo Luis visita ilusionadísimo cada fin de semana a Margarita. Tu hermano Tino, después de concluir Derecho y de disfrutar de unos días de vacaciones, ya está preparando las oposiciones a Notaría, la ilusión de tu padre.

He estado pensando que quizás con el poco dinero que llevaste de casa no tengas para vivir con cierta holgura mucho tiempo y además la vida en las grandes ciudades siempre es más cara, por eso en los próximos días recibirás un giro postal. Si necesitaras más me lo dices. No quiero que un hijo mío pase por dificultades.

Cuídate mucho, no tomes las bebidas muy frías y escríbeme unas letras en cuanto puedas.

Recibe el cariño de todos nosotros y un beso especial de tu madre".

Pocas líneas más abajo, un "Consuelo" de trazo firme y expandido demostraba a las claras que mi madre rebosaba felicidad y supuse que el matrimonio de Margarita tenía mucho que ver en su estado de ánimo.
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domingo, 3 de mayo de 2020


EN EL MADRID DE LOS 60  (IV)



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Este pensamiento idealizado se asentó en mi mente firmemente, no obstante se desmoronaba con el paso de los días, cuando comprobé que con las clases particulares apenas podía pagar la pensión y llegaron a evidenciarse, cuando me vi en la humillante situación de rogar a Josefina que abonara una consumición pretextando haber olvidado la cartera. Aquella noche tuve que regresar a casa andando, pues no tenía dinero ni para adquirir un billete del Metro.

La situación en que me encontraba no pasó desapercibida para Josefina, sobre todo, cuando a los pocos días, teniendo el dinero justo para invitarla a un café se le antojó una bolsita de almendras garrapiñadas. No tuve más remedio que confesar mi calamitoso estado económico.

—No puedo por más tiempo ocultarte la verdad, Josefina. Por más que estiro el dinero que consigo dando clases particulares, apenas tengo para pagar la pensión y hasta tomar un café, de vez en cuando, me resulta un extra que no me puedo permitir.

—Por eso no te preocupes, Álvaro—respondió Josefina—. Si únicamente podemos pasear, pues pasearemos. Me gustaría poder invitarte, pero a mí también me han restringido la paga. Se me ocurrió comentar en casa que salía con un muchacho sin recursos y mis padres no veas de qué manera se disgustaron. Ellos desean lo mejor para mí y siempre que la ocasión lo permite, me ponen en contacto con los hijos de sus amistades, muchos de ellos, ya tenientes.

Cuando Josefina me hizo esta confesión, encontré la ocasión propicia para desembarazarme de esta criatura de gran corazón, pero que no generaba en mí ningún sentimiento amoroso.

—Creo que lo mejor será que no sigamos viéndonos—dije con apariencia compungida—. Pienso seguir mi vida bohemia e intentar vivir de la poesía, y hasta conseguir mi objetivo, puede que pasen algunos años. Si te parece, podemos continuar la amistad esperando que vengan tiempos mejores y tal vez más adelante...

Josefina no me dejó concluir mi exposición.

—Lo siento, Álvaro. Eso sería alimentar esperanzas sin fundamento. Ya tengo veintidós años. Casi todas mis amigas tienen novio y alguna piensa en el matrimonio. Por otra parte no deseo que mis padres sigan sufriendo sabiendo que salgo con un muchacho sin porvenir. Ellos no entienden de romanticismo y las estrellas que en ocasiones nosotros contemplamos sobre el cielo de Madrid, ellos las imaginan en la bocamanga de un uniforme militar. Quieren lo mejor para su hija, ¡compréndelo!—pronunció desgarradamente.

—Lo comprendo, Josefina. De todos modos, tenemos nuestros teléfonos. Nos llamaremos alguna vez, ¿no?

Josefina, sin mirarme, hizo con la cabeza un gesto afirmativo, mientras acompañaba el gesto con un lacónico rictus que parecía expresar claramente su dolor.

Unas lágrimas resbalaron por sus mejillas y el silencio fue nuestro acompañante en tanto la tarde caía sobre un Madrid que me pareció, momentáneamente, despojado de su peculiar encanto.

Ni siquiera la acompañé a casa. Nos despedimos en la boca de Metro de Callao. Tras dos protocolarios besos, la juvenil figura de Josefina con su falda de pañal a cuadros, se perdió entre la multitud, escaleras abajo.
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