PASAJES DE “LAS LAMENTACIONES DE MI
PRIMO JEREMÍAS” (6)
CAPÍTULO II
La
bienvenida
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Mariano se calló y por unos momentos
sólo percibimos los chirridos del carromato y el jadeo de las bestias. Jeremías
captó la tensión del momento y enmudeció, hasta que al embocar la Plaza
Mayor , sirviéndonos
de guía, nos señaló con el dedo:
―Esa es la casa del señor cura.
Luego, dirigiéndose a mí, agitó la mano arriba
y abajo, indicando gran cantidad, y añadió:
―¡Ya verás cuántas cosas aprenderemos
aquí este verano!
La casa del señor cura, de planta baja
como casi todas las del pueblo, deslumbraba con una blancura cegadora como consecuencia
de las continuas manos de cal que recibía a lo largo del año. En el pueblo se
sabía, por boca del propio Esteban, el albañil, que ésa era la penitencia que
don Matías le imponía después de cada confesión «para que en lo sucesivo
procures tener tu alma tan limpia como mi fachada».
Don Matías, regordete, campechano,
hablador empedernido y muy comprometido con su ministerio sacerdotal, solía
acudir cada tarde al bar que lindaba con su casa para tomarse un «carajillo» y
echar un tute con las fuerzas vivas del pueblo, aunque su fin era siempre la
captación de feligreses. Miraba por encima de las lentes la entrada y salida de
los clientes, aprovechando cada ocasión que se le presentaba para granjearse la
amistad de los descarriados.
―¡Veinte en copas! ¿Has visto como
canto, Manolo?
―Ya veo, don Matías; está usted, muy
cantarín.
―Pues si fueras a la iglesia, me oirías
cantar… ¡hasta en latín!
Manolo, republicano en excedencia
forzosa, que nunca quemó iglesias por huir de ellas, sonreía, y sabiéndose
escuchado, le contestaba:
―¡Cómo es usted, padre! Con lo que le
gustan los rezos, ¡hace tiempo que tenía que ser Papa!
―Tienes razón en lo de rezar. Rezo
mucho, sobre todo por ti, Manolo, y por mi úlcera de estómago.
―No sabía lo de su úlcera ―contestaba
Manolo, sorprendido.
―Todavía no la tengo hecha, pero me
duele mucho el estómago cuando, desde mi ventana, te veo los domingos jugando a
la pelota en el trinquete a las doce menos cuarto. Y tú sabes muy bien que la Santa Misa es a las
doce.
―No se preocupe, don Matías. Voy a ver
si le curo la úlcera. El
domingo me dejaré caer por la iglesia.
―Cáete, pero no te hagas daño ―reía don
Matías. Y de nuevo, ya serio, continuaba su partida, colocándose las gafas,
arqueando las cejas, recogiendo de la mesa el rey y el caballo
de copas y, tras un suspiro, haciendo partícipes a sus compañeros de tute de su
íntima preocupación, concretada en un texto evangélico: «Tengo ovejas que no
son de mi rebaño, dice el Señor»
A continuación del
bar, después de un corralón que continuaba con la casa de Rosario, la
Peineta , el
carromato se detuvo en la
Plaza Mayor , frente por frente del Ayuntamiento, justo ante
el portalón de la casa de mi abuelo.
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