PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO
JEREMÍAS" (84)
CAPÍTULO
VI
El
cursillo de verano
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Cuando
creyó que era el momento adecuado, cerró la tapa de su reloj, lo introdujo con
cuidado en el bolsillo de la chaqueta y comenzó a decirnos:
―Hoy
quiero hablaros de un hecho que, seguramente, debido a vuestra juventud, todavía no habéis tomado
plena conciencia de su importancia. Se trata de que somos: es-pa-ño-les
―recalcó esta palabra accionando con
la mano derecha al pronunciar cada sílaba, y continuó diciendo―: Podíais haber
nacido en cualquier lugar del mundo, pero la
fortuna ha querido que vierais la luz en la nación más gloriosa de la Tierra. La historia de
nuestra patria ha estado siempre jalonada de grandes gestas, comenzando por la
expulsión de los sarracenos, que consolidó nuestra unidad, se continuó con el
descubrimiento de América y su posterior colonización y con tantas y tantas
batallas en las que nuestros soldados han llevado junto a la espada, la cruz,
símbolo de la fe que profesamos y que han hecho llegar el conocimiento del Dios
verdadero a países muy alejados del nuestro,
como Cuba o Filipinas. Esta gloriosa historia se ha ennoblecido, más si cabe,
hace tan sólo unos años, con la victoria sobre los infieles comunistas que
pretendían destruir lo que tan costosamente
habíamos atesorado los españoles a lo largo de los años, hasta conseguir hoy
día ser la reserva espiritual de Occidente. Y todo, ¿gracias a quién? ―peguntó.
Uno
de los mayores, al que sin duda resultaba familiar este discurso, contestó
después de levantar la mano:
―Gracias
a Franco, don Lucio.
―¡Efectivamente!
Nuestro Caudillo es la persona que la Providencia nos ha enviado para salvar a la Patria del desastre y de la
decadencia moral en la que se encontraba. La importancia de su legado en la
historia de España sólo es comparable a la de los Reyes Católicos por cuanto
ha conseguido hacer que nuestra nación sea: UNA, GRANDE Y LIBRE ―dijo, alzando
la voz―. Este hombre, dotado de cualidades sin igual, es el ejemplo vivo que
como modelo tenemos todos los españoles para alcanzar, junto a él, cotas
inimaginables de paz y bienestar.
Don
Lucio sacó un pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la frente para eliminar las
gotas de sudor que la perlaban, en un rostro totalmente enrojecido.
―Perdonad
si me embarga la emoción hablando del Caudillo ―dijo, mientras de paso limpiaba
también las gafas.
¿Necesitáis que os aclare algún hecho en torno
a la figura de tan insigne benefactor? ―preguntó, para tomarse unos instantes
de descanso.
―¿Es
cierto que a Franco se le aparecía una luz muy grande en el cielo cuando
comenzaba una batalla? ―preguntó un chaval pelirrojo, con la inocencia dibujada
en el rostro.
Todos
los muchachos nos reímos por la ocurrencia del compañero.
―Es
Juanito, el hijo del Entrepierna ―me
aclaró por lo bajines, Jeremías―. Ese chico cada día está más tonto.
―¡Silencio!
―reclamó, don Lucio―. Quizás, Juanito, te estás confundiendo con lo ocurrido en
la célebre batalla de Clavijo, cuando el apóstol Santiago, se apareció a las
huestes cristianas montando en un hermoso corcel blanco, haciendo posible con
su presencia la derrota del Islam. Del Generalísimo no consta ningún testimonio
escrito que hable de un acontecimiento tan excepcional, sin embargo, no sería
difícil admitir que un hecho similar se hubiera podido producir, teniendo en
cuenta que, en muchas ocasiones, el ejército rojo era superior en número al
ejército nacional y fueron derrotados por nuestro Caudillo con la ayuda
inestimable del brazo incorrupto de Santa Teresa.
―¿Del
brazo qué…? ―preguntó otro muchacho.
Viendo
que la charla tomaba derroteros imprevistos, don Lucio decidió cortar el turno
de preguntas.
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