domingo, 30 de agosto de 2020




PARÍS. OH, LÀ LÀ! (10)



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Gérad, no sé si deliberadamente. Prefirió dejarnos solos. Los primeros momentos fueron de pocas palabras y de una gran cantidad de miradas y tímidas sonrisas. Tras recorrer varias calle, Giselle, me invitó a cruzar el Sena por Le Pont Neuf, la zona más romántica deParís, según ella. En la Rue de Rivoli encontramos acomodo en “Chez Gastón· una brasserie de altos vuelos, en la que presagiando el importe de la consumición tomé únicamente soupe aux oignons y de postre pastel de tiramisú, pretextando no tener apetito. Menos mal que mi compañera de mesa tomó una ensalada y café, con la disculpa de mantener la figura; figura que pude observar con todo detalle cuando al despojarse del abrigo contemplé su busto, perdiéndome durante unos instantes, en las redondeadas formas que dibujaba el suéter de color crema tostada, a juego con el gorrito de lana y el abrigo.

Durante el almuerzo, el diálogo fue banal, centrándose en nuestras respectivas actividades.

—Estoy haciendo en La Sorbona un curso sobre Literatura Clásica francesa—dije, mintiendo como un bellaco—. Mi deseo es triunfar como poeta y París me parece una ciudad de gran inspiración. De hecho, en los meses que llevo viviendo aquí, ya he compuesto varios poemas.

C'est merveilleux, “Álvago”! Tal vez así podríamos comentar sobre la obra de Ronsard, Hugo, Balzac. Dumas, Sastre, Proust…y sobre tu poesía.

—Te hablaré de quién más te guste—dije, marcándome un farol—. Proust es uno de mis favoritos.

Mencioné a Marcel Proust porque en Navidades, había adquirido En busca del tiempo perdido, título que, por cierto, sirvió de mofa a mi padre cuando vio que lo estaba leyendo—. “Parece que lo has escrito tú”—. Se atrevió a decirme.

—¿Me mostrarás alguno de tus poemas?—. Suplicó Giselle, adoptando un tono mimoso en su voz.

—No tengo inconveniente, aunque no me gusta mostrar mi obra a cualquiera, Pero no te preocupes, en ese apartado siempre hago excepciones con quien empatizo...

Giselle agradeció el cumplido con una amplia sonrisa, momento que aproveché para pasar al contraataque.

—Y tú ¿qué haces?

—Además de conocer tu idioma, voy a una Academia de ballet, porque tengo la ilusión de pertenecer al Ballet de la Ópera de París. Puede que en uno o dos años me permitan debutar como figurante. Soy una aventajada alumna.

Desconocía cuál era su dominio del ballet, pero en cuanto a belleza, elegancia y figura no cabía la menor duda de que aventajaría a sus competidoras. ¡Quién sabe los sacrificios que mi acompañante estaría haciendo para mantener un tipo tan escultural!

La ciudad se convirtió en un hermoso cuadro de dorados amarillos que evolucionarían más tarde en ocres, cuando abandonamos el local y caminamos en dirección a la Place de la Concorde e hicimos un buen tramo de Les Champs Élysées.

En un momento determinado, Guiselle se interesó por mis tendencias políticas.

—No quisiera ser indiscreta, pero me gustaría saber con qué tendencia política te sientes más identificado.

Respondí, imaginando lo que siempre quise ser y nunca llegué a conseguir, pero de alguna manera debía de impresionar con mis reducidos méritos a aquel monumento andante y el majestuoso Paseo se prestaba a la grandiosidad de mis fabulaciones.

—Soy un poeta revolucionario y opositor. En mis años de universitario cree un panfleto llamado “La Reforma” en que de manera sistemática, criticaba a Franco, no por dictador, sino por ostentar el poder. Para mí, el poder corrompe y siempre tomo partido por el bando opositor. En Francia confraternizo con el centro izquierda y, habitualmente, leo el periódico “Le Monde”.

Giselle guardó silencio y por un momento pensé no haber coincidido con su pensamiento político, sin embargo, unos pasos más adelante, se volvió hacia mí y me sorprendió besándome la mejilla mientras me decía:

—.Je suis une révolutionnaire
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domingo, 23 de agosto de 2020




PARIS. OH, LÀ LÀ!  (9)

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Los meses de febrero y marzo pasaron sin que ocurrieran grandes novedades cono no fueran las que originaba mi creciente deseo de que  llegara el jueves para poder encontrarme con Gérard, cosa que no siempre ocurría. Entonces, escuchando a unos y a otros, entendía lo que podía y sonreía a cualquiera que me buscara con la mirada, con la intención de que mi mutismo no supusiera el eliminarme del grupo. Después regresaba a casa de madame Claudine esperando vehemente que la semana pasara velozmente.

En la soledad de mi habitación, componía versos, escribía a casa relatando historias con desarrollo y final feliz, con la sana intención de que mi familia no estuviera preocupada por mí y también… pensaba en Cécile. Desde que nuestro intercambio epistolar fuera languideciendo por la distancia, para finalmente fallecer de muerte natural, no sabía nada de ella. ¿Seguiría viviendo en Versalles? ¿Habría encontrado el amor? Cuando estos pensamientos acudían a mi mente procuraba apartarlos, pues hacía tiempo que mi decisión de no reabrir heridas era firme, como también lo era evolucionar y aceptar lo que en cada momento la vida me ofreciera, a poder ser, con el menor sufrimiento posible. También intenté comunicarme con Jeremías, sin encontrar en él el apoyo que necesitaba en esos momentos. Al parecer, trabajaba sin apenas descanso, intentando reunir el dinero necesario para establecerse por su cuenta. El poco tiempo libre del que disponía lo empleaba en conocer chicas. Digo esto porque la última vez que intercambié cuatro palabras con él, una tal Sylvie había reemplazado a Florence como visitante de su nidito de amor.

Hay días en que parece que todos los astros se armonizan de tal manera que cualquier cosa que hagas se verá coronada por el éxito. Ocurrió una mañana de abril en la que unas tenues nubes no impedían que la luz inundara  París, dotándole de una especial claridad hasta entonces para mí desconocida. Aquel día añadí a mi particular forma de vestir, una gorra de paño de diseño escocés en tonos verdes que hacía juego con mi kilométrica bufanda y por si esto fuera poco, desde hacía poco tiempo me había provisto de una cachimba de espuma de mar. Yo no fumaba, pero el olor del tabaco aromatizaba mi alrededor y me confería un aire de intelectual bohemio, o, al menos, eso creía yo.

En “Les Deux Magots” me encontré con mi amigo Gérard acompañado de una espectacular señorita que no tardó en presentarme.

—Ella es Giselle. Ya le he dado referencias tuyas porque, además de otras actividades, estudia español. He pensado que sería interesante que ambos os conocierais y de ese modo, pudierais practicar en vuestras respectivas Lenguas.

Giselle era una mujer de extraordinaria belleza. La candidez de su rostro resplandecía al estar enmarcado con un tocado de aspecto muy parecido al de Marianne, la mujer que representa a la República Francesa, aunque sustituyendo el gorro frigio por otro hecho a ganchillo y decorado en su lado izquierdo con una escarapela confeccionada con la misma lana. Un abrigo beige de entretiempo dejaba entrever una delicada silueta y manifestaba un gusto exquisito con el complemento de un pañuelo de vivos colores, que recorriendo la parte superior del abrigo se anudaba, graciosamente, sobre su pecho.

Impresionado por su presencia solo pude musitar:

Enchanté—. Mientras intercambiábamos los protocolarios besos.

Los tres tomamos asiento junto a unos tertulianos que se distribuían alrededor de una mesa ovalada situada en un extremo de la sala. En aquellos momentos el ruido era ensordecedor como consecuencia de una acalorada discusión entre seguidores y detractores del general De Gaulle. Las ideas políticas alcanzaban a las crónicas de los escritores que tanto en “Le Figaro” como  en “Le Monde” habían expuesto en sus respectivos diarios, sus editoriales. Giselle situada a mi lado acercó su cabeza a mi oído para comentarme.

—“Álvago”, aquí no podemos hablar rien de rien. Voulez-vous que nous sortions d'ici?

Oui. Me parece bien—respondí—. Y si te parece oportuno, me gustaría que hablásemos en español. Tu idioma lo entiendo pero no lo domino.

—No problema. Pero cometeré fallos. No lo hablo bien.

—No te preocupes. Creo que nos entenderemos—pronuncié mirando sus ojos grisáceos.
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jueves, 20 de agosto de 2020

PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA" (70)

CAPÍTULO X
La Ambición



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Margarita se vio obligada a acompañar a mi madre en la insulsa conversación que mantenía con doña Tasina, que bostezaba y hacía ímprobos esfuerzos para no quedarse dormida debido al sopor que le producía la comida.
Cuando por fin los invitados, vencida la tarde, nos abandonaron, un suspiro de alivio se escapó al unísono de las gargantas de Margarita y de mi madre.
―¿Pero te has dado cuenta de la clase de amistades que nos has traído a casa? ―pronunció mi madre un tanto airada.
―¡Mujer! ¡Mujer! ―se franqueó mi padre―. Tú solamente ves a unos humildes y honrados trabajadores faltos de educación y no piensas en el porvenir de nuestros hijos. ¿No te has dado cuenta de la manera en que Cuco observaba a nuestra Margarita? ¿Y si éste fuera el principio de un romance que asegurara el porvenir de nuestra hija? Piensa que, dentro de unos años, los padres no existiremos y los hijos de don Augusto serán licenciados en Derecho, y además ricos.
―Por favor, papá ―exclamó Margarita―. No pretendas emparejarme con quien no es de mi agrado. Ya me he dado cuenta de que Cuco me miraba, pero no tantas veces como las que observaba la fuente del lechón para ver si podía repetir. Además, no me ha gustado que en vez de cortejarme, se dedicara a jugar al mus, lo que me parece una falta de delicadeza por su parte.
Parece ser que la indiferencia mostrada por el hermano mayor, Cuco, procedía de su timidez y no de su preferencia por consumir el gorrino, porque, a los pocos días, mi hermana recibió una carta en la que el primogénito de los Repollezo, muy cursimente alababa su belleza y le pedía salir con él, “cuando tus estudios no lo impidan”. La primera reacción de Margarita fue de rechazo al no gustarle el pretendiente, pero por no desairar a mi padre, consintió en concertar una cita, si bien, puso como condición que no saldrían solos, sino en compañía de Nino y de una amiga que buscaría para completar el cuarteto. Esta amiga no podía ser otra que la inefable Goyita.
Según me contó Margarita, aquella cita transcurrió entre palabras entrecortadas y silencios prolongados. La falta de experiencia en el trato con las chicas de su edad, puso de manifiesto la poca soltura del primogénito en mantener una conversación que pudiera interesar a Margarita, y al darse cuenta de que tenía muy pocas posibilidades de encandilar a mi hermana, Cuco hizo lo posible por centrar su atención en Goyita, quien aceptó su conversación con el entusiasmo con el que solía recibir las escasas comunicaciones masculinas dirigidas a ella.
De aquella jornada, de la que Margarita salió totalmente decepcionada, surgió sin embargo el compromiso de un nuevo encuentro entre Goyita y el futuro heredero, Cuco.
Al enterarse tía Gertru del desarrollo de la cita, no pudo por menos de sacar su lengua a pasear, citando el conocido refrán: “La suerte de la fea, la guapa la desea”, convenientemente modificado: “Si a la mujer las carnes le tiemblan, a los hombres les retiemblan”, que era su manera de reafirmar que su sobrepeso era todavía motivo de encandilamiento para sus amigos y conocidos, aunque sus magros permanecieran fieles a la memoria de su difunto Cesáreo.
Me pareció que aquella cita frustrada sólo afectó a la moral de mi padre, pues tanto a mi madre como a las tatas, la falta de cultura de doña Tasina y las torpes maneras de sus hijos, no agradaban en absoluto, e incluso Petra, con el desparpajo que le caracterizaba, afirmó: “Bigardos como éstos, se encuentran hasta en mi pueblo”.
                                                       
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domingo, 16 de agosto de 2020



PARÍS. OH, LÀ LÀ!  (8)




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El jueves era mi día de descanso y lo aprovechaba al máximo recorriendo la ciudad desde las primeras horas de la mañana. Sustituía la ropa de trabajo por otra que me otorgaba un estudiado aspecto de intelectual. Solía vestirme con un jersey de cuello de cisne, pantalones campana y una larguísima bufanda que se enroscaba en mi cuello por encima del abrigo y me protegía del frío parisino. El atrezzo se complementaba con unas gafas de concha marrón con cristales sin graduación que encargué en una óptica con el pretexto de que servirían para una representación teatral. Mi bigote rizado y pelirrojo ayudaba a que mi aspecto resultara cuando menos sorprendente. La primera vez que madame Claudine  me vio de esta guisa, me hizo girar varias veces sobre mí mismo mientras exclamaba, Oh, mon Dieu! J´ai du mal á re reconaître.

En los primeros jueves de mi estancia en París, provisto de un plano, me dedicaba a conocer las zonas más céntricas y populares de la ciudad de la Luz. De la carencia surge la necesidad, por eso, poco a poco, fui utilizando el s´il vous plait, merci y otras muletillas cuando me veía en la necesidad de comprar en la boulangerie  y en la magasin de saucisses, pan y embutido con el que prepararme suculentos bocadillos con los que además de alimentarme, trataba de no menguar en demasía mi caudal pecuniario. Más que descubrir monumentos, mi empeño se centraba en conocer cafeterías en los se respirara un cierto aire de intelectualidad. Me sentía especialmente atraído por las situadas en la margen izquierda del Sena, en el barrio de Saint- Germain-des- Prés. Así, conocí entre otras,  “Les Deux Magots”, “Le Procope” o “La Brasserie Lipp”. Otras veces deambulaba por el barrio bohemio de Montmartre  y después, cruzando cualquiera de los puentes, me adentraba en Montparnasse.

El aprendizaje de Madrid me sirvió para entrar a fisgar en muchos de los cafés literarios que salían a mi paso. Entraba con descaro en el que despertaba mi interés, pasaba unos minutos en su interior echando una ojeada como si estuviera buscando a alguien y después de tomar nota del ambiente que allí se respiraba, salía con rostro afectado como si el inventado desencuentro me hubiera contrariado. Estaba claro que hacer una consumición en cada visita, hubiera desequilibrado mi presupuesto. Por fin en “Les Deux Magots” encontré acomodo. Dentro del café, varios corrillos de intelectuales cambiaban impresiones sin que pusieran pegas si alguno acercaba su silla. Así fue como me agregué a uno, que por estar compuesto por gente de mi edad, me pareció el más apropiado. Mi mutismo fue prontamente descubierto por Gérard, un individuo de aspecto bohemio y gesticulación amanerada, que muy amablemente me preguntó:

Tu es étranger?, n'est-ce pas?

Y sin darme tiempo a responder a aventuró a seguir haciéndome la filiación.

Portugais? Espagnol?

Je suis espagnol—respondí tímidamente.

—Entonces te hablaré en español, aunque no lo pronuncie del todo bien, pero creo que nos entenderemos. ¿Cómo es que has decidido visitarnos?—preguntó interesado.

—Estoy haciendo un cursillo en la Sorbona sobre literatura francesa

—Eso es muy interesante, mon ami.

—Sí, resulta muy enriquecedor conocer a los grandes escritores de Lengua francesa, además de que me sirve para poder manejarme con vuestro idioma. Lo malo es que únicamente puedo venir a estas interesantes charlas  los jueves, que es el día en que no tengo que asistir a clase.

Gérard comprendió mi situación. Me dio conversación toda la tarde e incluso tuvo el detalle de acompañarme hasta la Rue Royale.

À jeudi! — me dijo al despedirse.

Un vaso de leche y unos pastelitos fueron suficiente cena, para que aquella noche durmiera satisfecho pensando que había conseguido entrar en un Círculo literario parisino.
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jueves, 13 de agosto de 2020

 PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (70)

CAPÍTULO V

El  tío Caparras

Se conoce que, aprovechando la confesión, mi madre tuvo ocasión de sincerarse con don Matías, y seguramente no sólo de sus inquietudes espirituales, sino también de lo que en esos momentos la preocupaba sobremanera, que no era otra cosa que el lamentable estado de salud de su suegro y la soledad que le aguardaba en cuanto terminara el verano. Por otra parte, como buena creyente, sentía que en el último tramo de su vida, el abuelo necesitaba consuelo espiritual y alguien dotado de autoridad, como don Matías, que le fuera acercando paulatinamente a la práctica sacramental, que el anciano había abandonado desde la juventud. Cierto era que, tiempo atrás, sobre todo en fiestas, el abuelo asistía a misa e incluso arropaba con su presencia, junto a las fuerzas vivas del pueblo, las procesiones de san Isidro, san Antonio y santo Domingo de Guzmán, pero allí terminaba todo su fervor religioso. En alguna ocasión comentó entre sus allegados: «Como castellano viejo, creo en Dios, pero ya es mala suerte que haya que oír misa los domingos y festivos, justo cuando tengo que ir de caza».

Para don Matías, la salvación de mi abuelo fue a partir de entonces un acicate más, una prueba a superar en su incontenible celo de agregar almas a las que librar de las voraces llamas del infierno, y con tal fin pensó poner en práctica alguna estrategia de acercamiento, de la que obtener finalmente la total conversión del enfermo.

Para ello abordó a Petra tras el rosario de la tarde y le preguntó, discretamente, en qué momento «su señorito» se encontraba más despierto y relajado, y como le respondiera que después del desayuno era la mejor hora, le recomendó que en los siguientes días procurara que el anciano estuviera solo en el comedor, y que cuando llegara él, antes del mediodía, una vez iniciada la conversación nadie de la casa les interrumpiera.

Una mañana, después de decir misa y de que su sacristán, Pedro, el Repiques, hubiera cerrado la iglesia, don Matías se sentó en el tocón de un chopo que flanqueaba la carretera, abrió su breviario y meditó sobre el pasaje en que Zaqueo, subido a un árbol, siente curiosidad por ver al Señor, y cómo el propio Zaqueo se sorprende enormemente al oír del Maestro: «Hoy quiero hospedarme en tu casa». Ciertamente, la situación que don Matías imaginaba no era la misma, porque don Constantino no había pedido, ni tenía la menor idea de que ningún representante del mismo Jesús le visitara, pero el sacerdote estaba seguro de que por su mediación el enfermo oiría en su interior: «Hoy ha entrado la salvación en esta casa, pues el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido», y sintió él mismo un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo, reafirmándole una vez más que su vocación sacerdotal era la razón de ser de su existencia.

     

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domingo, 9 de agosto de 2020

 

PARÍS. OH, LÀ LÀ!  (7)

 

 

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Enseguida me di cuenta que tres seríamos multitud en aquel apartamento y como si hubiera sido un pensamiento ocurrente, aproveché para decir a Jeremías que me era urgente encontrar un lugar en el que vivir y las características que debería reunir.   

—Ahora que lo pienso, te recuerdo que hemos de buscar alguna pensión para mí—dije—. Pretendo que sea un lugar céntrico, aunque resulte caro.  He de regresar antes de junio y con el dinero de que dispongo y el que obtenga con algún trabajito pienso que pueda cubrir mis necesidades hasta esa fecha.

—¿Lo de vivir en el Centro es un capricho? Porque te va a suponer un pastón.

—Es casi una necesidad. Si aspiro a ser un poeta de prestigio, relacionarme con gente de cierta posición social es casi una necesidad y ello no sería posible viviendo alejado de donde la ciudad bulle.

—Como quieras, Álvaro. Haré lo posible para encontrarte alojamiento y trabajo. Para esto último, sin conocer el idioma, a lo más que puedes aspirar es a fregar platos. Tienes suerte de que me manejo medianamente bien en este mundillo y creo no tener dificultad para recomendarte en algún sitio. Debido a lo mal que pagan y a lo mucho que se trabaja, hay mucha rotación del personal.

Como mi primo esperaba el sábado gozar de la compañía de Florence, dio prioridad al asunto de mi alojamiento; problema que resolvió al día siguiente, acomodándome en casa de madame Claudine, una anciana a la que conocía por ser la viuda de un violinista que, en vida, conoció en calidad de cliente y que vivía a doscientos metros de la Rue Royale . De ella sabía que después de enviudar, complementaba su baja pensión admitiendo huéspedes de manera discreta. La mujer, a pesar de la edad, desprendía glamour por los cuatro costados. Nos recibió con un tocado en la cabeza y una cinta negra alrededor del cuello con la que intentaba disimular la flacidez del mismo. Ambos aditamentos parecía formar un todo con su propia anatomía. No puso reparos a mi presencia, aunque para asegurarse la misma, me exigió un mes por adelantado y me advirtió que para conservar la buena reputación de la que gozaba entre el vecindario, las doce de la noche era la hora más tardía a la que podría presentarme si quería dormir en su casa.

Un poco más costoso fue para Jeremías encontrarme  trabajo. Mi escaso conocimiento del francés me impedía poder entablar una conversación fluida y esto en hostelería resultaba una dificultad insalvable. El asunto se solucionó cuando Jeremías se relacionó con monsieur Albert, un orondo propietario de un restaurante de comida preparada, especial para turistas, que necesitaba mano de obra no cualificada. Me llevó a la cocina en donde trabajan un turco y un armenio, me mostró el fregadero y una escoba, diciéndome entre carcajadas: “Avec ces outils tu n'auras besoin de causer”.

Acuciado por la necesidad, no tenía más remedio que llevar una doble vida. Seis días a la semana ejercía como un humilde empleado, una especie de “chico para todo”, en las que mis manos pasaban del estropajo a la escoba y de esta a la bayeta o al plumero, según fueran las necesidades del establecimiento. Cuando concluía mi agotadora jornada laboral en el establecimiento ubicado en el barrio Latino, regresaba en Metro hasta las proximidades de la Place Vendôme y desde allí caminaba a mi céntrico hospedaje de madame Claudine. Después de una ducha, en mi cuarto-cuchitril escribía hasta que el sueño me rendía o hasta que mi encantadora anfitriona golpeando suavemente la puerta con los nudillos, me daba las buenas noches con un invariable, “À demain, fais de beaux rêves”. 

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domingo, 2 de agosto de 2020

PARÍS. OH, LÀ LÀ! (6)



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Localizar a Jeremías no fue tarea fácil. Ni siquiera sus padres disponían de su número telefónico. "Nos llama de vez en cuando a la Centralita de la Plaza y le escuchamos tan mal, que le hemos dicho que más vale que se guarde el dinero y venga a vernos para la Fiesta. Hemos creído entender que se encuentra bien"— fue la contestación de mi tía Lucía. Por fin, y gracias a su amigo "El Chimenea", pude hablar con él. Una voz juvenil, pareció alegrarse con la llamada y  me respondió al otro lado del hilo telefónico proporcionándome la dirección a la que tendría que dirigirme para encontrar su lugar de pernoctación. "Vivo bastante alejado de la Estación y darte el modo de llegar aquí en Metro y bus, sería muy complicado. Más vale que cojas un taxi, que tú bien puedes"—concluyó, creyendo que nadaba en la abundancia.

El día en que abandoné mi hogar, no quise que me acompañara nadie a la estación. Era una tarde invernal en la que el expreso Madrid- Hendaya- Paris llegaría sobre las diez de la noche a la estación Campo Grande. Al despedirme, besé a tata Lola, estreché la mano de Gabriela, me fundí en un abrazo con Margarita, rocé la mejilla de mi padre, que siguió leyendo el periódico como si la cosa no fuera con él, y, en el descansillo, junto con un abrazo elevé a mi madre para que sus lágrimas empaparan mi rostro. "Cuídate, corazón", fueron sus palabras, entre sollozos. Al embocar la calle Gamazo, una densa niebla me impedía ver más allá de tres o cuatro metros y eso me producía una sensación de soledad y tristeza infinita. Con mi preocupación y mi maleta a cuestas, en la Plaza de Colón, al introducir la mano en el bolsillo del abrigo noté el tacto de un billete de mil pesetas. Se trataba de un complemento amoroso de mi madre que se añadía a la generosa cantidad de dinero con la que me había provisto  en casa.

Un viaje agotador en el que no pegué ojo y un dolor de costillas magulladas, se vio recompensado por el tibio sol parisino que me saludó tan pronto puse mi pie y mis ilusiones en la Gare de Lyon.

A medida que un taxi me conducía a casa de Jeremías, pude apreciar la degradación de viviendas y ambientes. Mi primo vivía en una zona bastante alejada del Centro y gracias a que, según su indicación, la llave reposaba oculta bajo el felpudo, pude entrar en su domicilio. Repuse fuerzas con bocadillos sobrantes del viaje y me quedé profundamente dormido, apenas me recosté en un sofá. La voz de Jeremías me despertó con un amable:

Mon gars, ça va? —Dándome prueba evidente de sus conocimientos en el idioma galo.

—Estoy cansado pero bien—respondí, medio dormido.

Hacía muchos años que no había visto a Jeremías y le encontré muy cambiado. Con más de treinta años cumplidos y sin que su piel hubiera renegado del tono cetrino de antaño, había estilizado la figura conservando una delgadez que le confería un aspecto atractivo. Se le notaba desenvuelto, con ademanes más refinados que los que recordaba y sobre todo, hablaba distendidamente, manteniendo una continua sonrisa en el rostro.

—Así que has venido con la intención de hacerte famoso en París—comenzó diciendo—. No te resultará fácil pero puedes conseguirlo. Hace catorce años que llegué a esta ciudad y al principio todo fueron calamidades. Empecé de pinche en una brasserie, después en otra, hasta que no hace mucho, al hablar francés con cierta fluidez, he conseguido el puesto de camarero en un conocido restaurant. Eso ha hecho posible que pueda costearme el precio de este cuchitril. Ahora tengo acceso a propinas y espero, si todo va como pienso, establecerme por mi cuenta y seguir progresando.

—Ya veo que tu idea de convertirte en el amo de París, no se te ha ido de la cabeza.

—Ya descubrirás, primo, que el dinero lo es todo. ¿Te acuerdas qué desprecios sufría en el pueblo por ser hijo del “Mecagüen”? ¿Y de los desplantes que me daba Rosita la de la Nicanora?—Se sonrió abiertamente—. Ahora, aquí nadie conoce a mi progenitor y no me faltan mujeres. Este fin de semana vendrá de invitada  Florence y puedes creerme que no es la primera que ha visitado este hospedaje.

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