miércoles, 3 de septiembre de 2014

PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS...."  (1)

Comienzo hoy la publicación de pasajes de mi última novela, para que vayáis entrando en materia...

CAPÍTULO I
La Ostentación

Aunque los mayores nos dicen que el tiempo sólo transcurre vertiginosamente para ellos, lo cierto es que, en mi caso, los dos siguientes años desde nuestra incursión veraniega por tierras zamoranas, pasaron con tanta rapidez que apenas fui consciente de los cambios experimentados en mi anatomía. De aquel muchacho bajito, de pantalón corto y bigote incipiente, daba testimonio una fotografía color sepia en la que aparecía rodeado de toda la familia, ante la puerta de Rosario La peineta; nada que ver con el muchacho espigado y un tanto desgarbado en que me había convertido. Ahora, además de usar pantalón de pernil largo, que me ocultaba la pelambrera, sufría la servidumbre de verme obligado a pasar por mi cara cada quince días, la maquinilla de afeitar, complementada con la inseparable hoja Palmera. Parece ser que la mente no llevó el mismo ritmo de crecimiento porque, en opinión de mi padre, seguía permanentemente instalado en la niñez, o al menos eso me repetía en cuanto le daba ocasión de hacerlo. Eran vanos intentos de que al escucharlo, se fuera grabando en mi sesera como un mantra, hasta conseguir su maduración total, y cesara de una vez por todas, en las continuas disputas que mantenía con mi hermano Tinín, por las causas más triviales.
Con frecuencia, recordaba aquel verano del 52 en el que tuve ocasión de conocer el pueblo de mi abuelo Tino, las gentes que lo poblaban y, entre ellos, a un personaje único y peculiar: mi primo Jeremías. A sus quince años, tres más de los que yo contaba en aquellos momentos, hizo ímprobos esfuerzos por abrirme los ojos a la realidad de su mundo, creando en mi interior un cúmulo de conocimientos y sensaciones totalmente novedosas, que a la postre resultaron en la práctica inútiles dada la diferencia cultural en la que ambos nos desenvolvíamos. Sin embargo, reconozco que la experiencia vital que me aportó mi pariente, haciéndome creer que a mi corta edad podría afrontar la vida alejado de la protección paterna, resultó una experiencia inolvidable. Las andanzas de las que ambos fuimos partícipes, el contacto con la naturaleza que circundaba el pueblo, nuestros escarceos amorosos y, sobre todo, los continuos lamentos con que mi primo me obsequiaba, contándome la causa de sus desdichas, quedaron tan grabadas en mi memoria que ni siquiera el tiempo, que todo lo borra, impedía que aquellos acontecimientos acudieran a mi mente con toda su fuerza en los momentos en que, como cualquier adolescente, me enrabietaba pensando que el mundo era un cúmulo de imperfecciones que me urgían, impacientemente, a modificarlo todo con la absoluta seguridad de que de mi actuación dependía rehacer la historia. ¿Por qué, no habría de ser yo, me preguntaba, la persona elegida por un desconocido Ser Superior para eliminar de un plumazo las injusticias que asfixiaban a los oprimidos y las penalidades y enfermedades que agobiaban a otros? Sentía en mi calenturienta mente el discurrir de éstos y otros utópicos pensamientos y me embobaba imaginando aventuras que harían de mí un Mesías liberador y milagrero al que las gentes buscarían para eliminar sus males. Provisto de un poder ilimitado, me veía capaz de remediar calamidades sin fin. En definitiva, sería un nuevo quijote, incansable caminante que acudiría de un lugar a otro, al encuentro de nuevos desmanes que corregir... Cuando mi tía Gertru me sorprendía absorto en tales pensamientos, sin que me percatara de su exuberante naturaleza de ciento veinte kilos, plantada frente a mí, no podía reprimir el gesto de acariciarme la barbilla y exclamar con tono burlón: “¡qué bonita es la pubertad!”, antes de disponerse a tomar junto a mi madre, tarde sí y tarde no, el estupendo chocolate que tata Lola les preparaba.
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