PASAJES
DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS..."
(2)
CAPÍTULO I
La Ostentación
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La muerte del abuelo, acaecida
unos meses más tarde de nuestra partida, en aquel inolvidable verano, fue para
todos, pero especialmente para mi madre, un duro mazazo del que se fue
reponiendo lentamente. Puedo dar fe de que a dúo con tata Lola le rezaban un
rosario diario. Las misas gregorianas, que previsoramente encargó el difunto a
su nuera, también fueron dichas en varias iglesias con una continuidad tal que,
a mi entender, aseguraron holgadamente la salvación de su alma. Por aquellos
días mi madre se vistió de luto riguroso, tiñendo en negro buena parte de su
vestuario. Hizo el propósito de no salir de casa en seis meses, salvo cuando se
dirigía a la iglesia, para cumplir con las más elementales normas que imponía
el duelo. En casa, entre rezos y lloros, intentaba buscar una explicación a tan
rápido desenlace, mientras que mi padre, al observarla, sólo pronunciaba frases
que intentaban justificar el óbito: “Podía haber vivido muchos años más, pero
él se lo buscó, por descuidarse y no acudir al médico al sentir los primeros
síntomas, que es cuando tenía que haber ido”. A mí, este tipo de comentarios me
herían porque conservaba del abuelo Tino un grato recuerdo. De él nunca me
faltaron caricias ni propinas, y si tuvo en vida algún defecto, como cada quien,
supo enmendarse a tiempo con la ayuda inestimable del párroco, don Matías.
Según relató Petra, la Tunanta, su
sirvienta, soportó la enfermedad con gran entereza y cuando presintió que su
fin estaba próximo, pidió los Santos Sacramentos para morir “como un santo”
―decía ella― que, muy a su pesar, acertó vaticinando, de que por Navidades,
comería las castañas ella solita.
Con la casa del pueblo vacía y
un tanto abandonada, mi madre utilizó esta circunstancia como perfecta excusa
para cambiar nuestro destino vacacional, aunque mi padre insistiera en
continuar eligiendo el hogar de sus padres como el idóneo para descansar en los
siguientes veraneos, haciendo, eso sí ―decía―, algunos arreglillos en la casa y
en el jardín. Pero esta vez, mi madre, ejerció como “doña Consuelo” y se negó
en redondo a que sus hijos tuvieran que escuchar los discursos del tío Caparras, las continuas palabrotas
del tío Mariano, la incomodidad de disponer únicamente de un cuarto de aseo y,
lo que para ella constituía un problema vital: Margarita, ya había cumplido
diez y seis años y resultaba evidente que en aquel pueblo no tenía posibilidad
alguna de relacionarse con muchachos de nuestro abolengo. Así, plantada y
resuelta, hizo que mi padre no tuviera más remedio que buscar lugar de veraneo
en la Costa Cantábrica, por ser ésta la zona marítima más próxima a Valladolid.
Ésa fue la tarea y preocupación de mi padre a partir de ese momento. Provisto
de un mapa y de información precisa sobre el destino vacacional de gente de
prosapia, dedicó buena parte del tiempo libre de que disponía en la notaría, a
analizar escrupulosamente un sinfín de localidades, fijándose más en qué
familias vallisoletanas solventes las habían elegido como lugar de descanso,
que en la belleza del lugar y de su entorno. Dudó entre Cudillero, Ribadesella,
Noja, Laredo, Biarritz y otras poblaciones a cual más bellas y pintorescas,
decidiéndose al final por Zarautz, porque, según le había informado don Clemente
Peribáñez y Díaz de Quijada, Registrador de la Propiedad a la vez que amigo y
tertuliano en el Círculo de Recreo, era el lugar en donde la exquisitez y el
buen gusto iban de la mano. El clima acompañaba a que las féminas lucieran sus
mejores galas, y siendo una villa muy industrializada, no resultaría difícil
encontrar algún pretendiente de familia acomodada para mi hermana Margarita.
―En Zarautz ―aclaraba muy serio
don Clemente―, nuestra hija Finita, encontró el que hoy es mi yerno y hasta la
fecha no tenemos queja de un muchacho que visita a diario su fábrica de aceros
laminados en un impecable “Mercedes”. Además ―añadía, guiñando un ojo y dando
una palmadita en la rodilla a mi padre―, a partir del enlace, tenemos cada año
resuelto el problema del veraneo y disfrutamos de un palacete el tiempo que
queramos, y por si fuera poco, ¡de balde!
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