PASAJES
DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS..."
(7)
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Descorrí las
cortinas de mi habitación y observé el caminar apresurado de las gentes por la
calle Duque de la Victoria. Desde esta ventana, situada en un extremo de la
casa, se podía contemplar un panorama más atrayente que el de las demás
habitaciones de la vivienda, cuyas vistas daban a la calle Regalado, por donde
nuestro hogar tenía su entrada. Éste era el habitáculo que mis padres me habían
asignado al comenzar el curso, para separar, acertadamente, mis sueños y mis
vigilias de las de mi hermano Tinín. La mudanza se hizo con la sana intención
de que, con el nuevo acomodo, tuviera la tranquilidad necesaria para estudiar y
superar las asignaturas del bachillerato que me llevarían un día a la Facultad
de Derecho y, posteriormente, a opositar a Notarías, para heredar en su momento
el despacho paterno. Eso pensaban ellos... Pero la libertad y la soledad tienen
sus riesgos, y yo en aquellos momentos no debía de ser tan responsable como se
me suponía. Cada poco me levantaba de mi asiento y me asomaba con más frecuencia
de la que debiera a ver el trasiego de los viandantes y su cambio obediente de
acera, siguiendo las indicaciones del guardia urbano que dirigía la circulación
en el cruce. Así pasaba buena parte de las tardes, mirando y dejando volar la
imaginación, de forma tan continuada que a veces pasaba más tiempo soñando con
la frente pegada al cristal de la ventana que en la cama.
Mi madre notaba
el cambio de actitud por la que estaba atravesando mi frágil figura y me miraba
sin decirme nada, como si quisiera que fuera yo mismo quien resolviera tal
situación. A mí me faltaba valor para entablar el diálogo que en ocasiones
anteriores había servido para que, problemas que suponía irresolubles, se
diluyeran como un azucarillo en agua, cuando, solícita, me aconsejaba o me instruía;
pero, de un tiempo a esta parte, sentía cierto reparo en comunicarle mis
sentimientos y eso que los asuntos que me agobiaban eran conocidos por ella
desde tiempo atrás. Sabía por boca de Margarita que desde hacía algún tiempo me
sentía atraído por su amiga Cristina, y también conocía las nefastas
consecuencias de mi frustrado enamoramiento; sin embargo, había dentro de mi yo
más profundo un sentimiento de inseguridad no experimentado hasta entonces, que
atenazaba mi garganta y me impedía dirigirme a ella para expresar lo que
verdaderamente sentía. Varias veces estuve tentado de mantener una conversación
con mi madre para que me explicase, de una vez por todas, qué mecanismos regían
el cerebro de las mujeres en su relación con los hombres; como, por ejemplo,
por qué Cristina no me hacía puñetero caso, ahora que la superaba en altura...
Pero lo cierto era que cuando repensaba las preguntas, me ruborizaba al considerar
que eran demasiado pueriles para un chico de mi edad. ¡Si fuera chica, otra
sería la cuestión! Margarita no tenía ningún reparo en pasarse el día
cuchicheando secretitos en la oreja de mi madre y si por casualidad pasaba
cerca de ellas, me decía airada: “¡vete, pesado!, que mamá y yo estamos
hablando de cosas de mujeres”. Esa era la gran diferencia: mi sexo. Este sexo
que Dios me había dado y que por el momento no me servía para hablar de tú a tú
con mi padre, del que sólo recibía consejos, directrices, avisos, y si las
cosas no funcionaban como él quería: reprimendas. ¡No era justo!, el mundo no
era justo conmigo, me repetía una y mil veces, y me sumía en la tristeza,
tragándome un rosario de preguntas sin respuesta.
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