PASAJES DE
"CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS... " (21)
CAPÍTULO III
La Prepotencia
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Llegados a la iglesia de San Juan, por
vez primera, tuve ocasión de postrarme a los pies de la Virgen de la Soledad.
Unas rejas separaban su frágil y enlutada figura del resto de la nave. En una atmósfera
silente, aromatizada por la ingente cantidad de ramos de flores allí
depositados, sentí una agradable sensación de paz, aunque un escalofrió
recorriera mi cuerpo cuando descubrí en su rostro un reguero de lágrimas. Las
huellas de su dolor irradiaban serenidad y ternura a raudales y comprendí la
devoción que los abuelos sentían por esta advocación de la Madre de Dios, así
como su deseo, a la postre realizado, de que esta imagen quedara impresa en los
recordatorios cuando se produjera su fallecimiento.
Con una doble genuflexión, acompañada
de una inclinación de cabeza a todas luces exagerada, mi padre dio por
concluida tan protocolaria visita y me invitó, acto seguido, a disfrutar de un
delicioso pincho de tortilla en una de las cafeterías de la Plaza.
―Pónganos también dos vasos de agua
―indicó al camarero, para acto seguido explicarme, como era costumbre, su proceder―.
Hemos de reponer fuerzas, pero sin que el vino o la cerveza me aturdan y no
sepa dar cumplida razón de mis pretensiones al perillán de don Jacinto. Un negocio
es un asunto muy serio en el que hay que tener a punto toda la artillería
disponible.
Desandando el camino, enseguida dimos
con Félix. Se sujetaba apoyando la espalda en el lateral del coche, masticando
el mondadientes según costumbre. Se conoce que él había encontrado también
algún “templo” donde reponer fuerzas y adorar al dios Baco, pues el rostro enrojecido
y el desparpajo con el que habló a mi padre, así lo indicaban:
―Pase y acomódese el señor notario y la
compaña ―dijo, abriendo la puerta del vehículo― que en menos que canta un gallo,
nos llegamos al Cubo.
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