JOAQUÍN, EL HIDALGO DE URUEÑA
Apenas 50 Km. separan Valladolid de Urueña y, en tan corta distancia, es
posible retroceder en el tiempo.
Paulatinamente, abandono la industrial ciudad, la autovía, la fronda de los
montes Torozos que me abraza a ambos lados de la carretera comarcal, hasta que logro divisar
la muralla de la primera Villa del Libro de España, pórtico del Medievo. Aparco
y atravieso a pie el arco que me saluda mostrándome las piedras que se
descubren ante mí, venciendo a duras penas la pertinaz niebla.
El encanto me envuelve
mientras me dirijo, lentamente, hasta el centro e-LEA Miguel Delibes. Allí
tengo una cita con la Asociación "Amigos de Joaquín. Fundación Joaquín
Díaz". Llego tarde. Hubiera resultado pueril atribuir la tardanza al
embobamiento que me distrajo contemplando casas solariegas y calles empedradas,
limpias como la mañana. Joaquín. observa e interviene en la reunión, dando
opinión sobre asuntos concernientes a la Asociación. Este hombre posee, el
porte de un hidalgo, la voz armónica, la mirada aguda y la mente lúcida, siempre
dispuesta a abordar nuevos proyectos culturales. Vive en una casona del siglo
XVI en la soledad multitudinaria de libros e instrumentos que se ofrecen a
quien visita el Centro Etnográfico que lleva su nombre. Cerca de allí se puede
contemplar un museo de campanas enmudecidas que deberían repicar desde las
almenas dando tañidos de agradecimiento. ¿Qué hubiera sido de Urueña sin
Joaquín?. El anfitrión, uno a uno, nos saluda, nos estrecha en un abrazo
entrañable de amigo verdadero. Yo, también me reencuentro con añoradas
amistades y vuelvo a recorrer las calles de este pueblo sorprendente en el que
las librerías salen a tu encuentro como setas en húmeda otoñada.
Después, la comida fraterna que nos reúne y nos
alimenta con un ingrediente que no figura en el menú: la amistad. Por motivos
familiares me veo forzado a acortar la sobremesa. Joaquín me despide con la
cordialidad acostumbrada. De vivir en otro tiempo, hubiera inspirado a Gaspar
Sanz su "Fantasía para un gentilhombre".
Antes de regresar, no me resisto a contemplar, de
nuevo, las murallas ni la incomparable atalaya desde la que se divisa el mar
desecado de Castilla. El sol quiere que pueda contemplar la Ermita de Nuestra
Señora de la Anunciada, tantas veces sumergida en ese mismo mar de nubes.
Por el camino, tarareo, "Dime, ramo verde"
y la voz del hidalgo se superpone, hasta acallar la mía. En la Mudarra, el
tendido eléctrico me devuelve, a mi pesar, al tiempo presente. Es entonces,
cuando añoro, la dorada tranquilidad de Urueña.
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