PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (51)
CAPÍTULO III
La casa del abuelo
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Después de soltar esta
perorata, el abuelo, estirando y encogiendo párpados y labios, se agarró a la
silla, luego a la mesa, se cambió de mano por dos veces el bastón y dando un
fuerte resoplido, consiguió por fin sentarse.
Como si el quejido fuera una
señal de inicio, mi madre aprovechó la ocasión para
bendecir la mesa, como hacíamos todos los días.
―Te damos gracias, Señor, por
el alimento que tan generosamente nos concedes. Fortalece nuestro cuerpo y
aumenta nuestra fe para que, siendo fieles al Evangelio, compartamos un día con
nuestros hermanos mejores manjares en la mesa celestial
de tu Reino.
―Amén ―respondimos todos al
unísono, no con tanta devoción como deseosos de paladear cuanto antes las
exquisitas judías estofadas que Petra nos había preparado.
Mi madre, atenta como siempre
al más necesitado, creyó que era urgente atender a Jeremías, y en un tono
jovial le dijo:
―Ea, Jeremías acércame el
plato, que por ser nuestro invitado, te voy a servir el primero.
Jeremías se sonrió y, una vez
servido, sin esperar a que las judías llegaran a nuestros platos, sumergió la
cuchara en el suyo y las fue engullendo con tanta animosidad que cuando mi madre
concluyó la ronda, preguntó:
―¿Se puede repetir?
―Si hijo, faltaría más ―dijo mi
madre, escanciándole otros dos buenos cazos de judías.
―Si quieres, puedes comerte las
mías ―arguyó el abuelo quién, entornando los ojos, quizás recordando épocas
pasadas, exclamó resignadamente:
―Ya no me vuelve el apetito,
aunque tenga delante unas buenas judías con chorizo.
Durante unos minutos sólo se
oyó una sinfonía de percusión en la que las cucharas, como improvisadas baquetas,
golpeaban con energía los platos, hasta que el abuelo, que asistía resignado al
espectáculo, tomó la palabra para decirnos lo que seguramente había estado
rumiando en los últimos meses de soledad:
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