domingo, 4 de mayo de 2025

 

LA ELECCIÓN DE UN PONTÍFICE

 

 

La Iglesia de Roma estaba vacante. Tras la muerte del último Papa y sus tradicionales exequias, los Cardenales, algunos venidos de remotos lugares del planeta, aprovechaban sus días de estancia en el Vaticano para conocerse, cambiar impresiones y reunirse en Congregaciones Generales en donde obtenían información sobre la situación de la propia Iglesia, sus retos y la orientación con la que afrontar las circunstancias en las que se vería implicada una Institución secularmente rígida, ante los desafíos de los nuevos tiempos.

En un clima fraternal y distendido, los cardenales parecían estar de acuerdo en que el Cónclave, en el que únicamente podrían participar los purpurados menores de ochenta años, sería de corta duración y que pronto podrían regresar a sus Sedes en donde habrían de poner en marcha las nuevas directrices del que finalmente resultara elegido.

Iniciado el Cónclave y, consecuentemente, las votaciones, a nadie extrañó que, tras los dos primeros días, la fumata negra indicara que ninguno de los votantes había obtenido el apoyo de los dos tercios de sus compañeros para obtener el Papado. Así, pasaron algunos días, mientras, el humo negro certificaba, varias veces al día, el desacuerdo.

En la Capilla Sixtina crecían las posiciones enfrentadas y parecía imposible, a corto plazo llegar al consenso. Fue entonces, cuando uno de los asistentes pidió la palabra. Se trataba de fray Timoteo, un cardenal perteneciente a la Orden de Predicadores, elevado a la categoría de Príncipe de la Iglesia sin haber sido antes Obispo. Al parecer, tal distinción se debió al hecho del haber impartido, por dos veces, un retiro al Colegio Cardenalicio donde expuso sus ideas acerca de la Sinodalidad, tesis que agradaron sobremanera al Pontífice recién fallecido.

“¿No os sentís incómodos— afirmó fray Timoteo—porque no hayamos podido alcanzar un acuerdo después de varios días de deliberaciones? El pueblo de Dios se preguntará, si acaso, no estamos tan divididos como los no creyentes que persiguen el poder por el poder”.

Se hizo un profundo silencio tras el cual el purpurado continúo diciendo: “Os conmino a que mañana, a más tardar, nombremos al sucesor de Pedro”.

“Me parece muy oportuna vuestra reflexión—comento el Camarlengo— . Y, en consecuencia, propongo como candidato a vuestra eminencia”.

“Esa opción parece disparatada—replico fray Timoteo—Soy de los últimos en llegar al cardenalato y ya tengo setenta y nueve años, con lo que la probabilidad de llevar a término tareas importantes, parece poco probable”.

“El tiempo no existe para Dios—aseveró el Camarlengo—El Papa Juan XXIII es un buen ejemplo de ello”.

Celebrada la votación, el Cardenal Timoteo obtuvo la mayoría necesaria. Al ser preguntado sobre el nombre elegido para su Pontificado, sin titubear afirmó: “Pablo VII”.

El público congregado en la Plaza de San Pedro prorrumpió en una gran ovación al advertir que era la fumata blanca la que salía de la chimenea.

 

 

4 comentarios:

  1. Curioso
    Ojalá piensen así y se decidan sin intereses

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    1. La imaginación no conoce límites. La realidad se hará conforme disponga el Espíritu Santo para bien de la Iglesía. Gracias por comentar.

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  2. Parece lógico ,él fue el único que tuvo una buena idea ,para agilizar el proceso,Carlos

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    1. Veremos a ver, amable comunicante, si esta vez la ficción supera a la realidad. Gracias por comentar. Saludos.

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