domingo, 15 de mayo de 2016

PREJUICIOS PROVINCIANOS

Recordando  los momento felizmente vividos, lastimándome con el reiterado pensamiento de que no volverían a repetirse y, sobre todo, intentando no encontrarme con nadie, deambulaba por las angostas callejuelas periféricas de aquella ciudad provinciana. Con el cielo encapotado, ni siquiera mi propia sombra me acompañaba en mi errático paseo.
Desde hacía ocho meses, y a petición propia, ocupaba mi plaza en los Juzgados de esa pequeña capital, huyendo de la gran ciudad, o, a decir verdad, huyendo de un fracasado matrimonio, que se rompió a los pocos días de haberlo celebrado canónicamente, después de asegurarnos de que sería eterno; no en balde, acumulábamos la experiencia de haber convivido varios años, antes de dar el paso definitivo Pero el orgullo, la falta de sinceridad o ¡vaya a usted a saber qué! nos abocó a tomar la decisión de separar nuestras vidas, eso sí, civilizadamente, aunque eso no impidiera, cargar con el bagaje del amargo desencanto.
En aquella pequeña capital, luego de un tiempo de ir diluyendo la amargura con nuevas amistades, conocí a Beatriz. Seguramente, ella encontrara en mí, la novedad una masculinidad madura y la atrayente seguridad del puesto que ocupaba. Yo, en ella, la jovialidad de una veinteañera que unía a su belleza un alma clara y transparente. En seguida empatizamos. Nuestros encuentros tenían la virtud de hacerme creer que las puertas de la felicidad volverían a abrirse  de nuevo, porque las tardes junto a ella tenían un encanto especial. La primera vez que tomé su mano, fue un momento glorioso, únicamente superado cuando instantes después, rocé sus labios por primera vez.
Vivíamos en un estado de plena felicidad en esos comienzos del recién iniciado noviazgo. Incluso me sugirió la posibilidad de conocer a sus padres, mientras hacíamos planes de futuro. Fue entonces cuando no tuve más remedio que ponerle al tanto de mi situación. " Debemos ir despacio, soy un hombre separado, que tal vez algún día obtenga la nulidad de mi matrimonio—. Le dije con inmenso dolor"
Al levantar la vista pude ver su expresión de gacela herida y unas lágrimas resbalando por su cara. Al cabo de unos minutos, sacó fuerzas para confesarme: "No podemos continuar con esta situación—me dijo— Mi padre jamás aprobaría un matrimonio que no fuera por la Iglesia. Siempre soñó con llevarme al altar vestida de blanco. Vivimos en una pequeña ciudad, no lo olvides". Se levantó y, sin dejar de llorar, me pidió que no la acompañara.

Desde entonces, digiero mi segunda derrota amorosa. Apenas salgo de casa, y cuando lo hago, como hoy, recorro calles vacías de lugares apartados. No tardaré en solicitar de nuevo, un cambio de destino.

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