PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (13)
CAPÍTULO
III
La casa del abuelo
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Afortunadamente
para mí, Jeremías, con el estómago más que lleno, olvidó mi proposición de
enseñarme a pescar ranas y, en su lugar,
me invitó a pasar la tarde en el lugar donde solía ir en ocasiones a pensar y a
lamentarse de su escasa fortuna y de su condición de niño mal nacido. El paraje
estaba situado a escasos quinientos metros de la iglesia, cerca de los
lavaderos, pero lo suficientemente
alejado del pueblo para que los ruidos del quehacer cotidiano no perturbaran la
paz que se podía disfrutar en esa enorme pradera, surcada por un zigzagueante
regato que discurría paralelo en aquel lugar, a las vías del ferrocarril
Zamora-Salamanca, parte del recorrido Gijón-Sevilla, llamado con orgullo por
los lugareños como «La Ruta
de la Plata ».
Allí
nos tumbamos, permaneciendo un buen rato en silencio, dormitando. Jeremías se
cambiaba de postura constantemente, en un intento de que su estómago girara
como una hormigonera para digerir la copiosa comida, y yo miraba el cielo,
salpicado de algodones cambiantes de forma, mientras el aire, moviéndome el flequillo,
me traía de paso el inconfundible olor del agua fangosa, que discurría
perezosamente muy cerca de nosotros, entre juncos, espadañas y carrizos.
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