PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO
JEREMÍAS" (14)
CAPÍTULO
III
La casa del abuelo
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―No
entiendo cómo tu madre, en la bendición de la mesa ―dijo Jeremías,
incorporándose ligeramente―, hablaba de comer mejores manjares en el Cielo; con
que fueran parecidos a los que cominos al mediodía, ya me conformo.
―Es una
forma de hablar ―respondí, acordándome de las clases de religión―; en el Cielo
no se come, porque no tendremos cuerpo. Se goza únicamente de la presencia de
Dios.
―¡Pues
vaya gracia! El Cielo para mí ha perdido todo el interés. Por muy agradable que
sea Dios, si le tienes que contemplar con el estómago vacío, va a ser lo mismo
que cuando viene el cuenta chistes el día de la Fiesta.
―Anda
macho, vaya comparación. De Dios no tienes ni idea. Lo único que piensas es en
comer.
―Pues
no comas y ya verás lo que te pasa. Además, la comida se ve, pero a Dios
todavía no le he visto. ¿Lo has visto tú? ―dijo Jeremías dándome la espalda, a
la vez que soltaba un sonoro pedo.
El
inesperado trueno fue la forma más contundente de terminar nuestra conversación
teológica, porque cuando el hedor, con aromas de legumbre, llegó a mis narices,
me incorporé de un salto para alejarme del pestazo. Fue entonces cuando tomé
conciencia de que, sin haber visto a Dios, podía asegurar la existencia del
infierno.
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