PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS"
(15)
CAPÍTULO IV
Conociendo el pueblo
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Tinín
permanecía sumido en un profundo sueño casi desde el momento en que se tumbó en
la cama. No
había mostrado temor al acostarse frente el colosal armario que ocupaba gran
parte de la destartalada habitación, ni extrañó el hecho de dormir a más de
tres metros del techo. Abrazaba la almohada con su gesto habitual, confiado en
mi compañía. A mí, sin embargo, me costó trabajo conciliar el sueño: extrañé la
cama, los inesperados crujidos de la madera; sentí, de vez en cuando, ruido de
pasos acompañados del consiguiente abrir y cerrar de puertas y de las
inevitables toses, que se percibían con tanta claridad como en los entreactos
de un concierto. Para colmo de males, a media noche, algún desinhibido labrador
rasgó el silencio con su recio vozarrón, intentando conducir a los bueyes
camino de las tierras, donde esperaban los haces de mies para su acarreo, y por
si fuera poco, del corral de Rosario, la Peineta , me llegaron antes del amanecer los
cánticos destemplados de los gallos. Así, me sorprendió la alborada, hambriento
y somnoliento. Ante la urgencia de ambas necesidades, opté por engañar al
hambre mientras pudiera, permaneciendo acurrucado entre las sábanas,
semidormido, haciendo tiempo hasta que el estómago me indicara que había
llegado la hora de su ración, hecho que no tardó en producirse, por lo que,
calzándome las zapatillas, me levanté sigilosamente para no despertar a Tinín,
deteniéndome coquetamente ante el espejo del cuerpo central del armario. En el corto diálogo visual, el descomunal espejo
fue mi aliado porque al mirarme en él sólo percibí la silueta de un muchacho
delgaducho y despeinado, sin que se pudiese apreciar en mi difuminada cara
vestigios de la mala noche pasada.
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