PASAJES DE
"LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (16)
CAPÍTULO IV
Conociendo el pueblo
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Aunque
en un primer momento, Petra me había impresionado con su tétrico aspecto, esta
mujer ocultaba bajo su rudo aspecto, un corazón noble y una actitud de servicio
como la que sólo pueden tener aquellas personas que desde su nacimiento vienen
a este mundo a estar a las órdenes de otros. En este caso, Petra estaba
orgullosa de servir a mi abuelo, «su señorito», y tenía a gala tanto los muchos
años de servicio como que su propia madre hubiera quitado los pañales al ahora
su jefe, objeto de sus actuales desvelos.
Nada
más verme, corrió a ofrecerme un gran vaso de leche y unas magdalenas,
diciéndome cariñosamente:
―Come
rapaz, que entavía tienes mucho que crecer.
La leche invitaba a la degustación; tenía
tanta nata que retirándola con una cucharilla la coloqué encima de una de las
magdalenas, jugando a imaginarme a Cristina vestida de novia. «¡Qué guapa
estás!» ―pensé inconscientemente―. «¡Estás para comerte!» ―pensé con todo mi
ser―, y allí mismo me convertí en un incruento caníbal al engullirme tres
«Cristinas» con el hambre propio de mi edad.
La
leche no se parecía en nada a la que puntualmente, cada mañana, Julián el
lechero, con su jumento y su tartana, nos llevaba a nuestra casa de la calle
del Regalado.
Más de
una vez, cuando tata Lola observaba al hervirla que sólo una débil telilla
ascendía en el cuece leches, le faltaba tiempo para recriminarle al día siguiente:
―Julián, otra vez te han visto «bautizando»
las garrafas en el Caño Argales.
A lo que Julián respondía con una pícara sonrisa:
―Allí
enjuago las garrafas después del reparto; sólo las enjuago.
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