jueves, 21 de mayo de 2015

PASAJES DE  "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (16)
CAPÍTULO IV
Conociendo el pueblo
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Aunque en un primer momento, Petra me había impresionado con su tétrico aspecto, esta mujer ocultaba bajo su rudo aspecto, un corazón noble y una actitud de servicio como la que sólo pueden tener aquellas personas que desde su nacimiento vienen a este mundo a estar a las órdenes de otros. En este caso, Petra estaba orgullosa de servir a mi abuelo, «su señorito», y tenía a gala tanto los muchos años de servicio como que su propia madre hubiera quitado los pañales al ahora su jefe, objeto de sus actuales desvelos.
Nada más verme, corrió a ofrecerme un gran vaso de leche y unas magdalenas, diciéndome cariñosamente:
―Come rapaz, que entavía tienes mucho que crecer.
 La leche invitaba a la degustación; tenía tanta nata que retirándola con una cucharilla la coloqué encima de una de las magdalenas, jugando a imaginarme a Cristina vestida de novia. «¡Qué guapa estás!» ―pensé inconscientemente―. «¡Estás para comerte!» ―pensé con todo mi ser―, y allí mismo me convertí en un incruento caníbal al engullirme tres «Cristinas» con el hambre propio de mi edad.
La leche no se parecía en nada a la que puntualmente, cada mañana, Julián el lechero, con su jumento y su tartana, nos llevaba a nuestra casa de la calle del Regalado.
Más de una vez, cuando tata Lola observaba al hervirla que sólo una débil telilla ascendía en el cuece leches, le faltaba tiempo para recriminarle al día siguiente:
 ―Julián, otra vez te han visto «bautizando» las garrafas en el Caño Argales.
 A lo que Julián respondía con una pícara sonrisa:
―Allí enjuago las garrafas después del reparto; sólo las enjuago.
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