EL HIJO DEL PELLEJERO (I)
Soy un hombre
mayor, por no decir viejo, que consume los últimos años de su existencia en un
recóndito pueblo del que se han ido yendo, en un goteo continuo, las gentes que
lo poblaban, y aún creo que también los pájaros, aburridos de tanto cantar sin
ser escuchados. Me apena la ausencia de sus trinos, aunque, a decir verdad, no
me lamento de vivir casi en soledad, porque el silencio me permite meditar y a
mi modo filosofar sobre las virtudes y miserias de la condición humana. Sin
niños y sin escuelas, hace tiempo que en el pueblo se sabía que acabaríamos
siendo cuatro gatos. Con la falta de personal, desaparecieron también animales
a los que cuidar, y ahora, las casas, paneras y tenadas deshabitadas se
deshacen arrojando pertinazmente yesones y tejas, hasta el punto de que es raro
el día en que el alguacil no tiene que retirar algún cascote para que la plaza
y las calles no se conviertan en escombreras. Para colmo, Fermín, el cantinero,
cerró este invierno el negocio, harto de estar más tiempo con los brazos
cruzados que sirviendo vinos. Menos mal que el alcalde, viendo el estado de la
iglesia, dio utilidad a la cantina, y en la
actualidad es allí dónde el señor cura dice misa. Siento no poder dar el nombre
del sacerdote, pues cada vez viene uno distinto y a cuál más apurado. Todos,
por ganar tiempo, imitan al frutero y prefieren convocarnos a toque de claxon
que con el repique de campanas. Saber el día en que esto sucede es un misterio,
y un milagro que coincidan dos domingos seguidos a la misma hora. De milagros
sabemos mis paisanos y yo un rato, porque cuando la misa se decía en la
iglesia, era un prodigio contemplar a un mismo tiempo, a Dios Padre y a los
santos del Altar Mayor flotando en el cielo, que se apreciaba con toda nitidez
a través del cañizo, todo ello sin necesidad de habernos muerto, y encima,
Plácido, que es muy tonto, no dejaba de pedir que el de arriba, nos mandara la
lluvia. Yo tampoco ando muy sobrado de conocimientos pero creo que tengo más sentido
común que el secretario: ese señor que viene por aquí dos veces al mes, cargado
de carpetas y que dicen que arregla los papeles del ayuntamiento. Bueno: que
arregla o que desarregla, porque al Evilasio le jodió una tierra por no leer a
tiempo un escrito que dejó clavado en el tablón de anuncios. Mal asunto, digo
yo, ése de no hablar con la gente, sabiendo que el pobre Evilasio es analfabeto
y de remate, bizco.
Mi gracia es
Nemesio y soy hijo de Feliciano, el
pellejero, y de Remedios, la del tío
Pestaña. El apodo materno proviene del abuelo, que pasaba por cegato aunque
no lo fuera de nacimiento. Por huir del agua, tenía las pestañas pegadas y
tiesas como velas, de las legañas acumuladas en los ojos, que sólo abría cuando
olfateaba el porrón de vino delante de su cara. El apodo de mi padre no hacía
referencia a su oficio, ya que nunca curtió ni vendió pieles, pero las malas
lenguas del pueblo se lo pusieron al ver a él y a su familia tan afilados por
no comer que dieron en decir que éramos “todo pellejos” y a ver luego, aunque
engordes, quién te quita el sambenito. Bastante interés ponía el hombre con las
cuarenta obradas que heredó, en alimentar a su mujer, a mis hermanos gemelos,
bastante mayores que yo, y a mí, que nací descolgado y al parecer “de un
arrebato" que le dio a mi padre, según me contó mi tía Cirila, la cual me
aseguraba que mis primeros segundos de vida discurrieron con mi madre en un
grito, sorprendida y atrapada entre mi padre y el tapial que cercaba nuestro
corral. “Sí hijo, sí —me decía—, con el miedo a gemelar de nuevo y en
postguerra, de no ser por el calentón, ¿a ver quién era el valiente que se
hubiera atrevido a hacer otra probatura en condiciones?"
Cuarenta obradas
dan lo que dan, por eso me crié junto a cerdos, gallinas y un atajillo de churras,
que abrevaban del agua de un pozo con el que regábamos también un pequeño
huerto, que a falta de vaca, se ordeñaba un día sí y otro también. Todo les
parecía poco a mis padres con tal de que, después de sentarnos a comer, no nos
levantásemos pesando lo mismo.
(Continuará)
Foto de Maribel
Díez Salgado
Me está gustando este relato. Espero la segunda parte.
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