domingo, 26 de julio de 2015

EL HIJO DEL PELLEJERO  (II)
(Continuación)
Mi padre, al que el hambre le hacía ser listo por necesidad, siempre nos repetía: “¡Estudiad! ¡Estudiad! Sin estudios no tenéis futuro”, pero como en casa no había dinero para mandar a mis hermanos a la capital, se encargó de enseñarles oraciones, a santiguarse y hacer la genuflexión cada vez que entraban en el aprisco, para que fueran tomando práctica y lo repitieran ante el altar, cuando estuviera presente el cura de antes, don Germán, y así apreciara en ellos, atisbos de vocación. El truco dio resultado, pues cuando vinieron reclutando muchachos unos religiosos de no sé qué congregación, mis hermanos se fueron con ellos al seminario. Aquel día vi llorar a mis padres, aunque no sabría decir si fue de tristeza o de alivio; lo digo porque mientras se restregaban los ojos con el pañuelo, les oí comentar: “¡Dos bocas menos!” y al poco, pese a mi corta edad, ya estaba mi padre intentando enseñarme oraciones. Pero yo, que por aquel entonces ya no tenía que compartir el huevo frito ni la taza de requesón, me hacía el despistado por temor a vestirme un día con hábito. En la escuela, los muchachos se reían de mí porque pasaba el tiempo y a duras penas recitaba el "Jesusito de mi vida" y eso que ya me iban saliendo pelos en las piernas. Don Constantino, el maestro, decía no haber tenido nunca un caso igual y le indicó a mi padre que me pusiera a trabajar en el campo, ante la evidencia de que no tenía maneras para llegar a ser letrado. Desde entonces me he pasado toda la vida en el pueblo destripando terrones y aprendiendo, a fuerza de coscorrones, las habilidades que mí señor padre me indicaba para que algún día fuera capaz de ganarme las habichuelas por mí mismo, poniéndome como ejemplo a mis hermanos. Por cierto, que uno de ellos, a punto de tomar las órdenes, estando un verano de vacaciones, quiso mostrar a la hija del Correo cómo eran las montañas que rodeaban el seminario, y para que se hiciera mejor la idea, le desabrochó la blusa; la chica lo fue contando por el pueblo y allí terminaron sus aspiraciones de llegar a ser ministro del Señor. Antes de casarse, tuvo ocasión de desarrollar su afán didáctico, y con las muchachas que frecuentaba, se hizo un experto en describir cordilleras. Mi otro hermano ¡tan igual y tan distinto! llegó a cantar misa y se fue de misionero a África. En vida de mis padres venía a vernos cada tres o cuatro años, y siempre nos contaba que allí trataba con gente con tan poca carne pegada al costillar que, de no ser por el color de la piel, podrían muy bien pasar por hijos de nuestro padre. Era feliz estando en el pueblo y apenas notaba el cambio cuando regresaba a la misión. “Conviviendo con gente famélica —nos decía—, me siento como en familia y siempre os tengo presentes”. Va para tres años que no tengo noticias de él y ahora mismo no sabría decir si es vivo o muerto. El pobre no pudo venir cuando murió nuestra madre, a la que cuidé en su vejez hasta que nos dejó. Yo la alimentaba y la sacaba de paseo cuando el tiempo no lo impedía. Al verme tan cariñoso y tan buen hijo con ella, me hacía sentarla a la solana junto al tapial del corral, en el lugar que me señalara mi tía Cirila, y cogiéndome la mano me decía: "¿Ves Nemesín, cómo se cumple el refrán de que: "no hay mal que por bien no venga?" Y se quedaba traspuesta, con una sonrisa en los labios, recordando con gozo el atropello. Fue muy triste el día que murió y más porque, al ser tan pocos, tuve que echar mano a la caja. A partir de entonces hago de enterrador; sin ir más lejos, la semana pasada tuve que ejercer la profesión cuando se nos murió Teo. Fue una gran pérdida porque era el hombre más bueno del pueblo, incapaz de negarte un favor. A cualquier hora que le llamaras, siempre estaba dispuesto a ayudarte. En la capital no debían de saberlo, porque al poco de llevarlo al Hospital, ya mandaron recado de que "no podían hacer nada por él". ¡Qué injusta es la vida!
No hará falta decir que nunca me casé. Con un tercio de cuarenta obradas, no sé si existirán mozas que quieran arrimarse a un labrador. De joven sufrí mucho por esta razón y tuve que conformarme con ver y no catar a las mujeres de mis amigos. Esta circunstancia ha hecho de mí un sufrido y aventajado espectador de la vida: fuerte ante la adversidad, un poco escéptico, apenas discutidor y casi nunca malhumorado.
Andando el tiempo se ha cumplido otro refrán que solía repetir mi madre: "A la vejez, viruelas". Hace unos años que vino a vivir al pueblo doña Amparo, una maestra jubilada que ya no cumplirá los ochenta. Desde el principio se tomó mucho interés por mí y puede que algo de cariño. Siempre cocina más de la cuenta para que no me falte el condumio; me busca por las tardes para echar un julepe, mientras me habla de lugares que desconozco; me presta libros de contenido interesante que abren mi mente y que luego doy en pensar. No cesa de repetirme que soy un diamante en bruto, y con el tallado continúa. Poco a poco, me ha enseñado caligrafía, ortografía y luego a redactar, corrigiéndome si se me olvida poner algún acento o coma. Me anima a escribir con la pretensión de que algún día llegue a ser un escritor famoso, y casi me ha obligado a enviar este relato sobre mi vida aunque yo piense que ha de interesar a muy pocos. “Envíalo —me ha dicho—. Imagina que eres náufrago en una isla desierta y que lanzas al mar tu escrito en una botella, con la esperanza de que alguien lo lea”. No me ha quedado más remedio que hacerle caso, aunque tengo para mí, que puede pasar tanto tiempo hasta que alguien recoja la botella que para entonces mi isla estará desierta, y a  lo peor, ni siquiera figurará en el mapa.
Foto de Maribel Díez Salgado


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