EL HIJO DEL PELLEJERO (II)
(Continuación)
Mi padre, al que
el hambre le hacía ser listo por necesidad, siempre nos repetía: “¡Estudiad! ¡Estudiad!
Sin estudios no tenéis futuro”, pero como en casa no había dinero para mandar a
mis hermanos a la capital, se encargó de enseñarles oraciones, a santiguarse y
hacer la genuflexión cada vez que entraban en el aprisco, para que fueran
tomando práctica y lo repitieran ante el altar, cuando estuviera presente el
cura de antes, don Germán, y así apreciara en ellos, atisbos de vocación. El
truco dio resultado, pues cuando vinieron reclutando muchachos unos religiosos
de no sé qué congregación, mis hermanos se fueron con ellos al seminario. Aquel
día vi llorar a mis padres, aunque no sabría decir si fue de tristeza o de
alivio; lo digo porque mientras se restregaban los ojos con el pañuelo, les oí
comentar: “¡Dos bocas menos!” y al poco, pese a mi corta edad, ya estaba mi
padre intentando enseñarme oraciones. Pero yo, que por aquel entonces ya no
tenía que compartir el huevo frito ni la taza de requesón, me hacía el
despistado por temor a vestirme un día con hábito. En la escuela, los muchachos
se reían de mí porque pasaba el tiempo y a duras penas recitaba el
"Jesusito de mi vida" y eso que ya me iban saliendo pelos en las
piernas. Don Constantino, el maestro, decía no haber tenido nunca un caso igual
y le indicó a mi padre que me pusiera a trabajar en el campo, ante la evidencia
de que no tenía maneras para llegar a ser letrado. Desde entonces me he pasado
toda la vida en el pueblo destripando terrones y aprendiendo, a fuerza de
coscorrones, las habilidades que mí señor padre me indicaba para que algún día
fuera capaz de ganarme las habichuelas por mí mismo, poniéndome como ejemplo a
mis hermanos. Por cierto, que uno de ellos, a punto de tomar las órdenes,
estando un verano de vacaciones, quiso mostrar a la hija del Correo cómo eran
las montañas que rodeaban el seminario, y para que se hiciera mejor la idea, le
desabrochó la blusa; la chica lo fue contando por el pueblo y allí terminaron
sus aspiraciones de llegar a ser ministro del Señor. Antes de casarse, tuvo
ocasión de desarrollar su afán didáctico, y con las muchachas que frecuentaba,
se hizo un experto en describir cordilleras. Mi otro hermano ¡tan igual y tan
distinto! llegó a cantar misa y se fue de misionero a África. En vida de mis
padres venía a vernos cada tres o cuatro años, y siempre nos contaba que allí
trataba con gente con tan poca carne pegada al costillar que, de no ser por el
color de la piel, podrían muy bien pasar por hijos de nuestro padre. Era feliz
estando en el pueblo y apenas notaba el cambio cuando regresaba a la misión.
“Conviviendo con gente famélica —nos decía—, me siento como en familia y
siempre os tengo presentes”. Va para tres años que no tengo noticias de él y
ahora mismo no sabría decir si es vivo o muerto. El pobre no pudo venir cuando
murió nuestra madre, a la que cuidé en su vejez hasta que nos dejó. Yo la
alimentaba y la sacaba de paseo cuando el tiempo no lo impedía. Al verme tan
cariñoso y tan buen hijo con ella, me hacía sentarla a la solana junto al
tapial del corral, en el lugar que me señalara mi tía Cirila, y cogiéndome la
mano me decía: "¿Ves Nemesín, cómo se cumple el refrán de que: "no
hay mal que por bien no venga?" Y se quedaba traspuesta, con una sonrisa
en los labios, recordando con gozo el atropello. Fue muy triste el día que
murió y más porque, al ser tan pocos, tuve que echar mano a la caja. A partir
de entonces hago de enterrador; sin ir más lejos, la semana pasada tuve que
ejercer la profesión cuando se nos murió Teo. Fue una gran pérdida porque era
el hombre más bueno del pueblo, incapaz de negarte un favor. A cualquier hora
que le llamaras, siempre estaba dispuesto a ayudarte. En la capital no debían
de saberlo, porque al poco de llevarlo al Hospital, ya mandaron recado de que
"no podían hacer nada por él". ¡Qué injusta es la vida!
No hará falta decir que nunca me casé.
Con un tercio de cuarenta obradas, no sé si existirán mozas que quieran
arrimarse a un labrador. De joven sufrí mucho por esta razón y tuve que
conformarme con ver y no catar a las mujeres de mis amigos. Esta circunstancia
ha hecho de mí un sufrido y aventajado espectador de la vida: fuerte ante la
adversidad, un poco escéptico, apenas discutidor y casi nunca malhumorado.
Andando el tiempo se ha cumplido otro
refrán que solía repetir mi madre: "A la vejez, viruelas". Hace unos
años que vino a vivir al pueblo doña Amparo, una maestra jubilada que ya no
cumplirá los ochenta. Desde el principio se tomó mucho interés por mí y puede
que algo de cariño. Siempre cocina más de la cuenta para que no me falte el
condumio; me busca por las tardes para echar un julepe, mientras me habla de
lugares que desconozco; me presta libros de contenido interesante que abren mi mente
y que luego doy en pensar. No cesa de repetirme que soy un diamante en bruto, y
con el tallado continúa. Poco a poco, me ha enseñado caligrafía, ortografía y
luego a redactar, corrigiéndome si se me olvida poner algún acento o coma. Me
anima a escribir con la pretensión de que algún día llegue a ser un escritor
famoso, y casi me ha obligado a enviar este relato sobre mi vida aunque yo
piense que ha de interesar a muy pocos. “Envíalo —me ha dicho—. Imagina que
eres náufrago en una isla desierta y que lanzas al mar tu escrito en una
botella, con la esperanza de que alguien lo lea”. No me ha quedado más remedio
que hacerle caso, aunque tengo para mí, que puede pasar tanto tiempo hasta que
alguien recoja la botella que para entonces mi isla estará desierta, y a lo peor, ni siquiera figurará en el mapa.
Foto de Maribel Díez Salgado
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