PASAJES DE “LAS
LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS” (28)
CAPÍTULO I
El Viaje
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El crío terminó por callarse, y tras
acabar el bocadillo, se animó, palillo en ristre, a zamparse unos cuantos
pinchos de tortilla.
―Estoy desganado ―dije, contemplando el
mantel y las salpicaduras. Y luego para que no siguieran ofreciéndome más
comida, pelé un plátano con la seguridad de que era de lo poquito que se había
salvado del «asperges». Tan mal me sentó quedarme hambriento que cuando fui a
tirar la cáscara del plátano en la papelera, me acerqué sigilosamente al
pequeñajo, y acariciándole el cogote, le susurré al oído: ¡Marrano!
Regresé al banco, bostezando de hambre y
sueño, y encontré acomodo junto a tata Lola. Desde esta posición, observé la
techumbre que cubría la estación, las puertas de entrada y salida, que parecían
hechas para gigantes, el reloj, a juego con la grandiosidad de la estancia, el
ir venir de los viajeros, el sol iluminando la mañana, y a una mujeruca
abrigada con toquilla, que proclamaba a los cuatro vientos, a intervalos
regulares de tiempo: «¡Hay churros! ¡Hay churros!» Dirigí la vista otra vez
hacía el ojo ciclópeo, interesándome por la hora, y éste pareció entenderme; al
menos, me hizo un guiño, dejando caer la temblona manecilla del minutero hasta
atravesar el número cuatro. «Todavía las ocho y veinte», pensé, y acepté de
buen grado el chicle de fresa que la tata me ofrecía.
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