domingo, 30 de octubre de 2016



VIVOS QUE ESTÁN MUERTOS Y MUERTOS QUE SIGUEN VIVOS

Con un sol radiante y una temperatura impropia de mediados de otoño, Cristóbal, acudió al cementerio para depositar sobre la tumba de su esposa un ramo de camelias rosadas. Ésas eran las flores que ella preferiría, aquellas que cultivaba con esmero en el jardín de su chalet, hasta que una terrible enfermedad, segó de golpe el hobby al que dedicaba su tiempo de ocio y que la hacía sentirse como una flor más del invernadero. Eso había sucedido hacía catorce años y, desde entonces, Cristóbal, no había faltado un solo año con ese rito que repetía por la Festividad de los Santos. A pesar del tiempo transcurrido, no había olvidado la angelical sonrisa de la la mujer que le hiciera feliz, su profunda mirada y mucho menos, esa facilidad con la que le entendía y con la que sabía alumbrar las oscuridades de su existencia. En los meses que siguieron al óbito, creyó volverse loco: los cipreses contemplaron sus lloros y sintieron sus abrazos, en un deseo desesperado de sentir un ser vivo al que poder asirse. Después, el tiempo actuó como un poderoso cicatrizante que fue mitigando el supurante recuerdo, hasta convertirlo en el mejor de los sueños vividos. Sin hijos y aconsejado por una amigo, volcó sus afectos sobre un Boston Terrier que le acompañaba allá donde estuviera. Aquella mañana, al abandonar el camposanto, lo primero que hizo fue abrir el portón trasero de su coche y dejar que "Linda" correteara en la explanada por la que se accedía el recinto. Era tal la concentración de coches que había en el improvisado aparcamiento que al cabo de unos minutos, temió que "Linda" se hubiera despistado y comenzó a inquietarse; sus temores cesaron cuando una mujer, sosteniendo en brazos a un Chihuahua, se acercó a él acompañada de "Linda".

—Es una perrita muy inteligente—afirmó la mujer—apenas la acaricié, me trajo hasta aquí.
—Le estoy muy agradecido—respondió Cristóbal—. Ya estaba empezando a preocuparme.

Tras las inevitables presentaciones por las que nuestro protagonista conoció que Rosa era el nombre de su nueva amistad y "Bob" el de su perrito, y tras charlar de la  compañía y el cariño que les proporcionaban sus respectivas mascotas, Rosa aceptó la invitación de Cristóbal para tomar un café en un establecimiento cercano. Allí, fue inevitable hablar de los motivos que les habían conducido aquella mañana a visitar a sus difuntos.

—Mi mujer, no ha muerto, sigue viva en mi recuerdo, jamás la olvidaré. Ya va para quince años que enviudé, y puedo decir con toda sinceridad, que todavía creo escuchar su voz llamándome. Hasta la fecha, no he encontrado mujer alguna que pueda sustituirla. Desde el otro mundo sólo podrá sentir celos de las caricias que prodigo a "Linda"—dijo, Cristóbal, achuchando a su perrita.

—Mi caso es muy distinto—comenzó, diciendo, Rosa—. Esta mañana he venido desde la ciudad en que resido, a poner unas flores sobre las tumbas de mis padres. De mi marido, es casi mejor no hablar, tan sólo diré que el muy canalla me abandonó por otra mujer. Me han llegado noticias de que todavía vive con ella, pero para mí es como si hubiera muerto. No creo que pueda rehacer mi vida con hombre alguno, porque, desde entonces, ya no creo en promesas varoniles. Por el momento, es "Bob" quien me da el cariño y la compañía que necesito y además ¡no me engaña!—Dijo, Rosa, besando la menuda cabeza de su mascota.

Durante varias horas, tuvieron tiempo de charlar de sus respectivas vidas pasadas y de sus preocupaciones actuales y futuras. Vencida la tarde, se despidieron como dos buenos amigos, besándose en las mejillas. A causa de la mutua confesión, se sentían notablemente aligerados de la carga emocional que les embargaba al comenzar la jornada y se citaron para verse en el mismo lugar el año siguiente.


Los animales, con dos cortos ladridos, captaron la tristeza de la despedida.    

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